Que no se diga que nos disgusta clasificar. Abundan las listas de los diez libros más importantes para distintas personalidades.
Por estos lares celebran el inicio de una Feria del Libro en Miami enteramente telemática. Poco contacto, invitados grabados. De algún modo se logra hacer prescindible la única aparición estelar necesaria. La del libro.
Hace una semana, la saga de Canción de Hielo y Fuego rompió relaciones con la editorial Gigamesh. Poco importa la larga relación, la confianza depositada por el editor Alejo Cuervo en el autor George R. R. Martin. “La pela es la pela”. La relación entre Martin y Cuervo les ha reportado cuantiosas sumas a ambos. A nadie se le escapa que la recompensa por la confianza tiene forma de librería reformada en Barcelona o permitir al editor apostar por novelas de género fantástico y de ciencia-ficción, con menos gusto que otra cosa en la mayor de las ocasiones. Por tanto, a pesar de lo traicionados que parezcan sentirse los seguidores de la saga, ahora toca a la editorial catalana decidir con mejor criterio sus publicaciones. Los Siete Reinos no acudirán al rescate.
El futuro de estos libros tampoco debería preocupar a nadie. Dudo que ninguno de los dos principales sellos literarios en español dejara pasar una presa tan jugosa; esto si es que no había un acuerdo firmado antes incluso de que el contrato entre Gigamesh y Martin se convirtiera en cadáver caliente.
A mí la historia de Gigamesh, la ausencia de libros de fantasía de las listas mentadas, y personas actuando raro en ferias del libro sin libro, junto a los aires concomitantes a este comienzo de siglo, me hacen retrotraerme bastante al papel que la novela de fantasía tuvo en mi crecimiento personal.
Uno porta con indiferencia esa etiqueta de friki que antes constituía un insulto y más tarde The Big Bang Theory convirtió en elogio. No en vano me he leído la mayoría de lo publicado antes del 2010 de género fantástico en español e inglés, y parte de lo que ha sido publicado después. A esto sumémosle novelas gráficas, autores clásicos, y toda cosa con forma de escrito que cayera en mis manos. Pero en fantasía y ciencia-ficción soy, eso sí, el descendiente de un muchachito que fue un apasionado. Como tal, he mantenido largas charlas con presuntos personajes cultos, con escritores, filólogos, y julais —que decimos por Murcia— de pelaje vario sobre lo siguiente: no, El Señor de los Anillos no fue la primera obra del género. Si alguien quiere hacerse el entendido, que vaya tan atrás como hasta la Epopeya de Gilgamesh, allá por cuando Cristo aún no pensaba ni en los clavos, 2100 a.C.
Recuerdo incluso cuando mi librero, sin novedades literarias para mí, me mostraba un ejemplar casi escondido entre las pilas de libros, en el que no me había percatado antes. La razón era que no me apetecía leer más copias malas, y eternas, de la saga de Añoranzas y pesares, y que la editorial Gigamesh hasta ese momento me había aportado poca cosa salvo disgusto tras disgusto. Sin embargo, mi amigo el librero —a fuerza de verlo todas las semanas durante 19 años no podíamos sino terminar por ser amigos— me advirtió de la mala situación económica de la editorial, y que si no me llevaba ese ejemplar tal vez me arrepintiera en el futuro. Lo de arrepentirme era porque sabía que lo terminaría por buscar en inglés; antes de los inventos diabólicos como FNAC o Amazon, este era un vicio bien caro.
Y ahí comenzó mi relación con Canción de Hielo y Fuego. La verdad, admiro el trabajo técnico de Martin. Pero no lo colocaría ni en el top 20 de libros de fantasía. Sin embargo, seguí leyendo los libros porque alguien firmó un contrato para convertirlos en serie y la editorial pasó de verse chapando el chiringuito a quedarse sin ejemplares del cuarto volumen de la saga. Esto también es un recuerdo de otra época gloriosa, cuando los libros se agotaban tan rápido que si no reservabas o te dabas prisa tendrías que esperar una reedición. Se leía más pero también se publicaba menos; hoy día parece que los mandos de la industria los tiene un señor que antes vendía hamburguesas. Bien, el idilio, como decía, ahí estaba. Sin pena ni gloria. Apareció la serie y vi medio capítulo. Es cuanto sé. Pero seguí leyendo los libros, hasta el momento, en Danza de Dragones, en que Martin se carga a Jon Nieve. No, no me indigné como una fan loca. O casi. Lo que sucedió fue que las circunstancias de la muerte del personaje rompieron el pacto ficcional que el autor y el lector establecen. Martin estaba tan presionado por mantener esa afición suya de matar a los personajes más queridos, por seguir ofreciendo la sensación de ultraje y sorpresa al lector, que se pasó el pacto por el forro. Nos tomó a los lectores por tontos. Y hasta ahí, este no llega. En la misma página en la que el pacto se rompió, cerré Canción de Hielo y Fuego para siempre. Hasta ese punto de locura y frikismo llega uno.
Se daba una circunstancia muy triste en el panorama literario. Los libros publicados empezaban a vivir menos tiempo en los estantes de novedades, e incluso en los de las librerías. La calidad de lo publicado, en cualquier género, decaía a un ritmo alarmante. De veras, se trataba de una catástrofe. Incluso los libros redujeron la calidad del papel y la encuadernación. Imprimir al vacío empezó a ser tendencia. Uno contemplaba todo aquello como si unos extraños se colaran en el interior de la casa, caminaran por todas partes con botas sucias y reordenaran todo a su antojo. En cierto modo fue lo que ocurrió.
Pero qué inocente. Tanto leer y no supe ver llegar al futuro, la cola de la serpiente. Porque el siguiente golpe lo impuso la influencia de las redes sociales en las agendas de publicación. Casi me rematan, he de admitirlo, cuando estos virus llamados influencers pensaron que por qué no, qué coño, ellos también escribirían. Y las editoriales llamaron a un contable para que calculara el diez por ciento del número de seguidores de esta gente. El símbolo del dólar en las pupilas. Y así, en un suspiro, premios literarios en base a redes sociales, editoriales que miran antes los seguidores en Instagram que el manuscrito, agentes literarios que son más social media managers que lectores. Y Marwan es poeta. La verdad, pa tirarse por un puente.
Pero sobreviví. La primera norma que aprendí fue no despotricar contra ninguno de estos fenómenos. La segunda norma, más difícil, no mirar nunca en su dirección. O caerás al interior de la carpa de bufonadas que mezcla indignados con relativistas y cuentapropistas. La tercera norma fue leer únicamente autores fallecidos o libros previos al 2010.
Vosotros tampoco me creéis, ¿verdad?
Señor, perdóname, pues he pecado. He comprado demasiados libros posteriores a esa fecha. Tiré el dinero en Patria, de Aramburu. Me sentí morir con los nuevos “grandes autores de su generación”. No creo, en suma, o no recuerdo, leer nada escrito en estos tiempos que mereciera la pena. El infinito en un junco está ahí, esperando. Me tienta desde el horizonte. Pero es que uno tiene un trauma, y le preocupa lo que dice la estadística. Dice que acabaré leyéndolo, también que lo arrojaré varias veces contra la pared. Espero equivocarme.
Mas deseo regresar a la literatura de temática fantástica. Voy a utilizar el término de forma indistinta para referirme a literatura de fantasía y ciencia-ficción. La clasificación de la literatura de fantasía es un tema largo y complejo, y uno no desea el cargo de profesor. No pretendo aburrir a nadie. Sí que quiero señalar, a pesar de ello, que una de las características comunes de este género es evadir. Qué cosa más simple. También lo busca la literatura de ficción no fantástica. Claro. Pero en ella no hay magia, ni escenarios espectaculares, ni monstruos… No sé, la ficción no fantástica tiene su gracia. Pero no me veréis irme a una isla con ningún libro de dicha temática.
En tiempos de Coronavirus, depresión económica, tensiones desatadas y voces amplificadas que nos torturan y desean volver criaturas dementes, la lectura es más necesaria que nunca. Leer cualquier género. Encontrar la paz, la cadencia y el silencio de las letras. Pero para algunos, la fantasía cumple aquí un papel destacado. Cuestión de gustos.
Este artículo, no había necesidad de decirlo, es cuestión de gustos. Como todo. Si nos dejan.
Pero es que ni ahí, ni en un libro en medio de un paisaje inventado, con seres de formas imposibles y poderes inexplicables, se libra uno del tostón adoctrinador de los últimos años. Las novelas de género fantástico proceden en su mayoría de Estados Unidos, país de la falsa corrección política y las armas en los Happy Meals. Hay que cuidar las escenas de sexo, las violentas, debe haber una adecuada representación de la sociedad en las novelas, ya os imaginaréis el resto de la lista. Y claro, para esta clase de requisitos parece que alguien inventó a los mormones. Sus obras castradas desde un inicio por motivos religiosos encajan perfectamente en la época actual carente de libre pensamiento. Autores como Orson Scott Card y Brandon Sanderson venden tantos libros que no saben ni dónde colocar el dinero. Sus novelas tienen todo lo que uno busca en un libro de género fantástico al que se ha desprovisto de ingenio, de realismo, y al que, hay que decirlo, los autores han sabido añadir con maestría aquí y allá las representaciones de sus creencias religiosas. Nada en contra. Este que escribe solo se ofende si se gasta veinte euros en un libro y se encuentra con una obra cuya lectura se convierte en castigo y en obligación por respeto al dinero gastado. Este requisito también lo cumplen estos dos autores. Orson Scott Card entra en otro club más, el de “hazlo, pero que no te vean”. El autor ha emitido en el pasado comentarios racistas, pro-Trump, antisemitas y sexistas. Se da la feliz casualidad de que lo hizo antes de la llegada de la “Gran Corrección” y al señor no le ha caído el castigo merecido de perder lectores. Sus libros incluso se muestran como ejemplo de obras inclusivas y perfectas para la juventud. Me da la risa. El pobre de Sanderson de momento no ha hecho nada. Sospecho que se debe a que su persona es como los libros que escribe, aburrida hasta el extremo de buscar la autolesión como forma de sentir algo.
Cómo de mal no estará el control de contenido en las novelas de fantasía, que se pone a Neil Gaiman como ejemplo de autor transgresor. Un autor que suelo disfrutar, pero que es tan incapaz de transgredir que hasta las obras que crea destinadas a un público adulto se terminan editando para niños. Es británico, no toda la culpa es suya.
Pero en todo esto influye otro factor. El terminal, creo yo. E incluso el único. La adaptación de libros a series y películas. Con la explosión de merchandising respectiva. Un libro que carezca de las características de sosería exigida en Hollywood debe estar al menos dispuesto a ver sus diálogos y personajes cruelmente cizallados. Siempre a cambio de una generosa suma. Hubo quienes, hace mucho, se mostraron en contra de ser comprados. Ondearon, orgullosos, la bandera de la independencia del filtro moral americano. Hasta que, una tras otra, todas las editoriales y productoras abrazaron a papá dólar, y si un autor se disponía a vivir decentemente de su trabajo, se debía bajar el pantalón. Hay muchos ejemplos, pero me refiero, por supuesto, a Andrzej Sapkowski con los libros de Geralt de Rivia. Sus novelas, las más irrespetuosas, ocurrentes, violentas y sucias de cuantas el lector conozca, acabaron por poner el culo en pompa para que Netflix les hincara su contrato bien hondo. Y el autor polaco, que en el pasado presumió demasiado de sus principios artísticos, terminó subyugado, como todos. Él se llevó unos milloncejos, yo le perdí cualquier respeto.
No me gustaría que se echara toda la culpa a la industria estadounidense. Al final, el responsable es el consumidor. Y nosotros hemos consumido, y seguiremos consumiendo, lo que nos dan con mirada de expresión vacuna. Tampoco creo que la solución sea buscar en la producción nacional. Los autores de fantasía y ciencia-ficción españoles son terriblemente malos, sin una sola bendita excepción, y tienen el mal vicio de copiar a los ingleses o a los autores del romanticismo, creyendo que nadie más los ha leído y sabrá dar con el plagio.
Así que parece que vivimos una época donde la literatura contemporánea no existe porque no se la deja ser. Los creadores debemos pensar cada palabra mil veces antes de escribirla, pues ha de ser no solo adecuada, sino también blanda como una sopa de pan con leche. ¿Ven cómo se le empieza a encontrar sentido a la Feria del Libro de Miami sin libros, a Martin pagando la lealtad con traición o a personas resumiendo la literatura en unos pocos libros? En el agua tiene sentido llevar aletas.
Seamos conscientes, eso sí, de que esto de recortar los guiones, los textos, la imaginación, es un mal vicio de la raza humana de toda la vida de Yahveh. Los cuentos de los hermanos Grimm que conoce la mayoría son un recorte de los espeluznantes originales, que a su vez fueron recortes y plagios de novelas orales locales y leyendas de leñadores y cazadores inspirados por la magia inaprensible de la otrora mística Selva Negra. Tolkien se inspiró sin miramientos en sus experiencias, pero también en la literatura germánica de la que era experto. C. S. Lewis fue el precursor de Orson Scott Card con unos libros confusos, que parecen escritos en estado de ebriedad y persiguen dar a leer la Biblia a los ateos que, tontos como son, no se apercibirán de ello. Neil Gaiman copia sin darse ni un descanso al cuerpo cuanta leyenda popular encuentre en su camino. Ursula K. Le Guin, quizás la más original de todos en un principio, pasó sus últimos años escribiendo penosas obras moralistas aleccionadoras, donde la fantasía, el misterio y la aventura estaban tan mustios como un rosal en el desierto. Joe Abercrombie, otro nombre que suena bastante, es lo más cercano, tras Martin, que tenemos a un fiel constructor de escenas violentas; su falta de talento para la descripción, el desconocimiento de la anatomía, o la incomprensión de la dinámica en un combate, hacen que el lector salte instintivamente esos párrafos. Y podría seguir, iba a seguir, qué narices, con esta lista. Pero miro párrafos arriba y me doy cuenta de la extensión, y de que, tal vez, mi alter ego friki se apoderó de mí y aporté datos de más.
Que el lector es sobradamente perspicaz y habrá sabido captar el mensaje. Censura mala, pero es la esencia del hombre. Censuramos, podamos y modificamos el arte al modo en que controlamos todo en nuestro ambiente. Cercamos la casa para prevenir que entre el tigre por la noche, mojamos las páginas de los libros, no sea que de la ofensa surja también alguna amenaza a nuestra supervivencia.
Y me despido ya, que he descubierto una pequeña veta de esperanza. Como indiqué en un artículo pasado, muchos de nuestros problemas y miedos, son exclusivos del mundo desarrollado. Si uno quiere encontrar verdaderos terrores latiendo en las sombras cuando el sol se marcha, debe viajar a países en los que un vaso de leche sea un lujo, y el día a día incierto. Lo mismo ocurre con la literatura. Resulta que los autores contemporáneos de estas naciones destacan con mucho sobre sus pares de países con una faltriquera más abultada. A ver si, al final, no solo el ingenio lo agudiza la necesidad.
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