No puedo evitar ver cierta vinculación. Desde hace años (sobre todo desde que existen las redes sociales), los programas de televisión y radio, los diarios, la publicidad, se han volcado en la continua adulación de sus espectadores, oyentes, lectores y clientes. Se los insta a “sentirse importantes” con apelaciones del tipo: “Participa”, “Tu voz cuenta”, “Tú decides”, “Da tu opinión”, “Todo está en tus manos”. Mucha gente, incauta y narcisista por naturaleza, se lanza a gastar dinero (cada llamada o tuit cuesta algo) para hacer notar su peso en cualquier imbecilidad: quién ha sido el mejor jugador de un partido o quién debe representarnos en Eurovisión; quién debe ser expulsado de Gran Hermano o ganar tal o cual concurso de cocina; si Blatter y Platini deben dimitir de sus puestos en la FIFA, y así. Los periódicos online ofrecen gran espacio para los comentarios espontáneos sobre un artículo o una información, las pantallas se llenan de mensajes improvisados e irreflexivos sobre cualquier asunto. Es decir, mucha gente se ha acostumbrado a ser “consultada” incesantemente acerca de cualquier majadería, cuestiones intrascendentes las más de las veces, meros juegos sin consecuencias. Al fin y al cabo, ¿qué importa quién venza en un concurso o quién cante en un festival? Pero nuestra vanidad es ilimitada, y cada cual cree que, con su voto o su opinión, ha intervenido y ha gozado de protagonismo.
Parece algo inofensivo y baladí, pero sospecho que en estas ruines lisonjas está el origen del progresivo abaratamiento del sistema democrático, y lo peor, lo más engañoso e irresponsable, es que no son pocos los partidos políticos que recurren a estas técnicas; que se inspiran en esta frivolización y se pretenden “más democráticos que nadie” mediante los referéndums, los plebiscitos, los asambleísmos, las votaciones “directas” sobre lo habido y por haber. Se pregunta a “las bases” con quiénes se ha de pactar o gobernar, y de ese modo los dirigentes se eximen de responsabilidades. Se pregunta a la ciudadanía (como ha hecho Carmena en Madrid) si cree que hay que remodelar la Plaza de España, de lo cual se enteran cuatro gatos y votan la mitad sin tener mucha idea de lo que realmente opinan o de si tienen opinión (de lo que se trata es de participar en lo que sea); Carmena da por válida la respuesta de los dos gatos y acomete la enésima obra destructiva de nuestra ciudad. Podemos y la CUP no cesan de consultar a sus militantes, eso sí, bien teledirigidos para que voten lo que defienden sus líderes. Italia inquirió a sus electores sobre prospecciones petroleras (!), y, claro, no hubo quórum. Hungría a los suyos sobre las cuotas de refugiados, Grecia a los suyos si aceptaban el tercer rescate de la UE. Holanda sobre no sé qué. Y Suiza, bueno, es la pionera, allí se consulta a la población acerca de cualquier minucia. Hay cuestiones –poquísimas– para las que sí conviene un referéndum, como la independencia de Escocia o la del Quebec, dada la trascendencia de la decisión. Pero ni siquiera el celebrado para elBrexit cumplía esos requisitos: no había un clamor exigiéndolo, ni siquiera urgencia, y todo fue un estúpido e irresponsable farol de Cameron, que podía haberse ahorrado anunciando en su programa que mientras él gobernase el Reino Unido permanecería en la UE.
Al día siguiente del triunfo del Brexit, el 7% de los votantes favorables a él ya estaban arrepentidos, asustados y solicitando una segunda vuelta. ¿Cómo se explica? Tengo para mí que alguna gente se ha contagiado de las continuas votaciones “populares” de la televisión y las redes. Para ella todo se ha convertido en un juego, y ya no distingue entre echar a un concursante de la casa de Gran Hermano y decidir algo, en serio, que puede arruinarle la vida o cambiarla para mucho peor. Votan con la misma despreocupación, hasta que al día siguiente se dan cuenta y exclaman: “¡Dios mío, qué he hecho! Esto sí traía consecuencias”. Los dirigentes que apelan a la “democracia directa”, a los plebiscitos, a los referéndums en serie, deberían ser rechazados, por comodones, incompetentes y cobardes. Si siempre se cubren las espaldas preguntando al “pueblo”, ¿para qué diablos son elegidos? Son pura contradicción o caradura: “Quiero un sillón, pero cada vez que deba tomar una medida peliaguda o impopular, cargaré a la gente (manipulada) con la responsabilidad” (a los cuatro o dos gatos que, halagadísimos, se molesten en responder). Tenemos democracias representativas, y elegimos a alguien presuponiendo que sabe más que el común. En contra de las apariencias, los que recurren a las consultas sin parar suelen ser los menos democráticos. Para mí hay otro viejo adjetivo que los define: demagógicos, eso es más bien lo que son.
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Artículo de Javier Marías publicado en El País Semanal el 10 de julio de 2016.
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