Hubo un tiempo en que Julio Llamazares y yo nos veíamos más por razones de cercanía laboral. Él era –y lo sigue siendo– autor de Alfaguara, y yo trabajaba en esa Casa, entonces perteneciente a Santillana, hoy como marca importante en Penguin Random House Mondadori. Cada vez que volvemos a vernos, como hace unos días en el homenaje a Juan Cruz, todo sigue fluyendo con la naturalidad con la que los amigos se reencuentran tras el paso el tiempo, como si fuera un “decíamos ayer”.
Según contó el mismo Llamazares, en su entorno infantil no había nada que le empujara hacia la literatura. De pequeño vivió en un pueblo minero en donde no había libros y le faltó un ambiente literario, hasta se puede decir que tuvo todo lo contrario. Sin embargo, se recuerda escribiendo desde los ocho o diez años. Tras excluir otras carreras estudia Derecho pero él ya sabía que a lo que quería dedicarse era a escribir; aun así, ejerció de abogado un año. Ve en el periodismo otra faceta de la literatura y ese afán por contar le permite vivir de lo que escribe. Pero no solo concibe el periodismo como un paso hacia la literatura, porque Julio sigue escribiendo libros y sigue haciendo periodismo.

Vegamián hundido en 1968 en el pantano del Porma, o como escribió Llamazares: “Distintas formas de mirar el agua”
La primera vez que hablamos fue por teléfono. Coincide en el tiempo con el principio de su novela El cielo de Madrid, cuando dice que “en el verano de 1985 todos teníamos treinta años”. Yo dirigía la revista Zona cero y le llamé para pedirle un artículo sobre Vegamián, su pueblo hundido bajo las aguas del pantano del Porma. No solo lo hizo y lo mandó a tiempo sino que hablamos mucho y de forma muy cordial. Años más tarde en Madrid, con la editorial como pretexto, como dije antes, quedábamos de vez en cuando para cenar y nos divertimos mucho hablando de todo menos de literatura, si acaso alguna vez de poesía, pero de la suya porque durante un tiempo estuve a punto de publicarla, reunida en un volumen que según él, con el sentido del humor que le caracteriza, podría haberse titulado Sobras completas. Fue cuando yo vine a vivir al Foro, al mismo barrio que él describe en El cielo de Madrid, que entonces también era el suyo. Ahí están la plaza de Las Salesas con su mendigo, la calle Campoamor, la de Santa Teresa, los restaurantes El Nueve, el Bogotá y, en fin, lo que circunda el barrio de Chueca (en los 80 él vivía en la calle Gravina), que linda con Malasaña y con Chamberí, y también cerca de la Plaza de Alonso Martínez que es por donde estuvo el famoso Limbo, el bar en el que los parroquianos de su novela veían otro cielo pintado en el cielo raso.
Julio Llamazares es un ejemplo de antidivo. Siempre tuvo puesto ese traje, o ese jersey, porque con traje será difícil verle. Ha sido un autor de éxito, luego ha estado bastante oculto –tal vez el éxito le hiciera recordar que era mortal– y por eso, gracias a que ha mantenido su cabeza bien amueblada sobre los hombros, vive un momento dulce tanto en la creación literaria como en lo personal.
No hace mucho, en estas mismas páginas de Zenda, José Belmonte escribió una sabia reseña sobre El viaje de don Quijote, de Julio Llamazares, en la que decía que “también está ese otro Llamazares de las cosas pequeñas y sencillas. Señor de la intrahistoria”. Lo que dice Belmonte a propósito de este libro es de una justeza y de una verdad que solo quien se ha manchado de vida y de literatura es capaz de contarlo así:
“El viaje de don Quijote es un libro serio hasta donde tiene que ser serio. Porque retazos de humor y retranca fina nunca falta, como en ese pasaje en el que nos hace partícipes de su perplejidad cuando el dueño del hotel donde nuestro autor pernocta aduce sus razones por las que Cervantes nació en Alcázar de San Juan. Asegura que, cuando iba a morir, alguien le preguntó de dónde era; a lo que respondió que de Alca…, dejando ahí la cosa al ser abatido por la parca. Llamazares, con su aportación, ha hecho más por el Quijote que muchos de los conocidos y reputados cervantistas. Y lo hace a su aire. Con la misma libertad que rezuma el Quijote, una novela que, por imaginaria, ocurre en todos los lugares y en ninguno”.
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