Corrían los últimos años de la década de los veinte cuando un joven de trece años llamado José Escobar llegó a una escuela de dibujo en Granollers. Quería dedicarse a la viñeta. El profesor le obligó a perfeccionar su técnica en el dibujo realista, así que presentó ante el alumno un álamo, así, espigado y frondoso. «¿Tengo que dibujar este árbol, con todas sus hojas?», cuestionó el joven. Cuando el profesor hubo asentido, Escobar respondió: «Entonces volveré en otoño, cuando las hojas se estén cayendo». Ese ingenio juvenil le llevó a destacar ya en las revistas satíricas de entonces, todas ellas republicanas. Pero con la dictadura llegó la censura y el miedo, el aparato descubrió las artes de aquel chaval que colaboraba con revistas «para rojos», y la historia terminó con Escobar en la cárcel Modelo de Barcelona. Muchos años más tarde, alcanzaría la fama con sus inolvidables historias sobre dos gemelos gamberretes, los ínclitos Zipi y Zape.
Han pasado ocho décadas de aquello. Esta semana se han vuelto a unir las palabras «censura» y «tebeo», quizá por primera vez en décadas. En un artículo publicado en el diario El País se analizaba la historia del cómic en España, para terminar lanzando una pregunta al aire: ¿cómo podíamos reírnos de aquel maltrato recibido por los niños a manos de su padre? Yo tengo la respuesta clara: porque sabíamos establecer los límites de la ficción, y por ende podíamos reconocer, también, los límites de un humor que no ofendía a nadie. Pobre Pantuflo Zapatilla, ahora retrógrado fascista; pobre Jaimita, víctima del maltrato; pobres críos. En fin, añorados noventa, un tiempo en que las viñetas afloraban por todas partes, los tebeos se vendían por miles, y en los que no vimos a ningún lector lanzarse por el tejado a lo Superlópez, o disfrazarse de neanderthal a lo Mortadelo. La influencia de estos tebeos acababa donde terminaba nuestra fantasía, sin que esta pisara el terreno de lo censurable. Sí, hubo un tiempo en el que la imaginación no delinquía.
Cuestionarse la validez ética de aquellas viñetas habla peor del presente que de aquella generación de dibujantes, muchos de ellos maltratados por el régimen. Analizo varios comentarios al artículo, y compruebo que muchos se tiran de los pelos porque aquellas generaciones que nos criamos al calor del tebeo normalizábamos el maltrato, la pobreza o la muerte. Así, en crudo. Pero resulta que esas generaciones no normalizaron el maltrato, la pobreza o la muerte, sino una visión sana de lo que la sátira expresa, dos dedos de frente para discernir si lo que se leía era aplicable o no a la vida real y, dicho sea de paso, un gusto por la libertad de expresión que hace tiempo que no catamos. Esta neocensura, esta especie de casticismo moral que nos vigila, se hace ya especialmente asfixiante. Los mismos que sufrieron la censura física de una dictadura infame sufren hoy la censura moral de mojigatos y santurrones. La historia gira sobre nosotros.
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