En Insular (Tres Hermanas) Franco Chiaravalloti propone un periplo geográfico y humano a parajes ignotos, desiertos voraces y ciudades hostiles, puntos en el mapa donde los personajes buscarán salvarse, hallar esa isla, real o imaginada, mental o geográfica, y hacerla su refugio, sin sospechar con cuánta facilidad un refugio puede convertirse en cárcel.
Zenda reproduce uno de los relatos incluidos en este libro, Frontera.
Yo también he atravesado la frontera. Mi frontera. Ya no volveré a mi tierra de origen, a esa tierra seca a pesar de la lluvia. Ahora me espera primavera eterna. Desde hoy, lo sé, viviré en un país donde sólo sopla la suave brisa de las tardes de marzo. Aleluya. En ese país las estrellas de medianoche escribirán su nombre, el canto del marabú me traerá su voz, la almohada de plumas que abrazo cada noche antes de dormir tendrá la textura de su piel y de su barba espesa. Él sí volverá a su tierra, en un par de días se irá de aquí, de mi lado, de este mundo ahora ya no árido, ahora fértil –las hojas del banano bailando al son de la brisa, la lluvia de la tarde llenando cubos, mi reflejo en los charcos después de esa lluvia–. Goran se irá, lo más probable es que no regrese. Pero no me dejará sola. Sentiré dolor el día de su partida, pero el dolor de la nostalgia es más dulce que el del abandono. Porque entre nosotros no habrá abandono, sólo habrá distancia. Empaquetará sus cosas, abrazará a cada hermano de Epang’a, se mezclarán lágrimas propias y ajenas, cogerá el autobús a Nairobi y después un avión, monstruoso aparato. Ese día preferiré esconderme, no querré despedirlo, si no lo veo marchar es como si no se hubiese ido. En realidad nunca se apartará de mi lado, lo sé, mi espíritu le pertenece a él tanto como a ti, oh Todopoderoso. Siempre pediré a los cielos por su buenaventura. Porque el amor es paciente, es bondadoso, dice Pablo a los corintios; el amor no tiene envidia, no es jactancioso ni arrogante. Nada de envidia, jactancia o arrogancia hay aquí. El amor más puro es aquel que no espera. Aquel que sólo habla en presente.
El matatu bandea en la carretera y nos hace bandear a mí, a Goran que dormita a mi lado y a los veinte pasajeros restantes; según indica el cartel pegado en el parabrisas, la capacidad máxima del vehículo es de doce. Nuestros cuerpos chocan entre sí, las cabezas golpean contra el techo, los sudores se mezclan. Hace unos minutos descendió un chico que había viajado acostado sobre mis piernas, sobre las de Goran y sobre las de los dos pasajeros a su derecha. Es habitual que la gente viaje así en mi país, le expliqué a Goran cuando noté su enfado, «¿Qué hay de malo?», añadí, «todos tenemos derecho a coger un matatu», pero no me respondió.
Volvíamos de Busia. Durante semanas, Goran había insistido en que quería pasar uno de sus días de descanso en la frontera con Uganda, para, al menos, «cruzar la línea» —como él decía— y darse el gusto de haber visitado otro país. Me ofrecí a acompañarlo, conocía bien el camino; qué alegría sentí cuando me dijo que sí.
Se veía agotado: llevaba la barba desgreñada, la piel se le pegaba a los huesos como con furia y unas ojeras azules le enmarcaban los ojos. Hacía tres meses que Goran colaboraba como voluntario en la escuela donde doy clases. Por las mañanas, el hombre de piel rosada ayudaba a los albañiles en la construcción de las nuevas aulas acarreando piedras, cavando zanjas, mezclando cal y cemento o participando en la fabricación de ladrillos. Por las tardes, los lunes y miércoles charlaba con los alumnos sobre cuestiones prácticas —primeros auxilios, viajes, diferencias culturales—, y los martes y jueves asistía a clases de suajili. Admiraba su ahínco, y me inquietaba su soledad: cuántas tardes lo había contemplado a escondidas mientras arrastraba una pesada carretilla, o cuando intentaba llevar –sin demasiado éxito– un cubo de agua en la cabeza. En silencio, siempre en silencio. Goran no rezaba, según me había dicho no veneraba a ningún Dios, no esperaba el regreso del hijo del Santísimo; en esos momentos de esfuerzo solitario hubiera podido murmurar alguna oración, levantar la vista al cielo y rogar o agradecer, pero no lo hacía, nunca lo hacía. Yo sentía pena por él. No es un alma enferma, en absoluto. Goran es noble, es entregado y sincero. Lo sé, lo percibo. Pero también noto que lleva algo pesado dentro, algo que le desgasta el espíritu. Si comprendiera que la misericordia está a disposición de todas las almas, la vida de Goran, mi querido Goran, sería luminosa. Muchos son los dolores del impío, quisiera decirle, pero al que confía en el Señor, mi amado Goran, la misericordia lo rodeará.
—No hay nada más allá de la muerte —me dijo una noche frente a la hoguera, mientras tomábamos café junto al resto de voluntarios.
—¿Y entonces dónde crees que va nuestro espíritu? —le pregunté.
—No existe tal cosa. Cuando morimos, nuestros cadáveres harán crecer plantas que darán de comer a animales que serán comidos por humanos. Y así. Los siglos pasarán, nuestro recuerdo desaparecerá y no quedará rastro alguno de nuestro paso por la Tierra. Como si no hubiésemos existido. No hay motivos que expliquen por qué estamos aquí. No hay razones de nada.
Ahora lo miro a hurtadillas mientras regresamos a casa. Se lo ve satisfecho, relajado. El chirriar del matatu lo saca de su somnolencia. De a ratos mira el paisaje, de a ratos pierde la vista en un punto perdido en el interior del vehículo. «Un país más. O un país menos», me dijo con orgullo apenas cruzar el control fronterizo. No entendí qué disfrute puede ofrecer una tarde en Busia, polvoriento pueblo limítrofe. Allí caminamos un rato, él compró una pequeña bandera ugandesa, comimos un pollo mal cocinado y me pidió que lo fotografiara delante de un cartel que señalaba la carretera hacia Kampala. Regresamos sin más.
Me alegré de verlo contento.
—¡Un nuevo país! —dijo casi gritando cuando le devolvieron el pasaporte sellado, ya en territorio ugandés—. Es el país numero cuarenta que conozco—. Volvió a elevar la voz, ahora porque a nuestro lado pasaba a toda velocidad un camión inmenso que transportaba cerdos.
El humo negro del tubo de escape me bloqueó durante unos segundos la imagen de su piel tan blanca y sus cabellos tan rubios. Junto con nosotros, muchas otras personas pasaban de un lado al otro llevando enormes bolsas en la espalda, pidiendo dinero, vendiendo ndizis u otras frutas, o tan sólo comerciando al menudeo. Al lado de toda esa gente, Goran era una gota de leche en medio del barro.
Minutos después, mientras comíamos aquel pollo en un bar junto a la carretera polvorienta, unos chicos se acercaron para ver más de cerca a Goran.
—Mzungu! Mzungu! —repetían.
Chismorreaban entre ellos y se tapaban la boca al reír.
—¡Dejadlo en paz, insolentes! —les increpé en suajili.
Los niños no se iban. De hecho, el griterío llamó la atención de más chavales, que, a esas infernales horas de la tarde, vagaban entre los tenderetes y a la vera de la carretera. En apenas segundos eran más de quince los watoto que rodeaban a Goran. Primero le acariciaban la piel tímidamente, a turnos, después lo pellizcaban; finalmente hacían un gesto de sorpresa o de asco, y volvían a reír.
Goran se dejaba hacer. Él también reía. En esos dos meses, nunca lo había visto reír.
—Acha! Ondoka hapa! —grité enfadada. Los niños huyeron despavoridos. Sus pies descalzos levantaron aún más de ese polvo que aterrizó en la piel de nuestro pollo.
Hasta la llegada de Goran, yo tampoco había visto tan de cerca un hombre blanco. El primer día que lo vi fue en la misa de bienvenida a los voluntarios —excepto él, todos eran kenianos—. La gente se le acercaba para saludarlo y le preguntaban si era americano o inglés. Respondía que era de Serbia, pero nadie tenía idea de que existiera ese país. Desde entonces, Goran me habló mucho de su tierra. Me contó que veinte años atrás hubo una guerra tremenda, enorme. Una bomba cayó sobre la casa de sus abuelos; murieron ambos y un tío. Aún me cuesta creerlo. Desconocía que los europeos hoy tuvieran guerras. Allí todo parece calmo, abundante y limpio. Cuando le conté que muchas veces pensé en emigrar de aquí para irme a países como el suyo, me respondió con tono severo:
—¿Te piensas que allí estarás mejor que aquí? Ni se te ocurra.
Después de que los niños se fueron continuamos comiendo el pollo. El mío estaba muy duro, me resultaba imposible cortarlo. Le pedí que cogiera la pata, yo tironeé del muslo y forcejeamos hasta que por fin conseguimos separar ambas partes. Gotas de aceite salpicaron la camisa de Goran, y nuestras manos acabaron pegoteadas. Lo vi reír por segunda vez desde que está aquí. Dos risas en un mismo día.
Nos levantamos, pagó la cuenta y continuamos el paseo. Goran caminaba con largas zancadas en medio de esa carretera llena de contrabandistas, mujeres con jofainas en la cabeza y más niños pidiendo chelines. No podía ir a su ritmo, así que lo seguí detrás. De espaldas se veía más alto, pero también más frágil. Me resultaban atractivas sus pantorrillas desnudas, delgadas, salpicadas de pelos anaranjados; días atrás le había advertido que aquí los hombres no visten pantalón corto, pero esa advertencia a él no le importó y siguió con las pantorrillas al aire.
Caminando tras él volví a fantasear con que me viera desnuda. Nadie nunca me ha visto desnuda, desde mi infancia, cuando nadaba con mis primos en el Victoria. Yo misma, en mis treinta años de vida, jamás me he visto desnuda: los espejos sólo existen en las ciudades, en Kisumu, en Nakuru, en el lavabo del dispensario de Maseno. Por las noches, bajo la manta, me toco los senos o la barriga, y dibujo en mi mente los contornos de mi cuerpo. Me comparo con las piernas fibrosas de Joyce, con los pechos excesivos de la hermana Elsa ocultos bajo el hábito, con las imágenes de los chicas blancas americanas que aparecen en el televisor de la familia Omongo, y me siento blanda, suave, de piernas largas y poco firmes. No consigo imaginar mi barriga, mis tetas, cómo se ven de frente el círculo de mis pezones. Evito llevar mi mano más abajo, el vello que lo recubre, el calor que sale de allí, a veces los dedos pasan cerca, rozan, tocan, quisiera seguir, oh Dios. Pero no avanzo, me detengo avergonzada. Y respiro. Me inspecciono el rostro con la punta de los dedos, me leo, recuerdo mis reflejos en la taza del té, en el vidrio de la iglesia, en el espejo de Maseno. Mi nariz pequeña, mis dientes, mis ojos hundidos. Mis ojos están como hundidos, no me gustan. Y la textura de mi piel: cubierta de poros, alguna cicatriz, cada vez más arrugas. Y mi cráneo afeitado. Quisiera dejar de usar pelucas en público, quisiera que el cabello liso fuese mío, quisiera dejármelo crecer, visitar las peluquerías en Kisumu y pedir un buen alisado, un trenzado, todas esas cosas que se hace Olive, la mujer del director de la escuela. Ella sí que puede. Pero cómo permitírmelo, cómo ir cada dos meses a Kisumu sólo para eso.
Goran nunca me verá calva.
Se detuvo a mirar el género de una tienda de especias y sacó un par de fotos con esa cámara tan curiosa. También retrató a unos niños que le pedían picha, picha, y después les enseñó el resultado en la pequeña pantalla. De lado, Goran se veía aún más frágil. Si su barba y su pelo fueran negros se parecería a Nuestro Señor: el color de piel es el mismo. Saludó a los de la tienda:
—Mlembe muno, muno, muno!
La gente lo miró extrañado, y yo me reí a unos metros. Goran se creía que aquí la gente puede entender el bunyore, la lengua de mi pueblo. A estas alturas, ya debería saber que en los cien kilómetros que hemos recorrido en matatu para llegar hasta aquí atravesamos tres idiomas diferentes. En Uganda no tienen ni la más remota idea de qué es el bunyore.
Dos horas después de haber atravesado la frontera, Goran volvió a poner esa cara de cordero degollado tan habitual en él.
—Ya está. ¿Regresamos?
Intentamos detener un matatu para volver a casa, pero todos estaban atestados y Goran no quiso subirse a ninguno de los que frenaban a nuestro lado. Le sugerí que lo mejor sería cogerlo del lado keniano, que allí había más transportes, y que podríamos ir en boda-boda hasta aquella terminal. Boda-boda, ¿qué es eso? Tampoco sabía, a estas alturas, que así se le llaman a las bicicletas con asientos detrás.
Viajamos en dos boda-bodas y le resultó divertido. Pero qué pena, agregó, que tenga tan poco tiempo; si tuviera un día más también podríamos haber ido a la frontera con Ruanda.
Esta tarde Goran es feliz. No hay huellas de tormento en su cara. Sonríe en silencio, con la mirada perdida en las hondonadas salpicadas por casas de barro allá a lo lejos, que pasan a toda velocidad tras el vidrio del matatu. Tenuemente sonríe, con las comisuras apenas levantadas. Quisiera saber qué piensa, si en el nuevo país que ha visitado, si en que sólo quedan dos días para su partida, si en mí. Yo también sonrío, más que él, aunque no me vea. Ha sido un día memorable. Memorable. Nada interesante ha pasado en realidad, pero fue memorable. Nunca había tenido una cita, de esas que dicen que pueden conseguirse en Nairobi o en Kampala. Estar a solas con un hombre durante tantas horas, casi todo un día, hablar sin que nadie nos escuche, reír sin miedo a ser observados, tocar con timidez el dorso de su mano. Nunca olvidaré este día. Entonces verás al Hijo del Hombre que viene en las nubes; verás el poder, verás la gloria. Evangelio según San Lucas. Creo que Goran no piensa en mí. No piensa en nada ahora mismo. Puede que si no tienes Dios sea imposible rellenar espacios vacíos. No me importa. Yo siento la gloria de este viaje de regreso, la gloria que existe entre los dos aunque él no crea en ella, no crea en nada. ¿Pero por qué su sonrisa? ¿Por qué su respirar tan calmo? A Goran ya no le molestan los rebotes del matatu. Me giro lentamente en busca de su mirada. La encuentro. Ojos azules enmarcados de azul. Nos sonreímos. Y entonces. Entonces dejo caer mi cabeza sobre su hombro. Siento que es lo único que puedo hacer en este momento, que todas mis acciones y pecados, todas mis noches murmurando el Rosario antes de dormir conducían a este destino. Mi mejilla se hunde poro a poro en la superficie de su camisa, la carne de mi cara se adapta a la forma de su hueso, el calor de ambas pieles atraviesa la tela y se hace un único calor. Quiero alabarte, oh Señor, con todo el corazón, y contar todas tus maravillas. El matatu circula llano, sin sobresaltos, el rugir del motor se difumina hasta hacerse brisa, todos los ruidos son brisa de marzo, la brisa sale de mis pulmones, de los suyos, y mis ojos cerrados ven rosa, ven azul. Goran levanta el brazo, lo pasa tras mi espalda. Me abraza. Me abraza y quiero llorar. Me estrecho aún más contra su cuerpo. Me acurruco en el hueco de su pecho. Mi cuerpo desaparece, oh Señor, roca mía, redentor mío. Unas lágrimas se forman solas, se acumulan y se dejan caer; se forman solas, sí, yo no las he creado. Tampoco soy consciente de que respiro, de que mi corazón late, de que detrás de estos ojos cerrados hay mundo, el mundo de siempre. Y entonces. Entonces Goran se incorpora leve, muy levemente y deja que sus labios se posen en los míos. En los míos, Dios. Y creo, creo en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Un rayo de luz me atraviesa de la cabeza a los pies. El rayo no se va, el rayo permanece. Hace que toda esta piel que me envuelve se sacuda, que tiemble el mundo detrás de estos ojos cerrados, que el temblor empuje hacia fuera estas lágrimas que afloran solas. Mantengo los labios estirados, tras estos ojos cerrados está Goran, Goran y los ínfimos surcos de sus labios, que encastran con mis propios ínfimos surcos. La textura de esos labios, el calor de mis lágrimas, su respiración rozándome la piel. Abro los ojos y me encuentro en Epang’a, en la escuela a medio construir, siempre a medio construir, allí los niños que siempre serán de otros y nunca míos, mis dientes que van cayendo al pasar los años, mamá que muere de malaria, años después mi hermana, también la malaria, cada vez me cuesta más ver de lejos, cada vez me cuesta más cavar tumbas sin ayuda, por suerte están Kandi y Zack, mis alumnos predilectos, cómo los quiero, que me ayudan, ellos crecen, se casan, tienen hijos e igual me ayudan a cavar tumbas, estoy tranquila porque sé que cavarán la mía bien, bien profunda, allí junto a mis hermanas, junto a mi madre, en el fondo de casa.
Y siempre la textura de estos labios, el calor de mis lágrimas, su respiración rozándome, siempre.
Franco Chiaravalloti reside en Barcelona desde 2003, ciudad en la que cursó sus estudios de posgrado en Literatura Comparada. Vivió en Argentina, Italia, Inglaterra y Kenia. Especialista en narrativa breve, desde 2010 imparte clases de cuento y microrrelato en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonès. Anteriormente ha publicado los volúmenes de relatos Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente (Hijos del Hule, 2009) y Esos de ahí afuera (Talentura, 2015; edición argentina a cargo de Baltasara, 2020). Además, ha colaborado en numerosas antologías de narraciones breves e hiperbreves, tanto en España como en Argentina. Sus artículos de crítica literaria aparecieron en publicaciones impresas y en línea, como Granta, Quimera o Revista de Letras. En 2019 formó parte de la comitiva que representó a Barcelona en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires
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Autor: Franco Chiaravalloti. Título: Insular (“Frontera” es un cuento que pertenece a este libro). Editorial: Tres Hermanas. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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