La niebla era el invitado indeseable de esa ciudad singular. Una niebla espesa y salada que nacía en las orillas sucias de la bahía, subiendo como un atleta hasta lo más alto de Nob Hill. La mujer se ajustó el fedora color sangre y corrió hacia la acera en dirección al coche. Puso la llave en el contacto y se miró, elevando un poco el mentón, en el espejo retrovisor. Ojos verdes, labios rojos. Demasiado carmín para estas horas de la mañana, pero lo dejó así. La niebla la ponía nerviosa, tanto como los zapatos de mala calidad y los maridos celosos. El suyo no lo era; por eso, entre otras cosas, se podía permitir la piel de serpiente de aquellos carísimos zapatos de tacón. Apretó el acelerador y enfiló hacia el centro de la ciudad. Al cruzar el Golden Gate recordó el cadáver, el pelo enmarañado flotando entre las algas. Llevaba meses buscando una buena historia para su primer libro, y ahí estaba por fin. Escribiría la gran novela negra y dejaría la prensa rosa. Se miró de nuevo al espejo, orgullosa de aquella asociación cromática. Se gustó por dentro y por fuera. Con una sola mano en el volante, enderezó con la otra las medias de nylon. Buenas piernas para mi edad, pensó al tocarse la pantorrilla, tensa en aquel momento por el esfuerzo de los pedales. Estaba llegando. Echó un último vistazo al carmín desbordante sobre las arruguillas de las comisuras, pero ahora le pareció perfecto, porque el tono era idéntico al color del sombrero. Apuntó la primera nota mental para la novela: “La protagonista es elegante, glamurosa, alta, inteligente. Como yo”.
Dashiell Marlowe. Investigador privado, leyó en el cristal de la puerta. Sin esperar, empujó y avanzó con seguridad, alargando el paso al caminar todo lo que daba la estrecha falda de cheviot.
Al fondo, un hombre leía el San Francisco Chronicle con los pies sobre la mesa. El humo envolvía el ambiente en jirones de gris, como una prolongación de la niebla exterior. Se fijó en las suelas desgastadas. Esos zapatos no eran de marca. Aquello la deprimió un poquito, pero trató de ignorar el detalle. La fama del hombre, ex combatiente, ex comisario, ex presidiario, ex boxeador, ex marido, la había traído hasta aquí, y no pensaba largarse con las manos vacías. Apuntó una nota mental para la novela: “Los zapatos del protagonista han de ser italianos, de piel”.
De pie frente a la destartalada mesa, la mujer carraspeó un par de veces.
¿Quieres un caramelo de menta, encanto? Ella se inclinó sobre el periódico y le clavó una de sus uñas rojas, a juego con los labios y el sombrero, rasgando el nombre del caballo ganador de aquel día. Marlowe la miró, divertido, por debajo del ala de su arrugado sombrero de fieltro. ¡Si aquel sombrero hablara! Arrojó el periódico a la papelera.
¿Y bien, muñeca?
Ella sonrió, bajando un poco la mirada; aquellos dientes alineados y relucientes, un poquito grandes, eran una de sus tarjetas de visita. Puso cara de chica buena y se sentó en el pico de la mesa. Ambos sabían que aquel era un lugar sexi, pero bastante incómodo. También sabían que de “chica” aquella mujer ya tenía poco, y en cuanto a lo de buena, en fin…
¿Quién no prefiere, para según qué cosas, a una mujer muy mala?, pensó el investigador privado con sabia experiencia, mirándole con tranquilo descaro las piernas.
Querido Dashiell, comenzó ella abriendo un poco los hombros y profundizando en la uve del escote tanto como en el timbre ronco de la voz. Él la interrumpió. Marlowe, llámeme Marlowe.
Marlowe. A la mujer se le empezaba a agotar la paciencia. Allí dentro hacía calor y le picaba el sombrero en el cuero cabelludo. El pico de la mesa clavado en el centro del cheviot tampoco ayudaba. Apuntó esta nota mental para la novela: “Nunca sentar a la protagonista en el maldito pico de la mesa; no es creíble”.
El investigador privado le ofreció un cigarrillo. Fumaron un momento. Ella, más tranquila, decidió ir al grano.
Verá, Marlowe, me han soplado que lleva el caso de la ahogada de la bahía, y necesito que me ayude. La policía jamás me explicaría los detalles como sé que usted lo hará; y yo necesito muchos, muchos detalles. Hablaba en susurros jadeantes, más por el calor sofocante que por el deseo. Le sudaba el canalillo y se le arrugaba el nylon de las medias, pero ya no había vuelta atrás.
¿No será usted periodista?, le preguntó él, con sagacidad y prevención. Tantos años de profesión no pasan en balde.
No, por favor, ¿por quién me toma? Yo soy novelista. Apuntó una nota mental para la novela: “La protagonista será de profesión periodista en el San Francisco Chronicle”.
Ah, dijo el investigador privado, concentrado en la humedad de la camisa, el escote generoso y aquellos pequeños cercos oscuros bajo las axilas. Debe de haber humedad por todas partes, supongo. Se excitó con la idea. Ella seguía hablando sobre novela negra, la documentación criminal y algo sobre el estilo, y la voz narrativa, y él aprovechó para abrir un poco la ventana. Ya no eran dos críos, y a esas edades un golpe de calor podía ser fatal. Llenó un vaso de agua y echó en ella una cafiaspirina efervescente. Le iba a estallar la cabeza, pero aun así aquella erección persistía por debajo del pantalón, dura como el cañón de la Luger que guardaba en el cajón. ¡Si aquella Luger hablara!
Se tomó el agua burbujeante de un trago y se acercó a la mujer. Ella lo observaba con intensidad, muy de cerca. A menos de cinco centímetros, calculó. Apuntó la cafiaspirina en su nota mental para la novela. Él, con calma, le quitó el sombrero y apagó el cigarrillo en un viejo cenicero de metal. La llevó de la mano al gastado sofá de cuero. Ella obedeció sin sobresaltos, con mucha profesionalidad. Medio tumbada, se subió la falda de cheviot y abrió las piernas, dejando ver las ligas y las bragas rojas a juego con las uñas, los labios y el sombrero. Los detalles lo decían todo de la persona. Se apuntó esa nota mental para la novela.
Él se quitó los pantalones, calcetines y calzoncillos en un solo gesto. Ella lo apuntó en una nota mental. Él se abrió la camisa, pero no se la quitó. Otra nota mental. A él, la polla le iba a estallar de ganas de romperle le coño a esa puta. ¡Dios mío!, gimió ella mirando aquel pedazo de carne dura. Las piernas musculosas, los brazos anchos, la piel bronceada. Estás fenomenal para tu edad, Dashiell, le dijo ella. Él sonrió con una sonrisa ensayada que no comprometía absolutamente a nada; ni a soltar información, ni a dar muchos o pocos detalles, ni a documentar ninguna maldita novela. Era su sonrisa especial, la que sacaba del repertorio en ocasiones extremas; su sonrisa de ¡Adiós, muñeca! Si aquel repertorio hablara… Se tumbó sobre ella y se la clavó bien adentro. Luego la besó en la boca, desdibujando la sonrisa, que ya no era tan perfecta, un borrón de carmín bajo la barba de aquel hombre. El investigador privado la cabalgaba con dureza, arremetiendo contra su placer cuando éste se precipitaba en oleadas húmedas y gritos ahogados. Oh, Marlowe, decía ella. Él miraba de reojo su reloj Omega de pulsera. Cuando hubo calculado un tiempo prudencial como para dejar otra huella imborrable en el recuerdo de una mujer, la miró y sonrió. Ella, comprendiendo, le sacó la polla con un suave movimiento de caderas susurrándole, eficaz, ven aquí, córrete en mi boca. Se agachó y comenzó a chupársela, no sin cierta urgencia. Él le preguntó, caballeroso: ¿Cómo te gusta más, dentro de la boca o sobre la cara?… Muy adentro de la garganta, cariño. El investigador privado se dejó ir con un gruñido de placer. Nota mental para la novela: “La protagonista preferirá tragarse el semen de ese gilipollas a tener que lavarse el pelo otra vez”.
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