En la cultura japonesa, quitarse la vida por desentrañamiento es una despedida honrosa. De hecho, fue así como se fueron los 47 rōnin en los albores del Periodo Edo. Inmortalizados en la leyenda nipona por excelencia —que toma de ellos su título—, el gran Kenji Mizoguchi les dedicó una de sus obras maestras: La venganza de los 47 samuráis (1941). Conocida como el seppuku o harakiri, esta de abrirse el vientre de izquierda a derecha, practicándose una incisión certera y profunda con un pequeño puñal conocido como tantō, es una tradición prohibida desde 1873, lo que no impidió que en 1970 Yukio Mishima y uno de sus discípulos se hicieran el harakiri en el cuartel general de Tokio del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa de Japón, en señal de protesta por la degradación moral que, a su juicio, suponía la occidentalización del país.
En el Occidente cristiano, empero su creciente laicismo, la cosa es bien diferente. Esa secularización de nuestra sociedad en los últimos años no ha sido suficiente para acabar con la antigua idea de que Dios es el único dueño de la vida de las personas, de modo que al suicida se le considera un asesino de sí mismo y se le niega el camposanto. Los suicidas que iban como tales a la tumba duermen el sueño eterno en cementerios civiles. Ante este panorama, sus deudos ocultaban el asunto como una vergüenza, recurriendo al inevitable “paro cardiaco” en el certificado postrero.
Es ahora cuando empiezan a dejar de obviarse, en las noticias biográficas y necrológicas, esa última decisión que tomaron los más infelices y desesperados, alucinados hasta el punto de ver en la Parca la solución definitiva. Kenneth Anger —tan aficionado a las desdichas ajenas como cualquier otra lengua viperina— recuerda en el segundo tomo de su Hollywood Babilonia (Tusquets, 1985), que siempre ha habido tantos suicidas entre aquella alegre colonia que pueden dividirse por categorías. Los actores se mataban envenenándose con el monóxido de carbono de los gases procedentes del tubo de escape o, directamente, se estrellaban con el coche. Tampoco faltaban los del clásico pistoletazo. Las actrices se inclinaban por la ingestión de pastillas: somníferos, calmantes… cualquier cosa que las llevase a la muerte sin sentirla. Eso sí, los suicidas siempre eran intérpretes —entre los técnicos la triste estadística es igual que pueda serlo entre los agrimensores—, porque para los actores, delatar ante las cámaras una enfermedad, un rasgo de envejecimiento o cualquier debilidad física era la peor de las maldiciones.
A este respecto suele hablarse de esas estrellas que retiraban los espejos de sus mansiones cuando la imagen que les devolvía empezaba a mostrar el paso de los años. La inolvidable Pier Angeli fue mucho más romántica que todo eso y se decidió por los barbitúricos cuando estaba a punto de cumplir los cuarenta. Corría el año 1971. La suya fue esa época en que las estrellas, como mucho, tenían treinta y nueve años. Exactamente la edad a la que Brigitte Bardot —una de las grandes musas de aquella pantalla— se retiró para cuidar de sus animales.
Pier Angeli tampoco quería que sus admiradores la vieran tocada por el curso del tiempo. Le abrumaba la idea de hacerse vieja frente al implacable objetivo. Y la fuerte depresión en que le sumió lo inevitable fue a sumarse a los problemas económicos, al declinar de su carrera y al desequilibrio crónico que arrastraba desde que el treinta de septiembre de 1955 James Dean mordió el polvo. Sí señor, el primer icono de la sedición juvenil del amado siglo XX fue su chico, el gran amor de su vida. Lástima que el tiempo de Pier Angeli también fuese aquel en que las chicas aún hacían caso a sus madres en cuestiones de amoríos. Máxime las nacidas en Cerdeña, como era el caso de nuestra suicida. Porque la triste Pier lo era hasta el punto de conmover a la afición con la hondura psicológica que imprimía a los personajes. En honor a la verdad, puede que Enrichetta Romiti, su progenitora, le impidiera el noviazgo con Dean a causa de las licencias y disipaciones a las que, según se decía, se entregaba el incipiente mito cuando acababa el rodaje.
Anna María Pierangeli —formó su nombre artístico dividiendo en dos palabras su verdadero apellido— nació en Cagliari, la capital sarda, en 1932. Dieciséis años después, estudiando interpretación en Roma fue descubierta por el realizador Léonide Moguy, quien le confió un papel de peso en Mañana será tarde (1949). Distinguida con el premio correspondiente a la mejor actriz italiana de reparto de aquella temporada, la Metro no tardó en ofrecerle un contrato lo suficientemente ventajoso para que se trasladase con toda su familia a Hollywood. Ya en California, su hermana gemela, que en principio no quería ser actriz, debutó en el cine, con el nombre de Marisa Pavan y a las órdenes de John Ford, en El precio de la gloria (1954). Si los hermanos gemelos se complementan, como estiman quienes tienen algunos entre sus familiares, si uno es cualquier cosa y el otro todo lo contrario, Marisa siempre fue la equilibrada; la maravillosa Pier, la del desequilibrio.
Teresa (Fred Zinnemann, 1951), el arranque de su filmografía en Hollywood, no pudo ser más brillante. En sus secuencias incorporaba a una muchacha italiana, casada con un soldado estadounidense durante la guerra, que se instalaba en América junto a su marido. Aquellos también eran los días en los que la exuberancia de Sophia Loren comenzaba a llamar la atención en la cartelera estadounidense, Pier Angeli —cuyo encanto, amén de una belleza serena y melancólica, empero su desasosiego, siempre fue el de las chicas tristes— se desmarcaba totalmente de la italiana prototípica de Hollywood. Ya en el estrellato, protagonizó junto a Stewart Granger el drama criminal El milagro del cuadro (Richard Brooks, 1951) y tuvo un romance con Kirk Douglas tras actuar junto a él en uno de los fragmentos de Tres amores (1953), filme de episodios dirigido por Vincente Minnelli y Gottfried Reinhardt.
Pero el verdadero amor de Pier fue James Dean, a quien conoció en 1954. “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido”, escribe Pablo Neruda en su célebre Poema 20. El noviazgo entre la actriz y el entonces aprendiz de mito sólo duró cuatro meses, pero nunca habrían de olvidarse el uno al otro. Cuando la madre de la interprete provocó la ruptura, Pier Angeli se casó con el cantante de origen italiano Vic Damone. Se ha escrito que a Dean no le gustaban las chicas, pero también que se encontraba a la puerta de la iglesia donde su exnovia acababa de contraer matrimonio. Al verla salir, ya esposa, llamó su atención acelerando con su motocicleta antes de irse. Lo que sigue es historia: Dean mordió el polvo al estrellarse con su Porche Spyder 550 el treinta de septiembre del 55.
La filmografía estadounidense de Pier Angeli se prolongó hasta 1958, como su primer matrimonio. Al volver a Europa tenía en su haber un par de cintas protagonizadas junto a Paul Newman, los dos primeros papeles estelares del actor: El cáliz de plata (Victor Saville, 1954), un peplum bíblico donde la actriz recreaba a la perfección uno de los prototipos del género, el de la bella cristiana; y Marcado por el odio (Robert Wise, 1956), la vida de Rocky Graziano desde su infancia neoyorquina hasta su ascenso al pugilato, donde llegó a ser campeón mundial del peso medio.
El arranque de su filmografía europea fue brillante, auspiciado por dos títulos del inglés Guy Green memorables. SOS Pacífico (1959), el primero de ellos, versaba sobre un accidente aéreo; Amargo silencio (1960), el segundo, es arte mayor. Ni más ni menos que una de las cintas canónicas del Free Cinema inglés de los años 60. Su asunto, sobre una huelga ilegal, que obedece a intereses espurios, puede considerarse en la estela de La ley del silencio (Elia Kazan, 1954). Tras Sodoma y Gomorra (Robert Aldrich, 1962), otro peplum bíblico enmarcado dentro de la diáspora italiana de Hollywood, llego el declive. Bien es cierto que entre las cintas del último tramo hay delicias como Pánico en Bangkok (André Hunebelle, 1964), una entrega de O.S.S. 17, uno de los más simpáticos agentes secretos surgidos a raíz del éxito de James Bond.
Pero la suerte de Pier Angeli ya estaba echada. Tampoco encontró el amor en su matrimonio con el músico Armando Trovaioli, con quien estuvo casada entre 1962 y 1969. Volvió a Hollywood y ya no resplandecía. Las estrellas, cuando dudan, mueren. No olvidaba a Dean, no tenía dinero, no quería hacerse vieja. Ante semejante panorama, el diez de septiembre de 1971 decidió que ella no iba a cumplir cuarenta años.
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