Todo empezó con una depresión. Me ciño a la leyenda, que es la mejor coartada para contar algo sin mucho estorbo. El rey indio Kalid había perdido a su hijo en la guerra y no levantaba cabeza. “Hasta que un día se presentó en la corte un brahmán, que anunció que él podía poner fin a la tristeza del rey con la ayuda de los dioses”. Lo cuenta el periodista Jorge Benítez en el estupendo libro Nieve negra (Libros del K.O.). Lo que el brahmán traía era un juego de ajedrez. Y el juego consiguió que el rey sanara. Y se hizo popular en toda la corte y más allá.
No recuerdo si Arturito Pomar tuvo también depresión (no recuerdo si algo así se contaba o insinuaba en El peón, el libro de Paco Cerdà en Pepitas de Calabaza), pero no me cuesta ningún trabajo imaginársela. El franquismo tomó a este mallorquín repeinado como niño prodigio del ajedrez mundial y luego lo desechó cuando dejó de hacer gracia. Con sólo 12 años logró hacer tablas con el ruso Aleksander Alekhine, campeón absoluto vigente. Con 31, cuando ya hacía mucho que no salía en el NO-DO, pidió permiso en la oficina de Correos en la que trabajaba, en Ciempozuelos, para que le dejaran irse al Torneo Interzonal de Estocolmo, clasificatorio para el campeonato del mundo. Le respondieron que bueno, muy bien, pero que no iba a cobrar durante su ausencia y que además tendría que pagar su propio reemplazo. Pomar se fue solo a Suecia. «Solo» quiere decir sin el más mínimo asesor, ayudante, entrenador, amigo. Sí le acompañaba un pequeño libro de aperturas de ajedrez que valía 15 pesetas de 1962. Eso es todo. En Estocolmo Arturito lo hizo muy bien, pero el resto de jugadores y su séquito de asistentes y estudiosos, que analizaban partidas mientras la estrella dormía, le terminaron agotando. Quedó el 11º de 23º y no pasó el corte. Se trajo a España un premio de consolación: un empate contra el caníbal Bobby Fischer, y una frase sospechosamente redonda y afín a la leyenda maldita de Arturito, por parte del extraño campeón americano: “Pobre cartero español. Con lo bien que juegas, tendrás que volver a poner sellos cuando acabe el torneo”.
El prestigio intelectual del ajedrez es imbatible. No le falta ni un libro de Stefan Zweig. Lo adornan leyendas fundacionales (como la del rey Kalid), episodios históricos que parecen hechos por guionistas (como el de Napoleón perdiendo contra una ingeniosa máquina autómata, El Turco, que engañó a mucha gente durante bastante tiempo) y, más recientemente, lo magnifican las brumas de la Guerra Fría. Dijo en 1988 Jeane Kirkpatrick, embajadora de EE.UU. en la ONU durante la presidencia de Reagan: “Los rusos prefieren jugar con nosotros al ajedrez, y nosotros al Monopoly. La cuestión consiste en si ellos logran darnos mate antes de que estén en bancarrota”. Y reflexionaba Guillermo Altares en Babelia esta semana: “Todos los juegos de mesa, empezando por el Monopoly o el Risk, se alzan como metáforas de la realidad y de las sociedades que los crean. Pero ninguno tiene un poder evocador similar al del ajedrez”.
¿Es un deporte? ¿Es un misterio? ¿Es un producto extraterrestre, como insinuaba Kárpov? ¿Es una disciplina intelectual donde no influye nada la suerte? La gracia, por lo pronto, es no contestar estas preguntas. La gracia del ajedrez son sus historias. Hay una magnífica sobre el campeón polaco Akiba Rubinstein que ha exhumado también Benítez en Nieve negra. “Cuando los nazis entraron en Polonia fueron a registrar el sanatorio. ‘¿Hay judíos en vuestra clínica?’ ‘Sí’, respondió el doctor, ‘está el famoso gran maestro de ajedrez Akiba Rubinstein, pero está loco’. ‘Quiero entrevistarme con él. Comprobaré lo que usted dice’. Entra el oficial en la habitación donde está postrado el maestro y le pregunta: ‘¿Es usted Akiba Rubinstein, judío?’ ‘Sí, señor’. ‘Levántese ahora mismo, ¡venga conmigo!’ ‘¿Para qué?’ ‘¡A trabajar!’ ‘Ah, a trabajar… ¿adónde?’ ‘¡Al campo de concentración!’ ‘¡Magnífico, eso me encanta!’ Y Rubinstain se puso la chaqueta como quien va a la ópera. ‘¡Quédese, quédese aquí, verdaderamente está loco!’”.
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