Bajo la intensa lluvia que barre la costa portuguesa, sobre sus monturas, los dos amigos avanzan hacia el sur, camino de Lisboa. Van al paso por caminos serpenteantes y embarrados. Han cabalgado toda la noche para llegar cuanto antes a Alcobaça. Cerca del mediodía entran en la ciudad.
—Ni una legua más por mar, Lope —grita uno para que la lluvia torrencial no apague su voz—, me da igual la lluvia, cualquier cosa antes que volver a arriesgar nuestra vida sobre sobre unas frágiles tablas en medio de una tempestad.
—Cae tanta agua del cielo, amigo Claudio —responde Lope de buen humor—, que pronto tendremos que cambiar nuestros caballos por un galeón…
Se detienen en la explanada, junto al monasterio. Siguen con vida después de todo. Desmontan y se ponen a resguardo bajo las arquivoltas del pórtico. Se miran mientras se quitan las capas empapadas. De la iglesia sale una dama con dos acompañantes, tal vez sus criadas, que los miran con curiosidad.
—Buenos días, señoras —Lope hace media reverencia y su pelo gotea sobre la ropa mojada—. ¿Podrían decirnos si hemos llegado a Alcobaça? —pregunta mirando fijamente a la belleza de ojos negros que acaba de detenerse frente a él con un punto de descaro e inmensa elegancia.
—¡Son españoles! Benvindos a Alcobaça!
—Lo somos, sí, y además poetas, y supervivientes de la Armada contra el inglés —Claudio hace una reverencia excesiva.
La bella le mira impasible y sonríe:
—¿Poetas o supervivientes? Tendrán que decidirse —replica en perfecto castellano.
—Esa pregunta abrasa —interviene Lope, galante—. Sobrevivir es siempre vergonzoso. Muchos han muerto en la jornada, tragados por el mar y bajo el fuego —se ha puesto grave. Hace una pausa y vuelve a sonreír—. Aún no nos hemos presentado. ¿Puedo conocer su nombre?
—Ana Pontes, dama de mi señora la duquesa de Aveiro.
Las criadas ríen nerviosas.
—Félix Lope de Vega Carpio, a vuestro servicio. Habláis un castellano claro y admirable como vuestra belleza —mira al cielo—. ¡Ya escampa!
—Viajan a Lisboa, supongo. ¿Buscan hospedaje? —responde ella.
—Necesitamos descansar un poco antes de la última etapa. Vamos a Lisboa para recoger algunas pertenencias y licenciarnos del servicio a la Armada. A la mala suerte de la diezmada empresa de Inglaterra hemos añadido una tormenta que nos persigue desde que salimos de Oporto.
—Señores, venid con nosotras, si os place. Mi señora ha partido a Caldas de Reinha con parte del séquito. Nosotras seguiremos mañana. Tal vez podamos confortaros en la casa esta noche.
Lope y Claudio cruzan una mirada sonriente de veteranos. Ser confortados es lo que necesitan. Las otras mujeres ríen de nuevo por lo bajinis.
—Señora, no sé cómo podremos pagaros tanto favor.
—No es favor, es justicia dar hospitalidad a dos jóvenes tan galantes y dos soldados esforzados.
—Sea —añade Claudio.
El grupo camina hacia el otro extremo de la plaza y dobla la esquina. Entran en una casa de aspecto señorial. Una de las sirvientas mete los caballos al patio por unas puertas carreteras anejas. En seguida les acomodan en dos habitaciones de la última planta, llenas de espesos tapices y acogedoras alfombras. Claudio comenta con Lope:
—¿Sólo quedan mujeres en la casa? No he visto ni a un mancebo. Lope, si estoy soñando no vayas a osar despertarme.
——————
En la mesa que hallan preparada para la cena de bienvenida no falta de nada. Dos chimeneas dan calor con alegres llamas a la estancia, de techos altos. Bandejas de carne asada, de frutas, sopas humeantes. Se sientan a esperar, pulcramente vestidos y perfumados. Hablan quedo, en espera de que alguien venga. Pronto aparece una joven criada con una frasca de cristal para escanciarles el vino. Lope y Claudio se miran. El vestido deja al descubierto dos pechos trotones al ritmo de unos pasos cimbreantes. Impresionado o sorprendido, Claudio hace ademán de levantarse, pero Lope extiende una mano pidiendo calma. Carraspean. La joven les sirve y vuelve a irse. Beben, con una mueca en la boca. Se vuelven a mirar, sonríen.
—¡Voto a Bríos! —Claudio deja la copa en la mesa y mira hacia la puerta.
—Señores —entra Ana Pontes cubierta solamente con un tul que transparenta generosamente sus bellas formas— bienvenidos, benvindos, a este palacio…
Lope queda boquiabierto. Y antes de que pueda reaccionar, entran en la sala dos muchachas blancas y una negra, sin más atavío que un laúd, un pandero y una viola da gamba. Se sientan en un extremo y afinan brevemente.
—Pero esto… señora… vuestra señora… la duquesa de Aveiro… —balbucea Lope, que sigue aferrado a la copa con una mano inmóvil y la mirada desorbitada.
—La duquesa fue un nombre que usé como cebo, para atraeros, señores —tranquiliza Ana Pontes—. Dejad, pues, que os confortemos. En este palacio de placeres. La jornada ha sido larga. Tomad vino, comed con la boca y los ojos. No pongáis límite a la noche. El destino os ha señalado con ánimo lisonjero.
—Lope, dime que no estoy soñando —alerta Claudio un momento antes de que la música comience a sonar—. ¡Y tañen!
Lentamente, con enorme elegancia, la pericia musical de las tres jóvenes va suavizando la extrañeza del momento. La muchacha morena, negra y hermosa como la amante del cantar de los cantares, sostiene entre sus delgadas piernas la viola da gamba. Comienza a ricercar un tema suave y melancólico. Todos callan un momento, respiran hondo, ante tanta belleza. Al mover el arco en vectores precisos y recorrer los trastes, sus pechos vibran ágiles de un modo que lleva emoción a los ojos, que hace pensar en el corazón de la música. La música desnuda, literalmente. La muchacha que pulsa las cuerdas del laúd abraza la tibia madera con un abandono que su cabello expresa, derramado ante la luz crepitante del leño en la chimenea. Un pelo trigueño que parece continuar el sueño de las cuerdas, líneas vibrantes que desbordan su melodía en el aire. La tercera joven percute con golpes suaves de los dedos el pandero, a veces con la palma, y se mueve por la estancia con lentos pasos danzarines que dejan vibrando sus nalgas durante un instante.
Música para los ojos, belleza y seducción, derriban toda resistencia de los dos jóvenes, que se preguntan cómo es posible haber llegado tan ciegos hasta este salón.
—Podríais pellizcarme, mi señora, y no sabría decir si duermo o velo —acaba diciendo Lope con un suspiro—. ¿Quiénes sois y qué música es esta que acaba de arrobarme el corazón?
—A su debido tiempo, mi señor Lope. Por favor comed algo y reponeos, porque la noche puede ser tan larga y hermosa como sepáis soñar y desear.
Los dos amigos empiezan a comer, con cierta prevención al principio, más relajados después. Lope mantiene los ojos húmedos, como si fuera incapaz, él, de digerir tanta belleza. Come, bebe, mira, escucha, sonríe a ratos feliz como un niño. Ana le sonríe desde un cuerpo magnífico que le permite olvidar más de cuatro meses de peligros. O le incita a otros nuevos… Cuando han tomado de la mesa cuanto el hambre exigía, otros apetitos llegan. La vida muestra una puerta hacia un extraño paraíso carnal.
—¿Dónde aprendisteis a concertar música como esa y de un modo tan dulce? —Lope ya no le quita ojo a Ana, recorre goloso su cuello, sus hombros, su vientre incitante, observa el movimiento de su respiración, los pechos generosos, el modo en el que el pelo baila a ambos lados de la cara cuando habla, dejando en ocasiones un mechón prendido entre los labios; incluso mira su pubis con natural descaro que a ella no importuna. Para eso se ha vestido con un velo que no vela. La mente del poeta no puede aún comprender cómo podría ser posible todo lo que sus sentidos le están mostrando, quizás, quién sabe, engañosamente. Desconfía en algún lugar muy íntimo de lo que ve. Pero un paso más adentro su corazón es un volcán.
—En París, hace cinco o seis años. Dejadme pensar…
—¿Habéis viajado mucho? —habla y casi tiembla. Ahora se fija en las muñecas delgadas y los dedos largos como de Venus, que gesticulan mientras le habla y hace memoria. Ella se levanta, le sirve una nueva copa de vino y le toma de la mano para que la siga.
—Vosotros sois soldados y servís al rey. Nosotras también tenemos un rey, que es el amor. Con él viajamos.
Su cintura esbelta, las caderas rotundas, el temblor del trasero al andar le enardecen.
—¡Pero no sois simples cortesanas!
—No penséis. Escuchad, la música, el susurro de las voces, los amorcillos que aletean y espolean vuestro deseo —le dice mientras una mano le acaricia la mejilla suavemente—. Dejadme que os hable de París.
—París… ¿qué fue lo que…? —Lope se calla y se deja conducir al salón contiguo, más caldeado aún por otra chimenea, lleno de mullidos cojines sobre dos amplios lechos y decorado con bellos tapices de diosas desnudas—. ¡Cuánta belleza, Dios mío!
Se sientan uno al lado del otro en un lecho. La música se ha hecho más suave. Ya sólo suena el laúd. Claudio entra entonces con la muchacha de la viola de la mano, una belleza africana de pelo corto, pómulos preciosos y labios sensuales, ojos y dientes blanquísimos, mirándola incrédulo, como si fuera una aparición. Detrás camina la otra joven que ha cambiado el pandero por una bandeja con uvas y una botella, que pone sobre una pequeña mesa. Al final, aún tocando el laúd, entra la última, que es también la más alta. Se detiene, abandona el instrumento inclinándose con gracia y se tumba en el otro lecho. Allá que va Claudio, se sienta junto a ella.
—¡Axa, Fátima y Marién —dice, atolondrado, señalándolas— me enamoran!
Todos ríen. Claudio se reclina y besa a la laudista. El calor aprieta, Ana relata su estancia juvenil en París mientras desnuda a Lope, su educación en el convento de Port Royal, donde las reglas se habían relajado por aquel entonces. Allí conoció a un joven inglés, miembro importante de la embajada, un músico, que se acababa de convertir al catolicismo y acudía secretamente a la misma iglesia que ella frecuentaba los domingos.
—¡Un inglés! —Lope se indigna un poco.
—Pero católico —le tranquiliza Ana, mientras le quita el jubón y la camisa—. Se llamaba Johnny.
—Juanito.
—Sí, Juanito Dowland. Le convencimos para que nos enseñara a tocar música y cantar. Y durante un par de años encontramos el modo de introducirle en la abadía y aprendimos juntas.
—Música.
—Musica y deleite, melancolía y sexo, abandono y poemas, astronomía, alegría y secretos pasadizos hacia el paraíso… como el que habéis descubierto esta noche. O vais a descubrir, si dejáis de pensar e interrogar tanto —le tira cariñosamente de la barbilla.
Uno en cada lecho, Lope y Claudio han quedado desnudos, rodeados por las cuatro bellezas. El poeta cierra los ojos y siente el beso apasionado en sus labios y a la vez una lengua en una de sus tetillas. Quiere quedarse inmóvil, sintiendo el tacto que le recorre, los poros electrizados, las manos que no cuenta y le acarician, se pregunta si serán las de la morena violagambista —¿Axa?— o las de la laudista —¿Fátima?—. Podrían ser incluso las de la danzarina Marién. ¿O son ellos los cautivos?
A Lope le laten besos en las sienes, se le derraman por el cuello, siente a un tiempo caricias en el torso y la húmeda escalada de lenguas en los muslos y en las ingles. Siente la verga hinchada, desenvainada, latiendo, y el escroto húmedo y caliente por los besos y los lametones. Abre los ojos un momento. Ana le mira desde los pies de la cama y se introduce la polla hasta el fondo de la garganta. Él suspira. La lengua da vueltas alrededor del glande, pequeños roces que le excitan muchísimo. Axa entonces se tumba a su lado y le besa. Le impresiona su belleza exótica, y ambos se empiezan a devorar con los labios y las lenguas. El trata de incorporarse un poco y abrazarla. Ella le lleva la mano al coño empapado. Lope deja los dedos deslizarse y siente el clítoris hinchado entre las yemas. Entretanto, Ana libera su sexo. Axa se gira y le ofrece sus nalgas, curvando una espalda larga que termina en una cintura esbelta. Él se abraza para mantenerla pegada y siente su olor, lame su cuello, masajea sus pechos de anchas areolas y siente al mismo tiempo cómo Ana se ha tumbado a su espalda y le besa y acaricia, frotándose contra su cuerpo. Los poros no dan abasto para tantas sensaciones.
En medio del tumulto escucha jadeos al otro lado y ve a Claudio follando por detrás a Fátima, la laudista, arrodillada sobre la cama, con Marién tumbada debajo, besándola y acariciándole el clítoris. Aceleran. Lope entra en Axa tal como está, y la respiración se le agita aún más. Se deja llevar, vuelve a cerrar los ojos para sentir más intensamente. Los pechos de Ana le hacían cosquillas en la espalda mientras se frotaba, y ahora ella se demora en dulces besos y le lame una oreja. Delante tiene el cuerpo fibroso de Axa, que se bambolea a placer con el culo en pompa con el fin de dejarle entrar más hondo, más dentro. Ambos ya jadean. Sabe que si sigue así va a llegar al orgasmo demasiado pronto, por eso decide parar un momento y se tumba boca arriba, con una mujer a cada lado. Pero ellas no le dan tregua. Ana se monta primero encima, le toma e imprime ritmo. Está muy excitada. Axa se pone delante de ella, las dos sobre el poeta, y la besa con suavidad, mordisqueando sus labios. Luego baja hacia los pechos. Lope sólo ve el sexo esplendoroso, moreno, de interior rosado, y el culo de Axa en primer plano. Comienza a lamer el clítoris de la violagambista, que se sacude en jadeos de inmediato mientras las dos se besan y siguen tocándose sobre el joven, que no puede más de excitación.
Vuelven a cambiar. Axa se pone a cuatro patas sobre la cama y Lope la penetra por detrás, con fuerza, cada vez más rápido. Siente a los lados del pubis las nalgas de la chica, cada vez más abiertas y elásticas. Rebota contra ellas una y otra vez mientras Ana le besa a él y la toca a ella, pezones, cintura y clítoris. Los tres cuerpos tiemblan a la vez, como en una danza pagana. Llega un momento, cerca del éxtasis, en el que los tres se abrazan con fuerza y gritan mientras Lope se corre dentro de Axa, porque no puede más, justo cuando Ana le muerde dulcemente mientras le besa. Cae exhausto, sudando, con la respiración agitada y la sorpresa de ver que sus dos compañeras se acarician y besan mutuamente hasta alcanzar justo a su lado el orgasmo a la vez. Las contempla. Por primera vez no quiere pensar, solo recobrar el aliento…
Un momento después sólo se oye el crepitar de las chimeneas, la respiración de todos se calma y por fin Lope se levanta para comer unas uvas. Da un trago de vino. Mira en derredor. Vuelve a hacerse preguntas.
—¿Y qué hacíais en la iglesia esta mañana?
—Debíamos una visita a un amor antiguo —responde Ana, divertida. Ya os he dicho que servimos al amor como vos al rey.
—¿Un antiguo novio? ¡Qué picante misterio! ¡En un convento!
—No, un poco más antiguo. Por si no lo sabíais, en este monasterio están enterrados Pedro I y su esposa, Inés de Castro, una noble española, por cierto, que fue degollada, para impedir que reinara junto a su amor, en 1355. El asesinato se cometió en un lugar que ha pasado a la historia como la Quinta de las Lágrimas. Cuentan que Pedro mandó, cuando fue coronado años después, que la sentaran en el Trono, que sentaran su cadáver engalanado para recibir el homenaje de la corte.
—¿Cadáver? ¡Qué locura!
—O qué venganza del amor constante, más allá de la muerte. Decís bien —Ana le atrae y vuelve a tumbarse junto a él. Le acaricia el pecho—. Antes de partir para Lisboa mañana deberíais visitar sus túmulos y presentar vuestros respetos. Son dos tumbas de lo más hermoso, con ángeles cuidando de los amantes.
—¿Entonces nos dejaréis salir de aquí? —interrumpe Claudio, súbitamente—. Pensaba que ya no saldríamos de esta con vida —todos menos él ríen a carcajadas—. ¡Pero ha valido la pena! —aclara—. Creí que seríais hechiceras, que nos perderíamos para siempre… —más risas—.
—¡…Como Ulises! —ataja Lope, galante—. Si no sois sirenas, ninfas o harpías. ¿Quiénes sois, bellas señoras, que habéis convertido el amor en vuestro único juego?
—Es un juego deleitoso y es un fuego peligroso, ya sabéis. Dos caras que giran en la misma moneda. Un gran poeta portugués ha escrito: «Amor é fogo que arde sem se ver; / É ferida que dói e não se sente». Tirad vuestra moneda con cuidado, Lope.
—¿Con cuidado? Mi señora, cuando mañana regrese a Lisboa después de mi heroica misión contra el inglés, y de sucumbir en vuestra tierna batalla de hoy, aún me espera el destierro a las puertas de mi Ítaca. Soy soldado de mala fortuna, todavía.
Ana le besa y él vuelve a excitarse.
—Os equivocáis. Aún no lo sabéis, querido poeta, pero la fortuna ya os sonríe.
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