Fotos: Daniel Mordzinski
La entrevista es un cruce de miradas extrañamente horizontal: la persona entrevistada se alza sobre el texto, la que entrevista se mueve por los conductos subtextuales. Lo más interesante, en cualquier caso, es que la entrevista en sí no tiene demasiado que ver con ninguno de sus interlocutores, sino que conforma un lenguaje a menudo desconocido para ambos, fruto del encuentro entre sus posiciones. Es, en un sentido paradójico, dependiente de las palabras de otros pero autónoma de una manera singular.
Esta es una entrevista a Luisgé Martín.
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—A mitad de narración, en La vida equivocada abrías un espacio para incidir en el momento concreto de tu carrera en que asumes la utilización del yo como materia literaria. En un primer contacto con Cien noches, si se ha seguido la estela de tus últimos libros, llama la atención que no solo rompas con ese yo sino que, por primera vez, emplees como narradora a una mujer.
—Vale, te lo voy a contar todo. Yo no había escrito una novela cuyo cuerpo fuese enteramente ficticio desde La mujer de sombra —aunque esto no sea exactamente así, dado que tanto La misma ciudad como La vida equivocada son en realidad ficciones, más allá de estar escritas desde el yo en tanto Luisgé Martín—. Después de publicar El amor del revés y el ensayo El mundo feliz. Una apología de la vida falsa, me planteé si sería capaz —y si querría, claro— de volver a escribir una novela en el sentido estricto del término. El proyecto de Cien noches venía flotando desde hace tiempo: llevaba unos años tomando notas al respecto de la intersección entre el deseo y la infidelidad, y llegué a la conclusión de que no podía acometerlo de ninguna manera que pudiese asimilar a ese yo. Así pues, decidí jugar lo más fuerte que pude y ejecuté el doble salto mortal de emplear una voz narrativa femenina. Consideré, a la hora de plantearme este asunto, que la novela podía resbalar sobre el tópico de que la promiscuidad sea algo vinculado al mundo gay o, en cualquier caso, al mundo masculino, así que me propuse observar el asunto desde el lado menos promiscuo —al menos, sobre el papel social—. Que la narradora fuese una mujer me servía, así, para eludir esa trampa.
—El distanciamiento respecto al yo se produce también a través del desdoblamiento que llevas a cabo en los informes policiales incrustados al final de cada capítulo, para cuya escritura has contado con Edurne Portela, Manuel Vilas, Sergio del Molino, Lara Moreno y José Ovejero.
—La idea vino precisamente por ahí: yo me planteaba incluir seis informes de detectives privados diferentes en la novela, pero solo había escrito uno de ellos. Para garantizarme que no resultasen clónicos entre sí, me pareció interesante plantearles ese juego a ellos, que escribieron a ciegas y con mi único informe como pauta Desde un prisma estilístico, acoplar sus distintas escrituras dentro del mismo libro no resultó difícil, dado que cada uno de los informes tiene entidad propia, está escrito por un detective distinto y, por lo tanto, por una voz diferente.
—Sobre la estructura de la novela, hay planteados dos puntos temporales: por un lado, los años de juventud de Irene, la protagonista. Por otro, su reencuentro con Adam Galliger, un amante de larga duración, ya con ambos en el umbral de la vejez. El transcurso de su vida se produce elípticamente, y este vacío entre dos puntos lo he visto reproducido de manera similar en otras novelas tuyas. Me planteo si esto sucede así porque consideras que la salida de la adolescencia es una etapa vital especialmente interesante desde un prisma literario, dada su mudabilidad.
—Pues lo cierto es que planteas cuestiones acerca de las cuales no había reflexionado. Pienso, por un lado, que la mayor parte de los escritores trabajamos por intuiciones, por costumbres. Por otro, creo que esto puede responder a un defecto que yo tengo como escritor, un defecto que he necesitado corregir empleando otras herramientas, y es que me gusta ser muy minucioso y realista a la hora de contar algunas cosas, de describir ciertas situaciones. Dado el dilema entre mostrar y contar, yo siempre voy a elegir contar, y además voy a hacerlo sin ningún tipo de complejo. Este posicionamiento tiene un problema, y es que si decides manejar un lapso temporal grande, como es mi caso en varias ocasiones, necesitas contrarrestar estas pausas con ciertos vacíos narrativos, manifestados en forma de elipsis. En cualquier caso, ya te digo: no se trata de algo que yo hubiese analizado con detenimiento anteriormente. Pensando sobre la marcha en algunas de mis otras novelas, es probable que tengas razón.
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—En Los amores confiados reivindicas la literatura concebida a partir de lo folletinesco o lo anecdótico, y también el potencial de estas anécdotas para expandirse y trazar arcos narrativos amplios. Además, planteas que esta clase de puntos de partida se dan —como sucede en muchos de tus libros— como fruto del azar: queda así descrito un recorrido alternativo, otra realidad posible no manifestada.
—Todo esto lo he vivido en primera persona con mucha intensidad y a lo largo de muchos años. En lo vivencial, la sensación de que las pequeñas decisiones que tomas o los azares que se suceden en tu biografía marcan un camino específico y descartan otros ha despertado siempre en mí una duda inevitable. Por lo demás, literariamente lo encuentro un material prodigioso, en tanto se vincula con la misma idea griega del destino y el sentido mecanicista de las cosas; yo considero escasa la frecuencia en que los eventos importantes tienen lugar en base a acontecimientos importantes. La mayor parte de las veces lo hacen en base a pequeños azares, a búsquedas que uno emprende prácticamente a ciegas. Esta idea está presente siempre en lo que escribo y no es deliberado, pero a estas alturas sé que, aunque quisiera, no podría evitarlo. Siempre se acumulan pequeños encuentros, investigaciones, conflictos… que de un modo u otro acaban por construir el relato.
—Esto se materializa claramente en la posibilidad de mudar de identidad aprovechando una serie de circunstancias, recurrente en prácticamente todas las novelas y siendo el caso más paradigmático el de Brandon Moy en La misma ciudad. Y el círculo se cierra después: la materialización de esas otras vidas posibles genera en tus personajes el deseo paradójico de recuperar sus vidas previas. Siempre se da, a fin de cuentas, un espacio imposible de abarcar por completo.
—Paco Lobatón me contó una historia que, de un modo u otro, debí haber aprovechado para la escritura de Cien noches, dado que su núcleo es una infidelidad particularmente compleja y fascinante. En los años 90, Lobatón dirigía Quién sabe dónde, un programa de Televisión Española que consistía, básicamente, en la búsqueda de personas desaparecidas. El hombre que protagoniza esta historia llamó al programa y le contó que, ante su incapacidad para abandonar a su familia o romper con ella dada su cobardía, un día decidió desaparecer sin previo aviso, un poco al modo en que lo hace Brandon Moy en mi novela. El caso es que, tiempo después y tras haber construido una nueva familia, este hombre se sentaba cada jueves junto a su mujer y sus hijos para ver Quién sabe dónde, y lo hacía aterrado: la posibilidad de aparecer en él porque su anterior familia lo estuviese buscando lo perseguía. Así que básicamente llamó a Paco Lobatón para ponerlo sobre aviso y decirle que no quería ser encontrado. Ese tipo de historias, protagonizadas por personas capaces de reconstruir su identidad y convertirse en otros —no solo exteriormente o cambiando de nombre, sino interiorizando aspectos de una nueva forma de ser—, me parece que también poseen una productividad literaria inmensa.
—En realidad es un tema tradicional en la literatura occidental y una cuestión de carácter casi lingüístico: la necesidad de reformular el lenguaje de las costumbres y observarlo desde fuera dado que desde cerca se está tan inscrito en sus lógicas que llega incluso a ser difícil tener agencia. Un caso paradigmático es el del Wakefield de Nathaniel Hawthorne, que es un hombre que sencillamente se muda al bloque de enfrente sin avisar a su familia para, desde allí, observar cómo ellos afrontan su pérdida y reconstruyen sus vidas.
—En los casos de Wakefield o del propio Brandon Moy es la serenidad —o más bien cierto tipo de anestesia existencial— la que los motiva a escapar, pero creo que la mayor parte de mis personajes lo hacen a partir de la angustia. El deseo que busco recoger, en el fondo, es el de vivir más de una vida, de vivir cuantas más vidas mejor. Los escritores conseguimos hacer esto, de alguna manera, a través de las novelas; la escritura es un acto con cierto punto de deificación que te permite hacer cosas que están vedadas a la vida real. Lo cierto es que yo, en el fondo, nunca he pensado en hacer nada de esto: soy una persona perfectamente cobarde y bastante convencional. En mis personajes, sin embargo, esa necesidad surge de manera muy natural; en un momento dado se plantean que la vida que han tenido está prácticamente agotada y deciden probar suerte en una vida diferente —para luego encontrarse, como en el caso de Brandon Moy, con la frontera estética de que todas las vidas pueden acabar siendo, en el fondo, muy similares—. Como sé que yo no podría hacer nada de esto aunque quisiera, como sé que al segundo día estaría muerto pero igualmente me interesa imaginarlo, escribo sobre ello.
—Me parece curiosa la manera en que formulaste antes la historia que te contó Paco Lobatón: antes de contarla, especificaste que te gustaría haberla empleado en algún punto de la narración de Cien noches. Creo que este mecanismo, consistente en recoger y dar testimonio, es fundamental a la hora de poner en marcha tu escritura y está presente desde tu primer libro de relatos, Los oscuros, que no es sino una recopilación de historias extraordinarias. La acumulación de novelería se da en Cien noches de manera más supletoria, a través de los informes de los escritores invitados, pero sigue estando ahí.
—Esta es una tradición muy quijotesca de la que yo me siento heredero. La idea es insertar historias dentro de la novela, en algunas ocasiones de manera tosca, torpe; otras veces dentro del propio flujo de la narración. Dentro de Cien noches, más allá de los informes —que son cuentos en sí mismos—, hay otras historias que podrían haber tenido una vida independiente, como la de Claudio y el pasado político de su familia en Argentina o la del propio Adam Galliger. Me siento cómodo con ese ejercicio acumulativo, que posiblemente también esté asociado a alguna incapacidad mía para hacer literatura de carácter minimalista. Como lector disfruto mucho ese tipo de libros, pero como autor no me siento impelido a trabajar de esa manera: al final siempre tiendo hacia esa acumulación de elementos, de historias cruzadas.
—Además, en muchas de estas historias haces servir elementos, acontecimientos o personajes extraídos de la realidad, como es el caso, ciñéndonos a Cien noches, de los experimentos sexológicos que citas o del contexto político argentino, que forma parte de la construcción del personaje de Claudio.
—Se trata de un intento porque la novela tenga anclajes con el mundo. Yo no lo vivo como un recurso narrativo, pero en el fondo lo es y se relaciona con la verosimilitud y la claridad en el pacto con el lector; con que éste sepa que aquello de lo que le estoy hablando es algo que está ahí, algo reconocible. En el caso concreto de esta novela, yo tenía particular interés en afinar —aunque me los podría haber inventado perfectamente— con los porcentajes extraídos de los estudios sexológicos que empleo, haciendo uso de informes elaborados por sexólogos reales que han llevado a cabo una investigación a este respecto, dado que consideré que este fondo de verdad proporcionaría cierta calma —y no sé si este es el término adecuado— al lector.
—Hablabas antes de que la escritura te permite enunciar cosas que sabes que no vas a poder hacer. Abres La mujer de sombra con una cita de Viaje al final de la noche, de Louis-Ferdinand Céline, que sirve como marco para esto: «Todo lo que es interesante ocurre en la sombra. No se sabe nada de la verdadera historia de los hombres». La escritura de Los oscuros fue una suerte de manifiesto que te dirigió hacia esos lugares velados del comportamiento humano; después, cada novela ha funcionado como un zoom in.
—Este sí es un lema que repito constantemente: a mí, lo que está a la luz no me interesa literariamente, dado que todo el mundo puede verlo con facilidad. Puede interesarme dentro de mi pequeña parcela como periodista, al escribir alguna columna, pero en mis novelas indago en aquello que se esconde incluso en mi propia oscuridad, es decir: en cosas que he tardado años en contarme a mí mismo. Y no hablo de la homosexualidad, ni de salir del armario; todo eso es mucho más banal. Hablo de ese tipo de cosas para las cuales uno busca continuamente pretextos, justificaciones y explicaciones hasta que, un buen día, se da cuenta de que ningún pretexto, ninguna justificación y ninguna explicación sirve para nada, de que todo es mucho más vulgar. Ese mundo oscuro que tengo la seguridad de que late dentro de cada uno de nosotros es el territorio que me interesa; lo que yo quiero es ver a mis personajes dentro de una habitación cerrada en la que creen que nadie los puede ver y, por tanto, actúan sin la consciencia de tener la mirada de los demás sobre ellos. Y esos comportamientos pueden ir desde el mero hecho de quitarse un moco —lo cual no es muy literario, con lo que tampoco tiene demasiado interés— hasta, en efecto, follar con personas con las que no se creen autorizadas para hacerlo o con quien no deberían estar haciéndolo. Literariamente, ese es el espacio de penumbra que a mí me interesa alumbrar.
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—La infidelidad, el adulterio o la poligamia atraviesan también todas tus obras. Muchas veces haces uso de estas cuestiones, de hecho, para poner en marcha el desarrollo o la construcción de tus personajes; en Cien noches, más allá de su interacción con el dispositivo narrativo, la infidelidad también es una cuestión de tesis discursiva: el libro trata de ser, de hecho, una fundamentación de carácter cientificista de una necesidad humana de encontrar continuamente parejas sexuales nuevas a lo largo de la vida.
—Sí, Cien noches es una novela de tesis. En cualquier caso, me gustaría apuntar que el término poligamia me parece algo grueso y no representa algo que yo defienda, básicamente porque considero que no sería capaz de vivir de forma polígama. Es más bien la no-monogamia que tampoco es necesariamente poligamia lo que busco estudiar. Creo que la infidelidad es, de hecho, una necesidad; sin embargo considero que la poligamia tiene matices peligrosos en tanto comprende mantener dos o más relaciones no solo sexuales, sino de carácter afectivo —siempre que hablemos de relaciones afectivas ligadas a la sexualidad, claro: aquellas otras de carácter familiar o amistoso podemos sostenerlas, desde luego, de forma múltiple—.
Todo esto parte de algo que yo considero tan obvio que casi me resulta cómico explicarlo. Ponte en situación: tú amas a una persona a la que has conocido a los 20 años, incluso a los 30 si asumimos el salto generacional. El amor puede durar dos meses o puede durar cinco años, pero uno sabe cuando se enamora que, en el fondo, está estableciendo una conexión para el resto de su vida —dado que yo considero que, sin esa dimensión o pretensión de eternidad, no puede darse el verdadero amor—. Así pues, te enfrentas a la siguiente paradoja: por un lado, quieres estar el resto de tu vida con alguien; por otro, se da una prohibición social, cultural y religiosa según la cual tú no puedes follar con nadie más, lo cual es una aberración, algo disparatado. Ese es el punto del que parte Cien noches: la seguridad de que la infidelidad sexual rompe el amor muchísimo menos que otras infidelidades o deslealtades distintas. Más bien al contrario, es la fidelidad sexual obligada, en muchas ocasiones, la que acaba significando una ruptura dentro del equilibrio de una pareja y dinamitándola. Desde luego, corresponde a cada pareja o cada persona dar una respuesta sobre la forma convenida en que estas dinámicas se pongan en práctica, pero no creo que las cifras que proporciono en la novela —que sí son, en este caso, inventadas— se separen demasiado de la realidad. No creo que más del 15 o el 20% de las personas sean fieles deliberada y tranquilamente.
—Quiero plantear dos cuestiones léxicas. Por un lado, me interesa problematizar desde un prisma puramente etimológico el término infidelidad, que, en tanto contraposición de la fidelidad, posee una ineludible connotación negativa —connotación que implica, de algún modo, una traición a otra persona—. Por otra parte, también encuentro estimulante el choque entre los conceptos del sexo y el amor que se produce en el centro de Cien noches. Es cierto que el hecho de acostarse con otras personas despierta en los personajes cierta tensión moral, pero lo que verdaderamente les aterra es que su pareja pueda haber dejado de amarlos. El asunto: no sé si es posible desligar amor y sexo en el sentido de que una intimidad física siempre puede, eventualmente, conducir a cierto grado de intimidad emocional.
—Creo que ese es el origen de todo. A ver: si hiciésemos el ejercicio de eliminar de la ecuación a la iglesia católica, que está detrás de la mayor parte de estas nociones de pecado y de esta visión estrecha de la sexualidad, ¿seríamos capaces de deslindar la intimidad sexual de la intimidad que, teóricamente, proporciona el amor al acercarte de manera insólita a una persona concreta? Mi respuesta a esta pregunta es clara: sí. Pero el miedo del que se parte es el que está en el origen del conflicto que todos tenemos al respecto. Desde mi punto de vista, como decía antes, resulta mucho más sencillo dinamitar una relación amorosa en base a otra clase de infidelidades que a partir de la infidelidad sexual, dado que considero que esta última, en la mayoría de los casos, se agota en su propio ejercicio. El centro del asunto sería, pues, perder el miedo a que la infidelidad sexual vaya a afectar al futuro de tu relación. Es por ese motivo que sí puedo encontrar más problemática la poligamia, e incluso las infidelidades prolongadas en el tiempo —como la de Irene y Adam en Cien noches—.
—Otro asunto curioso es que todas las relaciones narradas en Cien noches son heterosexuales. En otras novelas, cuando planteabas relaciones en contextos homosexuales, la infidelidad no generaba tensiones morales tan graves como las que despierta aquí, incluso en un personaje tan desabrido como lo es Irene. Supongo que aquí estás pensando, una vez más, en la ligazón histórica entre la norma heterosexual y la tradición cristiana.
—Bueno, esa es más bien la conclusión. Yo te puedo contar la cocina del escritor, dado que la de escribir una novela en la que no hubiese ninguna relación homosexual sí fue una decisión premeditada. Habiendo escrito El amor del revés, sería ridículo afirmar que yo tenga cualquier problema con ser asociado con lo que se pueda denominar literatura homosexual, y tampoco se trataba —o no del todo— del tópico de querer abandonar mi zona de confort. Sí es cierto que el apartado sexual de las relaciones homosexuales lo tengo más trabajado literariamente y puede aburrirme un poco, ahí resultaría más fácil que entrase en carriles narrativos que conllevasen ciertos lugares comunes, en espacios sobre los que considero que ya no me queda nada interesante que aportar. En Cien noches, a la hora de afrontar la infidelidad, quería subir otro escalón: observar la materia literaria independientemente de. Ese independientemente de suponía, claro, recurrir a lo normativo, es decir, a lo heterosexual. Yo sí creo que hay una diferencia grande entre la actitud sexual de los hombres y la de las mujeres, con lo que la distancia todavía es mayor entre la actitud de las parejas gays y lesbianas. Las parejas heterosexuales te permiten estudiar todas las variables, más cuando dispones de un personaje como Irene, virado hacia el lado más abierto, más masculino.
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—Respecto a tu empleo del tiempo y más allá de las elipsis mencionadas previamente, en tus novelas se da una propensión a centrar la narración alrededor de los años 80 que, imagino, está relacionada con un aspecto puramente biográfico. No sé si consideras, además, que esa época puede ser más interesante a la hora de localizar esta clase de conflictos que nuestra contemporaneidad —que no está demasiado explorada en tus obras—, quizá por la fuerte transición de valores socioculturales que se produjo entonces en España.
—Reconozco tener, en este sentido, cierta grandilocuencia como escritor. Pretendo escribir novelas que —si es que entonces siguen existiendo las novelas— puedan ser leídas dentro de cien años. Por este motivo, tiendo a despreciar mi propia temporalidad, y de hecho ambienté mis primeras novelas en el siglo XVII, en el caso de La dulce ira; y en una Venecia pasada, en el de La muerte de Tadzio. Se ha dado tradicionalmente en mi forma de escribir un alejamiento espacio-temporal que me ha servido para tomar distancia respecto a lo narrado. Eso, evidentemente, cambió cuando empecé a incluir elementos biográficos en mis obras; al incorporarme a mí mismo, incorporé mi cronología. En Cien noches, por otra parte, el personaje de Irene tiene más o menos mi edad. Lo hago así porque se dan cosas menores de paisaje, como —se me ocurre— una discusión que sostiene con Claudio acerca de las políticas de Reagan, que para mí es mucho más fácil incluir, dado que las viví.
Dicho todo esto, a mí lo que en realidad me interesa es el futuro: en El mundo feliz, el ensayo que escribí hace dos años, queda claro que lo que me apasionaría sería poder vivir, qué sé yo, sesenta años más —temo que no podré hacerlo—, para ser testigo de la puesta en funcionamiento de algunas cosas relacionadas con ciertos avances tecnológicos en neurociencia que están en marcha y que considero que podrán ofrecer respuestas a todo este tipo de problemas. Mi intuición es que, en el momento en que el cerebro sea estudiado en profundidad, asumiremos como fisiológicos los apegos que consideramos espirituales, el amor podrá ser tratado científicamente y podrá plantearse esa sexualidad a la que Aldous Huxley se oponía en su novela, pero de la cual yo soy partidario: una sexualidad basada en la idea pura del disfrute, naturalizada por completo.
—La cuestión que más me interesa problematizar respecto a la mirada de tus novelas tiene que ver con tu uso de los espacios. Es cierto que en ellas se dan con frecuencia juegos de poder, tanto a nivel de género como de clase, pero considero transversal la presencia del lujo en casi todas tus obras. Diría que, en términos generales, tus personajes pertenecen a una clase social alta. Supongo que intuyes que este es el espacio propicio para plantear este tipo de conflictos, dado que en el orden de prioridades de una persona de clase obrera quizá no lleguen, en ocasiones, ni a colocarse sobre la mesa, partiendo de que las clases bajas están sometidas a otra serie de opresiones que, en tus novelas, están casi siempre fuera de plano.
—Precisamente por eso, lo que más me interesa de Cien noches es el macroestudio realizado, en el cual, en teoría, estarían barridas todas las clases sociales. Es cierto que ese cariz lujoso suele estar presente en mis novelas, pero no sé si deliberadamente, dado que —una vez más— no tiene nada que ver con la realidad material que yo habito. Nunca he estado en contacto, o si lo he estado ha sido mínimamente, con personas pertenecientes a clases sociales como las que describo. Pero es cierto que personajes como Eusebio, de La mujer de sombra, los protagonistas de Cien noches o algunos personajes de La vida equivocada me permiten, en un sentido de estricta comodidad narrativa, olvidarme de muchas cosas, incluso de la propia rutina del trabajo. También me conceden la posibilidad de hacer cualquier barbaridad que se me ocurra, como el citado macroestudio que plantea el personaje de Adam Galliger en Cien noches. Pero ya te digo: una vez traspasado ese arco, por supuesto que me interesa plantear el tema de la infidelidad transversalmente, sin quedarme exclusivamente con las clases pudientes. En cualquier caso, puede que tengas razón en que podría haber bajado a un barro más clasista.
—Leyendo La mujer de sombra me llamó mucho la atención una cuestión puramente lingüística: a pesar de tu interés por estudiar cuestiones limítrofes a nivel moral, se da cierto amaneramiento léxico cuando escribes que no te gusta utilizar la palabra polla, dado que la encuentras vulgar. Es como si esa razón práctica despojada de tabúes adquiriese, en su trasvase a los usos de la lengua, un sentido mucho más puritano.
—En esto tienes toda la razón. Estoy quitándome. De hecho resulta hasta cómico, porque en ocasiones parezco un corrector automático. Por ponerte un ejemplo, hasta esta novela yo solo había empleado la palabra follar en una ocasión, y lo había hecho en Los amores confiados a través de la voz de un personaje, no de la del narrador. Es cierto que tengo una paradójica aversión al lenguaje grosero cuando escribo, dado que yo soy la persona más malhablada del mundo. Sin embargo, literariamente no sé qué pasa, simplemente no me reconozco ni me escucho en esos registros.
—Quizá haya un nexo entre esto y tu intención de desligarte de tu temporalidad.
—No lo había pensado, pero es posible que sea así. Aunque hablamos de palabras que ya deben tener un siglo de vida y que debería tener perfectamente asimiladas; no pretendo —ni me interesa— escribir empleando un lenguaje que sea específico del siglo XXI, pero creo que sí debería sentirme cómodo utilizando palabras tan asentadas en el imaginario común como pueden ser polla o follar. De todos modos, esa cita que has extraído de La mujer de sombra está muy bien traída porque es una confesión; no del personaje, sino mía.
—Esa mirada sobre la escritura puede relacionarse también con la clase alta en su sentido más pudoroso. Por otro lado, está el ejercicio de romantización del acto de escribir: pienso en la elevadísima imagen mental que el personaje de Max, de La vida equivocada, tiene de la escritura; pienso en el hecho de haber recogido la Muerte en Venecia de Thomas Mann para la escritura de La muerte de Tadzio —que, en sí mismo, no deja de ser un acto de romantización del canon literario—.
—Esto es curioso, porque yo no romantizo en absoluto ni a la escritura ni al escritor. Es más: considero que somos unos pringados que, generalmente, tenemos la vida llena de agujeros —y ni siquiera agujeros melodramáticos que merezcan ser contados en una novela—. Mi visión de la profesión no es particularmente romántica, pero todo lo que has dicho suena coherente, así que es posible que haya algo de verdad en esa decantación, a partir de mis novelas, de la idea de que la escritura sea —no lo has dicho así, pero te lo añado yo— algo escrito en mármol. Por otra parte, tú has enfocado este asunto por la vía de la terminología sexual, que está muy clara y te la admito, pero hay otros aspectos a contemplar en este sentido. Por ejemplo, en mis novelas no verás que cite apenas a marcas comerciales, y también es algo que como lector me disgusta un poco. Considero que fijan la mirada del lector en un espacio concreto sin necesidad de hacerlo, con lo que siempre me dejan con la sensación de que existe una incapacidad correlativa a la hora de fotografiar el mundo.
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—Quería hablarte también sobre el margen de maniobra que te proporciona la distancia ficcional, y para hacerlo me parece oportuno recoger el arranque de Cien noches, en el cual llevas a cabo una especie de analogía implícita a partir de una descripción del comportamiento sexual de las ratas. Esa mirada sobre los personajes podría acercarse a la de un entomólogo, en el sentido de emplearlos, en ocasiones, como puros mecanismos de procedimiento narrativo. En tus novelas es imposible, como comentábamos al principio de la entrevista, no percibir la enorme voluntad de celebrar el acto de la narración, pero precisamente esa fuerza hace que en ocasiones los personajes se deshagan sobre ella. Acaban siendo elementos que te sirven para construir el tejido de la idea que tú, en el fondo, buscas proyectar.
—Creo que en este sentido podemos hablar de la existencia de distintos modelos de escritores. Hay gente que parte de una historia, gente que parte de un personaje y gente que parte de una idea. Yo nunca he partido de un personaje y solo en dos ocasiones, que fueron La mujer de sombra y La misma ciudad, lo he hecho a partir de una historia. Por lo demás, yo siempre he trabajado sobre la base de una idea, de un tema, de un asunto que me interesa explorar. A partir de ese lugar sumo personajes, hago pequeños cuadernos, anoto cosas y acumulo más ideas. Escribí un libro sobre la venganza, La dulce ira; otro sobre la belleza y el paso del tiempo, La muerte de Tadzio; uno sobre la grandilocuencia y la ambición que nos arrastra, La vida equivocada; otro sobre los celos, Los amores confiados. En el caso de Cien noches está claro: quería hablar acerca de la infidelidad. El origen de esta novela está en esa palabra. A partir de ella recopilé materiales y datos, empecé a hablar con gente y a cruzar ideas. Poco a poco fue construyéndose lo que ahora es la novela. Respondiendo a tu pregunta: sí, en mis novelas los personajes siempre vienen después. Mi forma de trabajar es coherente con lo que planteas.
—Esta quizá sea una cosa un poco relamida, pero acabaré la entrevista hablando sobre la cuestión de la muerte. Considero que, en Cien noches, es un tema que juega un papel fundamental al cruzarse conceptualmente con el amor. Abriendo la mirada hacia el resto de tu obra, no es difícil darse cuenta de cómo la muerte —en tanto horizonte— interactúa con cada uno de los elementos que hemos ido planteando. Especialmente, la muerte en tanto degradación y extinción del cuerpo.
—Lo cierto es que me llena de alegría que hayas podido encontrar estas cosas en mis libros. Elías Canetti escribió que toda literatura es literatura sobre la muerte y es una sentencia que yo suscribo completamente. En mi caso, como dices, aparece cruzada con otros elementos: con mi propia biografía, con esa sexualidad castrada durante mucho tiempo y después explotada en todos los sentidos… En definitiva, aparece la muerte entendida como la desaparición de un cuerpo y como horizonte que, a medida que se acerca, supone una pérdida progresiva del placer que ese cuerpo puede darte. Creo que ese es el eje de toda mi literatura: la triple relación entre el cuerpo, la sexualidad y la muerte.
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Autor: Luisgé Martín. Título: Cien noches. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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