Volviendo a dar cuenta de A Sailor-Made Man (Fred Newmayer, 1921), la última vez que asistí a la proyección de un slapstick en una sala con otros espectadores, había una chica que nada más ver en pantalla a Harold Lloyd empezaba a reírse de tal forma que sus carcajadas acababan contagiándonos a todos. Recordando ahora aquella hilaridad desatada, vuelvo a escribir que el cine nunca hubiera arraigado entre la gente como lo hizo si en sus albores, cuando su imagen era silente, no hubiera tenido su género por excelencia, y su representación más genuina, en el slapstick. El «burlesco estadounidense», que le llamaban los primeros historiadores españoles, era aquella comedia física que practicaban los poetas del trallazo —desde los Keystone Kops de Mack Sennett hasta Mabel Normand, desde Larry Semon hasta el francés Max Linder— siempre prestos a recibir los trompazos, las tartas en la cara y los trompicones que fuera menester endilgarles.
Fue el escapista Harry Houdini quien, al ver al pequeño Joseph Francis Keaton caer de espaldas desde lo alto de una escalera mientras ensayaba un número con sus padres, le apodó “Buster”, “destructor”, o algo parecido en inglés. En aquellos días, Buster —nacido el 4 de octubre de 1895 en Kansas— contaba cuatro años y entraba a gatas en los espectáculos de sus progenitores, para regocijo del respetable. El trío familiar se llamaba Los Tres Keaton, y Buster también era conocido como la Bayeta Humana, por el vapuleo que recibía en cada actuación por parte de su padre. El autor de sus días ponía tanto empeño en lanzarle, estrellarle y golpearle contra el atrezo que en más de una ocasión hubo de comparecer ante los tribunales tutelares de menores. Y habría de ser una asociación para la protección de la infancia, la Gerry Society, quien acabó por expulsar a los Keaton de los escenarios estadounidenses. Antes de eso, durante una función su progenitor le derribó de un puñetazo y Buster tardó dieciocho horas en recobrar el conocimiento.
Y sin embargo, al pequeño aquellas palizas le agradaban. “Los espectadores se sorprendían de que yo no llorase» —recordaría, puesto a glosar su vida—. «No lloraba porque no me hacía daño. A todos los niños les gusta que sus padres los zarandeen. Todos son titiriteros y acróbatas por naturaleza. Además, por ser un cómico nato, al oír al público gritar, reír y aplaudir, me olvidaba de los chichones y cardenales que al principio podía sufrir”. Una de las cosas que descubrió entonces fue que siempre que sonreía o permitía que los espectadores sospecharan lo bien que se lo estaba pasando, parecía que éstos no reían tanto como de costumbre. Algún día habría que hablar sobre esa risa que el dolor de un individuo provoca en la grey ancestral y perversa.
En lo que a él respectaba, Keaton suponía que la gente no esperaba que a alguien a quien se le utiliza de bayeta, felpudo, saco de patatas o balón de fútbol le encante lo que se le hace. Amén de sus singularidades, estas palabras entrañan varias cosas. La primera podría definirse como la esencia misma del slapstick. Ya convertido en uno de los grandes del género, todo un tentetieso pleno de estoicismo, la impasibilidad del ademán con la que Keaton encajaba los trallazos le valió la admiración de los surrealistas y el sobrenombre de Cara de Palo. “Pamplinas” le llamaron los espectadores españoles. Pero aún habían de trasegar mucha agua los ríos antes de que el niño de goma llegara al cine para convertirse en ese “gran especialista contra toda infección sentimental”, como lo recordaba don Luis Buñuel, el mayor enemigo del sentimentalismo del que se haya tenido noticia.
Cada uno tiene sus propias fobias. La de Joe Keaton, el padre que vapuleaba en escena a su hijo, eran los nickelodeons. Los consideraba un envilecimiento del noble arte del vodevil, que practicaba junto a su familia. Con tales antecedentes, no es de extrañar que el niño al que le gustaba ser un felpudo —que curiosamente había nacido el mismo año que el cine— se aficionara a ver películas a escondidas. No es de extrañar tampoco que cuando empezó a ser demasiado mayor para participar en el número familiar, buscara trabajo en la incipiente pantalla.
Tras conocer por un casual a Lou Anger, el director de la Comique Film Corporation, el gran Cara de Palo llamó a la puerta de este estudio —aún en Nueva York— en busca de trabajo. Aquel día la suerte habría de serle favorable al hombre que nunca se reía. Le recibió Roscoe Fatty Arbuckle, quien simpatizó con él a primera vista. Antes de que la maldición que le impuso injustamente el puritanismo acabase con él, Fatty fue el primer cómico que recibió una tarta en la cara —la que le lanzó Mabel Normand—, el único rival de Chaplin en el favor del público en la cartelera de los años 10 de la centuria pasada. Tanto era así que la Paramount había montado esos pequeños estudios neoyorquinos, la Comique, para que pudiese desarrollar su creatividad a placer. Y en ellos debutó Keaton la mañana siguiente de pisarlos por primera vez. En Fatty carnicero (Roscoe Fatty Arbuckle, 1917), su primera cinta, recibió sus primeros batacazos frente al tomavistas, luciendo ya su canotier y la corbata de nudo artificial sobresaliéndole del cuello. Serían sus señas de identidad más frecuentes, como las gafas a Harold Lloyd o el bastoncito a Chaplin.
Tras ser destinado a Francia junto a su regimiento, Keaton regresó a Hollywood medio sordo. En tanto que unos historiadores estiman que la dureza de oído fue consecuencia de las explosiones, otros achacan dicha sordera a una infección. En cualquier caso, lo que en verdad cuenta fueron sus nuevos trabajos a las órdenes de Arbuckle. Fatty en el garaje y Fatty cartero (ambos de 1919) son dos de aquellas cintas, aún de dos bobinas, que llegaron a las pantallas españolas.
Colaborador con Arbuckle en las tareas de dirección —y con el resto de los realizadores para los que trabaja, sobre todo con Edward F. Cline— desde The Rough House, el hombre que nunca gesticulaba comienza a dar dinero a su estudio y se independiza de Fatty. Joseph M. Schenck, el propietario de la Comique y cuñado de Keaton, no duda en brindar a Buster cuanto le pide para unas acrobacias que suele rodar él mismo sin trucos y sin especialistas. En El rostro pálido —que dirige junto a Cline en 1921— se arroja sobre una red desde una altura de 24 metros. En La ley de la hospitalidad —que realiza en colaboración con John J. Blystone en el 23— casi se ahoga en una cascada. No hay duda, el niño de goma aún late en Buster Keaton. Pero será el escándalo que acaba con la gloria de su descubridor y amigo Roscoe Fatty Arbuckle lo que en verdad posibilita el viaje del gran Cara de Palo al parnaso de aquel Hollywood. La Comique se ha quedado sin su estrella principal y comienza a potenciar la de Keaton. Schenck no le pone trabas a nada. Keaton ya es una luminaria rutilante. Vive en una mansión de Beverly Hills de 300.000 dólares y de estilo italiano —un lujo descomunal para la época y más para el hijo de unos cómicos ambulantes—, se codea con Chaplin, Greta Garbo, Samuel Goldwyn, Rodolfo Valentino, Douglas Fairbanks… Y, sin embargo, no habría de pasar mucho tiempo antes de que Keaton, como tantos otros poetas del trallazo, tantos otros tentetiesos humanos de la imagen silente, también comprendiese que toda gloria es efímera.
Separado de su primera mujer, Natalie Talmadge —secretaria y tesorera de Schenck—, su ex se queda con la mansión italiana de 300.000 dólares y la mayor parte de su fortuna. Por otra parte, sus buenos tiempos, iniciados con el estreno de su primer largometraje —Pasión y boda de Pamplinas (Herbert Blaché y Winchell Smith, 1920)— ya están tocando a su fin. Ni El rey de los cow boys ni Siete ocasiones, que dirige en solitario en 1925, son aquellos éxitos de público que fueran sus primeros cortometrajes. El rey de los cow boys gusta más a los surrealistas que a esa gente corriente a la que quiere reflejar Harold Lloyd. Así, a Rafael Alberti el Buster cow boy le inspira uno de los más bellos poemas de Yo era un tonto y lo que vi me convirtió en dos tontos (1929): Buster Keaton busca a su novia y resulta que es una vaca.
Pero el encendido entusiasmo que Buster despierta entre los intelectuales no consigue evitar que El maquinista de la General (1927), hoy a todas luces su obra maestra, sea todo un desastre de crítica y público en su estreno. Es entonces cuando el gran Cara de Palo comete lo que el mismo fue a llamar “el peor error de mi vida”. Tamaña equivocación no fue otra que firmar un contrato con la Metro Goldwyn Mayer.
El slapstick, el cine silente en general, ya está llegando a su fin en el nuevo estudio. El más grande de los poetas del trallazo no goza de la libertad de creación que le brindó Schenck. Implantado el cine sonoro, la Metro obliga al viejo acróbata del mutismo a protagonizar comedias junto a Jimmy Durante: El amante improvisado y Piernas de perfil (ambas realizadas en 1932 por Edward Sedgwick) destacan entre todas ellas. Dan pingües beneficios en taquilla, pero Keaton no entiende el nuevo cine y comienza a beber demasiado. Ya alcoholizado, vuelve a ser un actor secundario e incluso acaba escribiendo gags para otros. Verbigracia, buena parte de los exhibidos por los Hermanos Marx en Una noche en la ópera (Sam Wood y Edmund Goulding, 1935).
Acepta su destino con el mismo estoicismo que en los días felices recibía los batacazos. A principios de 1934, cuando es contratado para protagonizar El rey de los Campos Elíseos, de Max Nosseck, ha de vender unos bonos de guerra —–su último tesoro— para poder pagar el pasaje a Francia. Aunque rueda constantemente, la cuesta abajo continuará hasta que se interpreta a sí mismo como uno de los jugadores de bridge que entretienen a Norma Desmond (Gloria Swanson), la estrella envejecida y marchita de la imagen silente, en El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950). Tanto esta pequeña colaboración como su creación de la pareja de Calvero (Charles Chaplin) en Candilejas (1952), vuelven a llamar la atención del público sobre él y sobre la triste suerte de tantas luminarias de la pantalla silente. Por cierto, la reivindicación de Keaton por parte de Chaplin en esa secuencia en que los dos, ya viejos y acabados, realizan un último número de vodevil en un escenario olvidado, amén de una imagen conmovedora es uno de los gestos que más honran a Chaplin, pues aunque siempre fueron amigos, en teoría eran rivales en el esplendor de los trallazos.
Su última cinta, Golfus de Roma (1966), fue dirigida en Madrid por Richard Lester para aprovechar los decorados levantados por Charles Bronston para La caída del imperio romano (Anthony Mann, 1964). Alfonso Sánchez, el entrañable crítico del diario Informaciones y TVE, debió de visitarle en aquella filmación. El caso es que este maestro de la literatura cinéfila en español conservaba una de las barajas con las que el gran Cara de Palo se entretenía mientras preparaban el plano.
Pero quien más hizo por la reivindicación de Buster Keaton fue Raymond Rohauer. Desde que existe, la Colección Rohauer viene siendo la puerta de entrada al cine silente para los cinéfilos de todo el globo. Entre las muchas películas de aquel primer Hollywood, recuperadas en vida por este distribuidor de Los Angeles para las generaciones venideras, las de Buster Keaton ocupan un lugar privilegiado. Gracias a la gestión de Rohauer, a partir de los años 60, se pudieron volver a aplaudir títulos como La ley de la hospitalidad —que Keaton codirigió con Blystone en 1923— o El moderno Sherlock Holmes (1924), otras dos obras maestras de Pamplinas. A la postre, el gran Cara de Palo fue a recibir entonces los aplausos negados en su momento.
Buster Keaton, el hombre que no se inmutaba ante los trallazos, fue una de las pocas glorias de la imagen silente olvidadas con la llegada del cine sonoro que pudo gozar de su rehabilitación y celebración en vida. En ello estaba cuando murió en Los Ángeles el primero de febrero de 1966.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: