El otro día, en el transcurso de una conversación con un autor filósofo muy interesado en la educación, este comentó que nuestros hijos y nietos se tendrán que acostumbrar a vivir con dos memorias, una neuronal, la que ya conocemos, la tradicional, y otra digital, (no es solo que ahora usemos menos la memoria porque tenemos al alcance las respuestas a todas las preguntas, es que también hay muchos más datos que recordar que antes). Esta segunda memoria sería algo así como el disco duro externo que todos tenemos por casa.
Me ha impactado y sorprendido la imagen pero, al mismo tiempo, me ha parecido plausible el hecho de que el ser humano se hibride finalmente con la máquina y lo artificial, aunque sea de esa forma tan poco orgánica.
Enseguida he pensado en la idea de cargar con dos biografías, dos vivencias. Como si no fuera suficiente con una… Una personal, al uso, y otra virtual y casi insondable.
Yo, que he sido un obstinado usuario de la psicoterapia, he imaginado una sesión psicoanalítica en la que mientras el psicólogo charla con el paciente y juntos desentrañan escenas recordadas cargadas de significado, un informático, a su lado, examina el contenido del repositorio digital, y revisa los metadatos de los archivos. Sus terminaciones —.avi .exe .doc .pdf—, sus megas, sus fechas… El primer vídeo porno visualizado, las primeras calabazas por Tinder, el primer «me gusta» en Facebook, el troll de Twitter que tan mal se lo hizo pasar cuando tenía quince, el primer muerto en el Fortnite, la foto de la espinilla en la nariz que subió su hermana a Instagram y vio todo el instituto, los pedidos a Amazon, las entradas de la Wikipedia consultadas, los TikTok y, en definitiva, todo aquello que está por venir y que no podemos ni imaginar.
Luego, psicólogo e informático quizá pondrían en común sus conclusiones y se las mandarían al paciente en formato meme por Whatsapp, o harían un Zoom o un Teams, o lo compartirían con sus followers por el puto Telegram.
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Desde hace ya algún tiempo que me sumerjo en el mundo de aquellos que vivieron antes de 1492, en sus creencias, en su relación con el conocimiento y su medio, en aquella tierra circundada de mar cuyas aguas, pensaban, se vertían hacia la nada, mucho más allá de donde moraban los dragones y las serpientes marinas que los cartógrafos de la época marcaban con el categórico «Hic sunt dracones». Me gusta testar la solidez de sus creencias, de las certidumbres que guiaban sus vidas.
Hoy en día nos vanagloriamos de conocer los límites y las hechuras del planeta y del exiguo trozo de espacio en el que flota, pero ¿quién nos asegura que, como aquellos seres humanos de la Edad Media, no estemos ignorando yo qué sé: dimensiones, puertas, realidades ignotas como la que descubrió por error Cristóbal Colón? ¿Acaso creemos que no queda rastro salvaje en la Tierra?
El ser humano se ha ido enfrentando a lo largo de su historia a frustraciones, a heridas agudas en la concepción profunda de sí mismo.
Primero tuvo que aceptar que la Tierra no era el centro del universo ni que el Sol giraba alrededor nuestro, sino todo lo contrario. Después Darwin nos aclaró que no surgimos de la santa nada, sino que solo somos un simio más o menos sofisticado. Y el golpe final lo dio, quizá, Freud, cuando enunció que ni siquiera somos responsables de nuestros actos, sino que son nuestras biografías, afectos y desafectos pasados lo que configura nuestro comportamiento.
El análisis de la Historia nos proporciona la evidencia de que no sabemos nada, ni llegaremos a saber nada. Siempre habrá un conocimiento oculto. El haz y el envés, la luz y la sombra.
Quizá la historia de la humanidad no sea más que un viaje hacia la humildad más absoluta, hacia la más pura modestia, la llaneza del saberse insignificante y la libertad que eso proporciona. Quizá sea eso la sabiduría. Volver en fin a la enseñanza del «solo sé que no sé nada». Aceptar nuestra nimiedad, tumbarnos sobre la hierba y tratar de fundirnos con una existencia superior a nosotros mismos.
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¿No es curioso que usemos el término «inhumano» para aquellas representaciones más crueles y violentas del ser humano? ¿Acaso la historia de la humanidad no es la historia de la barbarie?
No sé si me parece más un alarde de hipocresía colectiva, una inocencia estúpida o puro cachondeo.
¿No sería más acertado usar el término «inhumano» para la bondad, la generosidad o la belleza, que es lo menos habitual?
Quizá es que cargamos de deseos las palabras, aunque estas entren en contradicción con la realidad. A lo mejor nombramos lo anhelado y no lo descrito. Quizá el mundo es esa tensión entre lo que es y lo que debería ser.
Porque está claro que, después de tanto tiempo, si algo hemos aprendido es que el ser humano es inhumano y que el comportamiento humano es lo excepcional.
A pesar de que desearíamos que fuese justo al revés.
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