La nueva serie española de Netflix, Los favoritos de Midas, se inspira en el relato de Jack London (The Minions of Midas) para elaborar un complejo mapa de ese invisible entramado de fuerzas que determinan nuestra realidad, el convulso contexto político, económico y social en el que vivimos. Hay algo profundamente inquietante en estos seis episodios estrenados por la plataforma de streaming, y es que, quizá, estemos viviendo los últimos estertores de una sociedad del bienestar a punto de ser tomada al asalto por un capitalismo que no necesita de golpes de estado para penetrar.
No falta de nada y todo es familiar en la serie concebida por Mateo Gil, antaño compañero de guiones de Alejandro Amenábar, que apenas tiene que imaginarse unos diez o quince años en el futuro (así se enuncia en un momento de la serie) para dibujar un panorama desesperanzado pero verosímil… aunque la excesiva pulcritud y falta de tensión de la serie acabe jugando en contra.
Lo hace con el relato del chantaje al que es sometido Víctor Genovés (Luis Tosar), el inesperado heredero de un grupo de comunicación que trata de convertir un obsoleto periódico en papel en una referencia ideológica nacional. Mateo Gil y Luis Tosar retratan a Genovés como el último empresario con conciencia, un tipo solitario con todo en contra y al que le toca decidir en última instancia si ceder a las exigencias de Los favoritos de Midas, un misterioso grupo que le pide desorbitadas cifras de dinero a cambio de no matar a una persona al azar cada pocos días.
Hablábamos (escribíamos) de verosimilitud. Pero eso no equivale a verdad, y ahí está el problema de esta digna serie que hubiera necesitado de más pasión, personalidad y arrojo. El tratar de convencernos con discursos juega en contra de Los favoritos de Midas, serie que flaquea en ocasiones por su exceso de seriedad y en la que, eso sí, hay que aplaudir una puesta en escena que es, ante todo, elegante. Madrid aparece retratado como una urbe nocturna, compleja, moderna e incluso bonita, algo que agradecemos en cierta medida los espectadores hartos de cierto complejo de inferioridad en el cine patrio.
No obstante, y necesarias manipulaciones narrativas aparte, la serie adolece de un giro final traidor, apresurado (que aquí no contaremos) que violenta la integridad del protagonista, y aquí no hablamos solo de su sentido de la moralidad. Los favoritos de Midas es una serie bastante buena como relato de la crisis de conciencia de un empresario que ya no puede mantener sus maneras moderadas, pero su pesimismo resulta ingenuo y un tanto cansado, como naíf y grandilocuente es también el retrato del mundo y la ética periodística que Gil trata de contraponer al de los negocios.
Quizá pequemos de cínicos nosotros mismos, pero tanta intensidad en los diálogos, reacciones y situaciones (incluyendo una historia de amor insoportable) juegan en contra de la serie de Mateo Gil, que desde luego se beneficia de la solvencia de dos de sus protagonistas… y aquí me refiero, por supuesto, a Luis Tosar y un Guillermo Toledo capaz de retomar la senda de la actuación más allá de los exabruptos en redes sociales, y de hacerlo con mucha solvencia.
El relato original de Jack London, que desgraciadamente no he tenido la fortuna de leer (aunque sí pueda recomendarles un título basado en un trabajo suyo y estrenado con más pena que gloria antes de la pandemia, La llamada de lo salvaje, protagonizada por un excelente Harrison Ford) profundizaba en la brecha entre dos fuerzas pujantes como el marxismo y el capitalismo. Lo mismo hace Mateo Gil en su libre adaptación, solo que actualizado y ampliado, planteando unas revueltas callejeras sin liderazgo ni reivindicaciones claras que, lo siento, tampoco se ganan las simpatías de nadie.
Mateo Gil plantea la posibilidad de construir un capitalismo con alma, pero no traza bien el arco que convierte a sus Favoritos de una suerte de invencible banda de indignados psicópatas (por cierto, qué poco partido sacamos a esa premisa) a parte integrante de un sistema deseoso de crecer, asimilar, dominar. La desapasionada pulcritud y nulo sentido satírico de la serie, además de una cierta falta de tensión, no ayudan a tragarnos la bola, aunque quizá esto no sea culpa suya sino el involuntario y mayor acierto de la misma, es decir: no solo el particular retrato de una realidad nacional que ya es sino, desde luego, el síntoma general de los esquivos, líquidos tiempos que nos va tocando vivir.
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