Álvaro era Testigo de Jehová, Hare Krishna, miembro de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y sería también adorador de Cthulhu en el caso de que algún misionero lovecraftiano hubiera llamado a la puerta de su casa: porque Álvaro era una de esas personas que no sabían decir que No.
Tenía cuatro enciclopedias compradas a plazos y solía cambiar diariamente de compañía telefónica, o incluso con más frecuencia: dependía de las veces que le llamaran los comerciales, que además siempre le endilgaban la tarifa más costosa. Donaba a veinte ONG distintas, unas a favor de los refugiados y otras en contra, y pese a una heterosexualidad que jamás se había cuestionado, llevaba casado cinco años con un señor de Bilbao que se lo propuso en una noche de borrachera, y Álvaro aceptó con tal de no hacerle un feo. Tras la ardiente noche de bodas nunca supo más de su marido, excepto por la carta que recibía cada Navidad desde la capital de Vizcaya y en la que el bilbaíno detallaba su lista de deseos para el día de Reyes.
Precisamente cuando se dirigía a la Oficina de Correos para enviar los regalos de ese año se encontró con un antiguo compañero de colegio, que le invitó a comer un pincho de tortilla en un local denominado Con un Bar de Huevos y del que creo que ya he hablado en alguna otra ocasión. Pese a su alergia a tal alimento, que le provocaba copiosas diarreas, Álvaro aceptó. Y así, entre carrera al retrete y carrera al retrete, le explicó lo que había sido de su vida en esos últimos años.
—Pero Álvaro, tú tienes un problema, y muy grave además. Has de tratarte de esa falta absoluta de asertividad, así que voy a darte la dirección de un centro en donde podrán ayudarte, y has de prometerme que irás.
Y por supuesto Álvaro no pudo negarse, así que a la semana siguiente ya estaba ingresado en ese centro, que como podrás imaginar era el psiquiátrico de Carfax, y fue donde yo le conocí. Hicimos buenas migas, ya que coincidimos en el Taller de Cocina Manchega, pero su estancia entre nosotros fue muy breve: el doctor Seward le recetó las pastillas del doctor No, asegurándole que con eso se solucionaría su problema y le dio el alta; que un interno abandonara Carfax era tan inaudito que todos los internos lo celebramos y le despedimos deseándole toda clase de parabienes. No imaginábamos que en un mes Álvaro volvería a estar entre nosotros.
Porque ahora era un hombre que no sabía decir Sí.
Y es que, tras abandonar el psiquiátrico, Steven Spielberg, conmovido por el caso, había querido comprar su historia para realizar un largometraje en el que Leonardo DiCaprio interpretaría el papel principal y Russell Crowe haría de señor de Bilbao. La oferta no sólo era millonaria sino que además Álvaro tendría derecho a vetar cualquier aspecto del guión con el que no estuviera de acuerdo, y sin embargo, dijo que No, porque la medicación que tomaba le impedía ahora pensar en positivo. Y no sirvió de nada que Scarlett Johansson, que también iba a tener un papel en el film, le rogara que cambiara de decisión. No sólo eso, la actriz se había enamorado perdidamente de él, y le dijo que si así lo quería que se olvidara de esa película, pero que se fuera a vivir con ella a los Estados Unidos. Álvaro, sin embargo, le dijo que no, ya que era un hombre casado. Cuando al día siguiente volvió a encontrarse a su viejo amigo, éste exclamó:
—¿Le has dicho que no a Scarlett Johansson por culpa de la medicación que tomas? Qué fuerte, tío, yo me suicidaría.
Y fue ese precisamente el motivo por el que el nuevo Álvaro, que había llegado a planteárselo, no acabó con su vida: por llevarle la contraria a un antiguo colega. Ese mismo día arregló sus cosas, cogió un taxi y pidió su ingreso voluntario en Carfax, que el doctor Seward, me pareció ver que con una sonrisa maliciosa en el rostro, aceptó.
No, no me pareció, a quién quiero engañar: lo vi.
Ese gesto en el semblante del psiquiatra representaría tal grado de crueldad que creo que es mejor que no se lo diga a Álvaro, con el que, por cierto, he vuelto a coincidir en Taller de Cocina Manchega 2; dicen que segundas partes nunca fueron buenas, y la verdad es que en este caso, y debido a la nueva medicación que le han recetado, es justamente así.
—Álvaro, ¿me pasas la sal?
—Puede que sí, puede que no.
Maldita sea, así no hay manera de cocinar una perdiz escabechada en condiciones.
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