[Imagen: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, XXVIII: IDÉNTICA
—Eres idéntica a tu madre, Susana. Pero idéntica.
Eso le decían siempre, desde que tenía uso de razón. Idéntica a su madre. Pero idéntica.
—Tienes exactamente los mismos ojos, la misma nariz, las mismas manos… hasta la voz tienes igual que ella.
Tenía todo igual que ella, a decir de la gente y de la decena escasa de fotografías que sobrevivieron al incendio. Ninguna de las imágenes era lo bastante clara, por desgracia. Se habían hecho años atrás, con una cámara barata, sin ningún esmero. El hollín y el agua habían terminado de arruinarlas. Pero eso era cuanto le quedaba de la mujer que la engendró. Fotos viejas. Y la cantinela eterna de quienes sí tuvieron la suerte de conocerla.
—Eres idéntica a tu madre, Susana.
Se lo repetían una y otra vez. Sonreía al oírlo, procurando mostrarse cordial, halagada por un cumplido que desde niña supo que estaba envenenado.
—Qué barbaridad, esta chica… —comentaban por el barrio al verla pasar en su bicicleta—. Es igualita, pero igualita a Susana la Madre.
Porque resulta que también el nombre era el mismo. Susana la Hija, Susana la Madre. No siempre habían usado un título tan amable. Susana había sido muchas cosas antes de dejar este mundo. Había sido respondona, desobediente, ingobernable. Demasiado soberbia como para conformarse con la modesta pescadería que daba sustento a su familia. La fresca que se quedó embarazada y que nunca quiso desvelar el nombre de su amante. La desagradecida que se largó del pueblo sin despedirse siquiera, dejando una simple nota para sus pobres padres, rompiéndoles el corazón. La que, salvo algunas postales escuetas en fechas señaladas, había cortado todo lazo con su gente. La loca que se empeñó en pintar, pese a no tener el menor talento, y que llenó su pequeño piso de madre soltera con cuadros y más cuadros, en un delirio de rosas, agapantos, anémonas y siemprevivas, empeñada en colorear cada lúgubre esquina de su vida. Y de la de su hija.
También fue cosas peores. Y tuvo nombres peores. El barrio gris de la ciudad a la que escapó no hizo esfuerzo alguno por mostrarse acogedor. No hasta que la tragedia de su muerte obró el prodigio de redimirla, un poco a regañadientes. Solo una persona le tendió la mano sin preguntas. Leandro, el florista, un solterón de mediana edad que le dio trabajo armando ramos para novias exultantes, esposos recientes y viudas nostálgicas. Susana, la Hija, se acostumbró desde chiquilla a llamarle “Padrino”, a los caramelos rancios que le metía en el bolsillo del abrigo, a su mirada azul y socarrona. Nunca le pidió que le llamara “Papá”, ni “Abuelo”, ni siquiera cuando se hizo cargo de ella. Nunca le pidió nada. Tampoco le dijo jamás que se parecía a su madre. Le quiso más que a nadie ya solo por eso.
Porque, en el fondo, siempre le dio miedo que fuera cierto. Que todos acertaran. Que su madre y ella fueran idénticas, pero idénticas, hasta los más mínimos detalles. Idénticas en su modo de andar, en sus manos, en sus voces. Idénticas en sus manías, en su obsesión por las flores, en el placer inexplicable del olor a pintura, en el asco incomprensible por el tacto de los periódicos húmedos, en las pesadillas sobre montañas de sal y ojos brillantes como cristales, en la fascinación por las llamas. En la locura secreta, escondida muy adentro, creciendo como un tumor maligno, poco a poco y en silencio. Devorándolo todo a su paso.
Le aterraba que fueran idénticas. Y, cada vez que alguien se lo recordaba, un nudo de cuerda le apretaba el estómago. Implacable, como una sentencia.
Por eso era tan raro que la echara de menos. Pese a no haberla conocido apenas. Pese a los demonios oscuros que trajo a su vida y que supieron derrotar a los cuadros de colores. Si, finalmente, también ella terminaba embrujada por el fuego, quizá al menos pudiera volver a verla. Tan guapa, tan libre, como la imaginaba en sus sueños. Con el vestido rojo, bailando descalza entre los monstruos de humo negro.
Hasta entonces, seguía comprándole una rosa. Cada día.
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