Zenda publica, en dos entregas, esta larga conversación aparecida originalmente en el número 9 de la revista Campo de Agramante entre el crítico Santos Sanz Villanueva y el poeta Francisco Brines, recientemente galardonado con el Premio Cervantes.
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—Vamos, si te parece, Paco, directamente al grano. La primera cuestión que quiero plantearte está más que manida, pero, aun así, sigue sin resolverse. Según tu opinión, para qué sirve la poesía.
Luego te diré otra cosa que me parece importantísima. La poesía es una escuela de tolerancia. Pero eso creo que podemos irlo viendo a medida que vayamos dialogando.
—Como te parezca. En la mano tengo la última recopilación de tus libros, Poesía completa (1960-1997), publicada en la editorial Tusquets en 1997. Incluye toda tu obra. Con posterioridad, que yo sepa, no has publicado nada más. Así que está todo, no falta nada.
—Sí, está todo. Falta un libro que ahora está agotado. Cuando haga una nueva edición de estas poesías completas y para que haya alguna novedad en esa edición incluiré ese pequeño libro que va con comentarios, bajo el título de Poemas excluidos. Son poemas que se habían quedado fuera por circunstancias distintas y explico el porqué de esto en cada uno de ellos. Los “poemas excluidos” irán ahora como apéndice porque pertenecen a épocas distintas y no se pueden situar en el libro desde una fijeza cronológica. Además añadiré cuatro poemas nuevos.
—La primera vez que reuniste tus poesías fue en el año 1984 y desde entonces forman un conjunto, Ensayo de una despedida. Este título general me parece una síntesis verdaderamente penetrante. No es que se trate de una etiqueta buena o mala para definir una totalidad poética unitaria sino que es el resumen exacto de la filosofía que impregna tu escritura. Cuándo percibiste que esa era la visión del mundo que marcaba tu obra.
—Cuando me propusieron reunir todos los libros en un tomo en el año a que has hecho referencia. Se debió también a una razón práctica. La poesía no es un género de venta masiva sino para adictos a la poesía porque la poesía no sirve para una conversación de sobremesa. A alguien, aunque no le guste el deporte tiene que preocuparse algo por el fútbol si quiere hablar en una sobremesa o en cualquier conversación general que se tenga. Eso no vale, en cambio, para la poesía. La poesía es propia de gente que la lee porque le gusta, porque le satisface. Entonces, tiene una presencia muy minoritaria y además difícilmente se editaban en aquella época segundas ediciones. Así que cuando me pidieron hacer unas obras completas, porque estaban agotados algunos de los libros, en realidad se trataba de la publicación de la segunda edición de todos los libros publicados. Cuando me vi en esa tesitura, para darle al libro un título que no fuera Obras completas, porque tampoco lo eran, ya que la obra aún estaba en marcha, busqué uno que fuera abarcador de todos los libros. En aquel momento es cuando me di cuenta de que todos los títulos de mis libros —cuando preparo un libro lo último que hago es buscarle un título, porque yo no escribo para un libro, escribo poemas—, me di cuenta de que esos poemas tenían unos condicionantes comunes. Al tener que planificar el libro general le vi ese sentido último. Fue entonces cuando me di cuenta de que todos los títulos, por lo tanto todos los libros escritos por mí obedecían a un mismo centro espiritual y obedecían a una misma visión del mundo.
Mi primer libro se titulaba Las brasas. Las brasas es aquello que está quemándose, carbón o madera, en proceso de extinción, pero aún vivo. Palabras a la oscuridad hacía referencia a las palabras de los poemas que van también hacia la oscuridad como el hombre hacia la muerte pero quizás más lentamente, en el mejor de los casos, que el hombre en su vida personal. Aún no, título del tercer libro, es una denominación filosófica de Heidegger, pero yo utilicé el “aún no” como la afirmación más débil que hay; en ese proceso de dejar de ser, lo que aún no se ha negado a sí mismo. El último libro personificaba el olvido, que es lo que dice su título, Insistencias en Luzbel, ya que Luzbel personifica en uno de los poemas el olvido.
Como ves se me presentaron cuatro títulos completamente distintos pero que habían ido adquiriendo la significación general que tenían. Eran como metáforas de una misma intuición. Entonces le puse a la obra completa Ensayo de una despedida.
Vivir es un don, pero es un don, y eso ya lo dijo Quevedo, que se nos da y que empezamos a gastar desde el primer día de nuestra vida, es decir, a la vez que cumplimos el trascurso de la existencia nos estamos despidiendo del existir. Y esto es el ensayo de una despedida, el sentimiento de la pérdida de la existencia del ser. Y es algo con lo que tienes que conformarte, con esta despedida, o sea, con la aceptación del destino mortal que tenemos todos. Y que es duro aceptarlo. Pero que se acepta porque no hay excepción alguna. Al menos de momento así parece.
—El que Cernuda, para ti uno de los grandes poetas, una de tus referencias esenciales, utilizase un título general, La realidad y el deseo, ¿pudo influirte en esta decisión?
—Sí, me influyó. Cernuda, que es un grandísimo poeta, hasta el año 36 en que reunió por vez primera todos los libros suyos, pocos publicados como tales y casi todos inéditos, aunque había publicado poemas en revistas no estaban conjuntados en libro, tenía una diversidad estilística muy grande en cada uno de los libros. Por ejemplo, el primero era un libro que estaba en la tendencia de la poesía pura cuyo mayor exponente era Jorge Guillén. El segundo libro eran unos poemas de tipo neoclásico. Los dos siguientes eran libros surrealistas, el que siguió era un libro becqueriano, el último un libro hímnico. Eran distintos de contenido y de forma. Y sin embargo tuvo la genial intuición o percepción de darles con el título la unidad a todos los libros, ya que era la visión del mundo de todos ellos lo que exponía el título. La lucha que se establecía entre la realidad y el deseo. Y este título le sirvió también a él para los libros que iría escribiendo después. Es el primero que lo hace en la literatura española y con un acierto absoluto. Después de él lo hemos utilizado, con esa finalidad, algunos poetas. Yo quise intentar lograrlo desde esa perspectiva, explicar el ser originario de mi poesía, que es algo que se va descubriendo a medida que se va escribiendo y a esas alturas de mi obra yo ya lo había visto. Luego he continuado poniéndole el título Ensayo de una despedida a toda la recopilación de la obra reunida mía.
—Hay, sin embargo, una diferencia curiosa. En Cernuda, La realidad y el deseo designa su poesía entera, por así decirlo, y no es solo el título abarcador de toda ella, de modo que evita la fórmula descriptiva “Poesía completa”. En tu caso, sigues poniendo Poesía completa en la cubierta y guardas sorprendentemente, en las distintas ediciones, no solo en esta última, para la portadilla interior Ensayo de una despedida.
—No. Esto solo me ocurrió en la editorial Tusquets.
—No, no. En la colección Visor también, Paco.
—No.
—Sí. Nos podemos jugar la cena.
—Podemos hacerlo. Me gustaría.
—Al menos así se ve en el ejemplar que yo tengo.
—No, pone Ensayo de una despedida.
—En la portada solo pone Poesía 1960-1981. Luego viene una portadilla con Ensayo de una despedida, sin otra indicación. Y a continuación otra portadilla con Ensayo de una despedida (1960-1977). Queda, pues, acordada la apuesta.
—Yo creo que en la portada pone Ensayo de una despedida. Aquí, en Tusquets, ocurrió lo siguiente. Me mandaron las galeradas para que corrigiera las erratas. Me enviaron la portada de dentro, pero no la cubierta. La cubierta no suele mandarse al escritor, a no ser que él la quiera ver por el dibujo que lleve. Y en la cubierta pusieron Poesías completas buscando creo yo precisamente la diferencia con las recopilaciones anteriores mías. Si tuvieras razón, la causa sería idéntica.
—Ensayo de una despedida es una síntesis original y extraordinaria de tu visión del mundo. En tu poesía hay, además, me parece algún otro elemento resumidor de tu experiencia de la vida. Pienso en Elca.
—Elca es una casa en el campo donde he habitado desde pequeño. He estado allí todos los años. Pasaba los veranos en Oliva, parte de ellos en la playa, y parte en el campo. Dos experiencias muy distintas. La estancia en la playa era con amigos, era el mar, era libertad absoluta. Y el campo, donde vivía en el mes de septiembre, cuando el tiempo es más recogido, tenía lugar allí, en Elca, y estaba más solo. Entonces me dedicaba a leer. A leer, a reflexionar y llegado el momento empecé a escribir. Era el lugar donde yo sentía encontrarme conmigo mismo y establecer mi relación con el mundo exterior. Era no solamente el descubrimiento del campo y de las estaciones, septiembre es un mes maravilloso, hay un cambio de estación con el paso del verano al otoño, se acortan los días, cambia el color de los árboles, hay nuevos frutos, la luz y las nubes son distintas; eran variaciones mínimas pero para un niño o para un adolescente son variaciones prodigiosas. Todo ello, y la soledad, favorece la introspección interior, la indagación de la persona que entonces era conflictiva y compleja. Eso ocurría allí. Eso es una fuente de la poesía. Elca para mí no era mi casa del invierno o del año, pero sí era la casa donde yo me he encontrado mejor instalado. Hasta el punto de que he querido volver a vivir allí, y lo he hecho, cuando murió mi madre, y allí estoy. Y vivo allí como aparece en el primer libro: el personaje poemático era un anciano que habitaba solo en esa casa. Y así he llegado yo, viejo y solo a esa casa. Es decir, fue una visión premonitoria; sin yo saberlo, cuando lo escribí, ya que entonces tenía veintitantos años, estaba de alguna manera reflejando no lo que estaba viviendo sino lo que viviría al cabo del tiempo, que es mi momento actual.
—Un poema tuyo, precisamente el que se titula “Elca”, me parece que condensa al máximo tu sentido de la vida. Es un poema de una calidez absoluta y donde revelas algo así como una filosofía. Haces una especie de exposición del mundo y el final lleva el don de la vida hacia el misterio.
—Es un poema formado por seis estrofas de versos heptasílabos y el contenido se va alternando según las estrofas impares o pares.
Ya todo es flor: las rosas
aroman el camino.
Y allí pasea el aire,
se estaciona la luz,
y roza mi mirada
la luz, la flor, el aire.Porque todo va al mar:
y larga sombra cae
de los montes de plata,
pisa los breves huertos,
ciega los pozos, llega
con su frío hasta el mar.Ya todo es paz: la yedra
desborda en el tejado
con rumor de jardín:
jazmines, alas. Suben,
por el azul del cielo,
las ramas del ciprés.Porque todo va al mar:
y el oscuro naranjo
ha enviudado en su flor
para volar al viento,
cruzar hondas alcobas,
ir adentro del mar.Ya todo es feliz vida:
y ante el verdor del pino,
los geranios. La casa,
la blanca y silenciosa,
tiene abiertos balcones.
Dentro, vivimos todos.Porque todo va al mar:
y el hombre mira el cielo
que oscurece, la tierra
que su amor reconoce,
y siente el corazón
latir. Camina al mar,
porque todo va al mar.
Las estrofas impares hablan de un presente bello, de un presente inmediato de existencia, de vida. Las pares, con el símbolo manriqueño del mar, están hablando de la muerte, de que este don que es la existencia va a acabar, y que va a tener un final ineluctable. Pero hay un tono de aceptación que se da tanto en el vivir del presente amado como ante ese destino de pérdida, porque tenemos que aceptar la condición de nuestra propia naturaleza.
—Se dice que la novela es el género de la madurez. Que antes de los cuarenta un escritor no hace una buena novela. En cambio, se tiene a la poesía por el género casi de adolescencia. Hay incluso una especie de mitificación del poeta de dieciocho años y mejor, más mito será, si deja de escribir. Tú fuiste un poeta joven pero no juvenil. Cuando publicas Las brasas tienes veintiocho años si no me equivoco. ¿Cómo fue el proceso de llegada a la poesía?
—La escribir empecé mucho antes, a los catorce años. Entonces no había televisión, no había otras tentaciones que hay ahora, y me gustaba leer. Escribí porque leía. Creo que el escritor se hace porque selecciona lo que al leer le emociona. A partir de eso intenté lograr algo emocionalmente semejante. Entonces procuré escribir. Era por cierto muy malo, como es natural. Tenía una experiencia repetida que era la experiencia pedagógica del colegio. Había que estudiar una determinada materia y cuando después te preguntaban respondías con mayor o menor brillantez o acierto según lo que habías asimilado y la expresión utilizada. Pero nada te asombraba en tu respuesta. Los compañeros te hacían preguntas que no te habías formulado sobre cosas que habías vivido. Por ejemplo, ya que he hablado antes del verano. Las vacaciones eran largas, eran de tres meses, julio, agosto y septiembre, y, si habías estado en dos lugares diferentes, un amigo te preguntaba “y qué prefieres, la playa o el monte” y tú no te lo habías planteado, solamente lo habías vivido. Al responder tenías que matizar, ver qué era lo que te gustaba de la playa, qué es lo que te gustaba del monte, qué es lo que dejabas en uno de los lugares que ibas a echar después de menos, qué es lo que obtenías que no tenías antes. Formulabas una respuesta que al tiempo que la dabas a los demás te la dabas a ti mismo. Pero tampoco sorprendía la respuesta porque era el reflejo de lo que yo había vivido.
Cuando empecé a escribir poesía, estos textos mediocres que escribía entonces, sufrí un deslumbramiento. Aquello no parecía que salía de mi voluntad o reflexión, y sin embargo sabía que salía de mí. El resultado me dejaba estremecido porque parecía que había escrito aquello como en un rapto, desde la inexistencia del conocimiento de lo que yo respondía. Aquello no sabía por qué había surgido de aquella manera y eso me fascinó. Es el misterio de la creación. En cualquier orden de cosas, en la música, en la pintura, en la poesía. Entonces me hice un adicto de la poesía como revelación. Nunca he podido escribir un poema sabiendo lo que iba a decir más o menos de antemano; por eso yo nunca he podido escribir cierta clase de poesía. La poesía social, por ejemplo, me podía llegar a interesar en los demás pero no en mí mismo porque los poetas sociales corrientemente ya sabían lo que tenían que escribir, si no el cómo, sí el qué. En la poesía religiosa confesional ocurre lo mismo. Yo en la poesía buscaba conocerme a mí mismo desde la porción desconocida que abunda en mí. Porque cuando se escribe poesía, la cuartilla o el folio es como un espejo al que nos asomamos. Ahí se asoma un personaje que sabemos que somos nosotros pero aparece a veces con un rostro distinto al nuestro. Esto mismo puede ocurrir en los sueños. Hablamos con alguien que aparece con un rostro diferente al que sabemos que tiene en nuestra realidad. Eso ocurre en la poesía. Porque en la poesía cosas muy nuestras que incluso nos definen, ella las aparca y no aparecen, y otras que desconocemos son las que van apareciendo también en el poema. Entonces el texto, si el texto es de poeta al que le importa la vida y que habla desde la existencia, tiene una mezcla de cosas que conoce de él y de cosas que desconocía. Y a medida que va escribiendo va descubriendo un rostro, el del personaje poético, que no es el personaje real aunque también lo sea, sino también el que se le ocultaba.
—Cómo fue tu entorno familiar. No era favorable a la literatura y no tenía una vinculación con el mundo cultural. Tampoco era propicio el formativo, porque estudiaste Derecho.
—La poesía la descubrí en el bachillerato. Empecé a leer poesía en la colección Austral, que era la asequible, y, en fin, uno entra en la poesía por medio de los textos de la asignatura de literatura. Empecé a leer poemas y a lo mejor se lee a Jorge Manrique, o se lee a San Juan o se lee a Juan Ramón. Y aquello te gusta, te gusta mucho, y entonces compras libros. En generaciones posteriores ha habido gente que a lo mejor lo que le interesaba eran los cantantes y un cantante selecciona una letra de Machado y la musicaba. Y buscando esa letra buscaba un libro de Machado y se hacía adicto a la poesía por mediación de Antonio Machado. Yo empecé a leer poesía y la poesía me interesó muchísimo. Estudié después Derecho porque en aquella época Filosofía y Letras no tenía ninguna salida. No había universidades nuevas, estaban las de siempre, y en cuanto a institutos, por ponerte un caso, en toda la provincia de Valencia había solo dos, el Luis Vives, el antiguo colegio de los jesuitas del siglo XVIII en la capital, y un instituto en Játiva; no había más institutos, dos, por lo tanto la salida de la enseñanza que te ofrecía Filosofía y Letras no existía, esa carrera no te daba ninguna oportunidad. Los asistentes a Filosofía y Letras eran todas chicas, menos tres o cuatro seminaristas que habían salido del Seminario y como sabían latín tenían la ventaja de que ya conocían la lengua y luego podrían dar clases en colegios. Apenas había compañeros. En Valencia no los encontré.
Así que estudié Derecho pero a la vez me matriculé de Filosofía y Letras en los cursos comunes. Por entonces tuve el primer suspenso de mi vida, que fue en Derecho Civil. A mí el derecho no me interesaba absolutamente nada y llegó un momento en que estudiaba dándome un atracón de dos días antes de los exámenes y a base de memoria, que entonces la tenía, aprobaba los cursos. Por aquel entonces, y durante el año, yo vivía lo más intensamente posible, y leía a mi gusto. Lo que hice fue, como por lo general hacemos los que somos aficionados a la literatura —no sé ahora, ahora espero que menos, porque hay otro ambiente y menos prejuicios—, leer como un robinsón, en plan autodidacta, esa es la palabra. Cuando terminé Derecho quise estudiar Filosofía y Letras, porque me interesaba la literatura, y hacer Románicas, pero en Románicas no había historia ni arte, y a mí me interesaban la historia y el arte como compañeras de la literatura. Así que me matriculé en Historia también. Pero tenía tal cantidad de asignaturas de las que no me importaba nada bastantes de ellas, que tampoco fui el estudiante que debí ser. Creo que no fui lo bastante exigente conmigo mismo.
—¿Y el entorno familiar? ¿Te ayudó o tuviste que superar resistencias?
—Ese entorno no era favorable a las letras, en cuanto que desde él se me incitara a su encuentro, pero tampoco fue contrario o, menos aún, hostil. Fueron respetuosos con estas aficiones mías, y no las obstaculizaron; incluso procuraron que yo me sintiera a gusto en ellas, ya que ese era mi firme deseo. Mi padre hubiese preferido que estudiase Ciencias Económicas, y así me lo había propuesto al terminar el bachillerato, pero dejando a mi voluntad la decisión. Le di gusto, en vista de las escasas salidas de Letras, y me dirigí a Deusto con la intención de licenciarme de abogado economista. Deseché la idea acabado el primer curso, y volví a Valencia para matricularme de Derecho y de Letras. Tras el suspenso de que te hablé, mi padre, poco acostumbrado a ellos, me aconsejó que terminase bien Derecho y que después, si quería, que estudiase Letras. Y me fui a Salamanca; deseaba conocer y vivir la ciudad. Como ves tuve la inmensa suerte de tener unos padres muy comprensivos, maravillosos. Luego siguieron mi carrera literaria con un callado entusiasmo. Por eso me alegró tanto la concesión del premio Adonáis, tan importante entonces, a mi primer libro. Me alegró aún más por ellos que por mí. Desde la primera vez que recopilé mis libros les dedique toda mi obra, y así he seguido haciéndolo. La dedicatoria es sencilla: “A mis padres, vivir fue amar”. Su conducta fue siempre una manifestación de amor, y mi agradecimiento es doble, porque cuando uno recibe amor le están enseñando también a saber amar.
—A pesar de estas difíciles salidas en la docencia que señalabas, sí has sido profesor. Enseñaste en Oxford.
—En efecto, tuve la posibilidad de ejercer un lectorado en Oxford y estuve allí un par de años. Son las únicas veces que he dado clases. En Oxford y también en Cambridge además de ayudar al profesor en las traducciones tienes que impartir clases de literatura. Por ejemplo, el primer trimestre ellos me dictaron el tema: el Romancero gitano de Lorca y Antonio Machado. En otro elegí yo a Quevedo, en otro elegí la Teoría de la expresión poética de Carlos Bousoño aplicada a la generación del 27. En otra ocasión me impusieron, y a mí no me podía interesar nada, la poesía de finales del siglo XIX español, que no hay por dónde cogerla. Y no digo nada si la reciben ingleses que tienen una poesía decimonónica tan extraordinaria. Y a ver qué hacía yo con Núñez de Arce, con Bartrina, y aun con Campoamor. Así que me fui hacia abajo todo lo que pude para rescatar a Bécquer y con Bécquer a Rosalía de Castro. Luego, con la excusa de ver los dos romanticismos hablar del Duque de Rivas para darles algo que tuviera interés. No hablé nada de los otros. De esta materia no se examinaban, con lo cual me vinieron sólo dos alumnos en ese trimestre y debió ser por piedad que continuaron asistiendo y no me dejaron solo. Por cierto que uno de ellos era remero del equipo de Oxford y aquel año ganaron la carrera frente a Cambridge. Se lo había merecido.
—Apareces en las historias de la literatura dentro de la generación del medio siglo. Sin duda, formas parte de una promoción que marca la poesía de los cincuenta y sesenta y en la que también deja su huella algún poeta algo anterior como Pepe Hierro.
—Pepe Hierro es de la primera generación de la postguerra, lo que pasa es que Hierro escribe algunos poemas cercanos a lo que hicieron algunos poetas de la generación del cincuenta, y su expresión es contenida y sobria, pero es de la generación anterior.
—Cómo te ves en ese grupo.
—Ese grupo se formó desde la amistad en Barcelona. Se manifestó en Barcelona en torno a la revista Laye y después Seix Barral. El núcleo del grupo eran Carlos Barral, Gil de Biedma y José Agustín Goytisolo. Costafreda quedó algo más marginado. Ellos quisieron atraer y atrajeron a algunos poetas no catalanes, ya que escribían en castellano. Se acercaron un gallego, que era Valente, un asturiano, que era Ángel González, un andaluz, que era Pepe Caballero Bonald, e hicieron también amistad con ellos, ya que coincidieron en Colegios Mayores o iban por Barcelona. Hubo dos más jóvenes que no fuimos del grupo. Uno apareció antes como poeta, Claudio Rodríguez. Cuando decidieron homenajear en Colliure a Antonio Machado yo no había escrito todavía ningún libro, por lo tanto poéticamente no existía. Los únicos dos que faltan para formar el grupo digamos canónico son Claudio Rodríguez y yo, y les interesamos por las razones que fueran. Creo que en el caso de Claudio evidentemente por la calidad de su poesía. Y en mi caso supongo que también estimarían algo de eso. El canon lo da García Hortelano en la antología que hace de la generación del cincuenta.
Desde entonces yo empiezo a conocer poco a poco a cada uno de ellos. Antes de la antología de García Hortelano conocí a Jaime Gil de Biedma cuando ya había publicado yo mi primer libro. Cuando estaba escribiendo los poemas de mi segundo libro me lo pidió sin conocerlo para una colección de poesía, “Colliure”, que habían sacado los del grupo con una intención primera de poesía social. Pero se comprobó después que fueron evolucionando. Le dije a Jaime que no veía el libro en “Colliure” porque no era social y tampoco veía que a la colección le conviniera un libro como el mío, que era un libro de mayor meditación intimista. Y me dijo que no le importaba, él estaba cambiando ya. Hasta el punto de que cuando él publicó en la colección lo hizo con una antología personal de poesía amorosa, no social. O sea, que ya se había trasformado el destino literario de la colección.
—Perteneces cronológicamente a la promoción, pero las preocupaciones tuyas a las que te has referido…
—Creo que las generaciones o los grupos generacionales tienen en común muchas cosas al principio cuando empiezan. Buscan los mismos maestros literarios, hay una filosofía que rige la época, en aquel entonces era la existencialista la que estaba dominando en Europa, los acontecimientos sociales o políticos se viven a una misma edad. Tienen muchas cosas en común. Pero luego si verdaderamente son poetas se van diferenciando y cada uno va haciendo su propio camino y así ha ocurrido en la generación del 50, en la que Claudio no tiene nada que ver con Gil de Biedma ni éste con el segundo Valente ni con Barral, que abandonó el tono del libro que publicó en “Colliure” para volver a una poesía de mayor dificultad expresiva y mayor complicación intelectual y sensorial. O sea que ya cada uno hace su camino personal y tiene su propia evolución. Esto ocurrió también con los del 27; antes de la guerra todos tuvieron parecida evolución, menos Guillén y Salinas. Porque estos eran de otra generación; aunque militaban en el grupo, eran los más jóvenes de la generación de Juan Ramón Jiménez. Son los únicos que no hicieron poesía irracionalista, es decir, la poesía surrealista de entonces. Pero los demás la hicieron todos, luego ya se separaron y cada uno hizo su propia obra literaria personal sin atenerse al entorno.
—Aprecio también un rasgo particular de tu personalidad en tu relación con los dos poetas que marcan la evolución de la poesía de postguerra. Creo que el gran cambio de rumbo se produce cuando Antonio Machado es desplazado como modelo e ideal, tanto estético como cívico, por Luis Cernuda. “San Antonio Machado”, como se llegó a decir, fue referencia básica de la primera etapa de la generación del 50, pero no tuya, me parece. Tú preferiste muy pronto a Cernuda. Eso, por otra parte, te libró de la querella Cernuda contra Machado. ¿Cómo valorabas entonces a Machado y qué veías en Cernuda?
—El auge de Machado en las dos primeras generaciones de posguerra vino dado porque se impuso cuantitativamente la poesía social, impulsada por la reacción literaria que representaba Antonio Machado, y se eligió para ello el libro suyo más realista y crítico, Campos de Castilla. Su calidad era indudable, pero a mí me interesaba más el primer Machado, el poeta simbolista. La poesía social nunca me impulsó a la escritura, y para mí la poesía debe ir acompañada de una revelación, o del desvelamiento de una oscura y concreta experiencia. Cuando publiqué Las brasas los críticos señalaron unánimemente a Antonio Machado, pero se trataba del primero, el simbolista. Fue después de la publicación de mi segundo libro cuando advirtieron la sombra de Cernuda, y así ocurrió también después con Valente y Gil de Biedma. Yo era un entusiasta de Juan Ramón, y le debo la afirmación de mi vocación poética y en él eduqué mi sensibilidad. Antonio Machado me gustó también siempre, y el último Machado también me conformó después personalmente. Cernuda fue mi otra gran devoción grande. Me emocionaba ver en su obra cómo se insertaba en ella el hombre que la escribía: su autenticidad y la defensa de su propia verdad era una lección magistral de ética. Su expresión poética, sobria, precisa y elegante, nos comunicaba un mundo tan rico como gratificante.
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Puedes leer aquí la segunda entrega de esta conversación.
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