Los bares, como los puntos y coma, han dejado de existir; al menos de la forma arbitraria y subjetiva que marca la naturaleza de ambos. A los bares y los signos de puntuación les atañe una pausa cuya duración nadie conoce a ciencia cierta. Los habita la subjetividad de los bebedores y los plumillas; el estado expansivo y voluble que comparten. Los hubo famosos, bebedores y plumillas claro, pero también las fondas y tabernas en las que solían darse cita. Muchas páginas dan fe de aquel tiempo en el que copas y comas bailaban al pie de un volcán.
Tuvimos grandes libros como grandes bares donde imaginarlos y planificarlos. En el Madrid del XIX no hubo fonda en la que no se conspirara ni glosara. Tras los años del absolutismo, las sociedades pasaron de la clandestinidad a las tabernas. A comienzos del XIX, era más que conocida la vehemencia de las sociedades del Lorencini y la de la Fontana de Oro, también las liberales tertulias de la fonda de Cruz de Malta o las que se celebraban en el primer Levante, en la Puerta del Sol, taberna a la que era asiduo Goya. En ese entonces había más bares que libros y, por supuesto, personas que supiesen leer. Y sin embargo, algo parecía crepitar con más fuerza.
Hoy, todo sucede de otra manera, tan arrancado de vida que a nadie se le ocurriría quitársela, incluso un servidor como quien escribe poco tendría que hacer en un mundo cada vez más reñido con las cosas que manchan y hacen ruido. Según las cifras publicadas en el barómetro del CIS de este año, 2 de cada 3 españoles admitieron no haber leído un libro en todo el año, pero sí haber ido al menos una vez al bar en la semana. No faltó quienes se rasgaran las vestiduras e incluso hasta pidieran el cierre de los bares… cuando el problema, el verdadero problema puede que estuviese en otros lugares anteriores al bar, por ejemplo: la escuela, ese olvidado territorio, esa caja negra de la que muchos responsables de las políticas públicas ignoran qué ocurre y qué deja de ocurrir en su interior. El asunto no radica, acaso, en el hecho de que existan o no bares, sino que exista algo que decirse en ellos.
A El Parnasillo, en los bajos del antiguo teatro príncipe, justo donde hoy se levanta el Teatro Español, acudían José de Espronceda, Ventura de la Vega, Patricio de la Escosura, Ramón Mesonero Romanos, Ramón de Valladares y Saavedra, Antonio Ferrer del Río, Gregorio Romero de Larrañaga, los hermanos Madrazo. Era un lugar infecto y pequeño, pero bastaba. En aquellos años, la Villa que Ramón de Mesonero Romanos describió en su Manual de Madrid (1831) contaba con 200.000 habitantes. En España la población se acercaba a los diez millones, de los cuales muy pocos tenían acceso a la educación y los libros. A pesar de eso, las ideas bullían y los temas para ir al encuentro parecían mayores. En 2015, dos siglos después, la población sobrepasa los 46 millones de habitantes —el 98% alfabetizada— y se publican más de 73.000 títulos año. Libros que pocos compran y mucho menos leen.
¿El interés en la lectura se extingue como lo hace la capacidad de citarse para tener algo que decirse? ¿Los libros que se editan, los muchos libros que se editan, cómo son? ¿Así como se sirve sucedáneo de alcohol, existe el garrafón literario en las fondas del Madrid actual? ¿Tienen realmente cosas que decirse quienes acudan hoy a los bares? ¿Sigue siendo el espacio público el lugar donde se gesta el discurso de una sociedad? ¿Hemos olvidado la duración de exacta del bar como hemos olvidado el uso del punto y coma, esa amnesia de quien se arranca de la lectura, de quien olvida –de a poco– las pausas? ¿La gente no lee porque va al bar? ¿O porque la alergia lectora ya la traía de casa?
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