Admirado Eslava:
Antes de esa fecha la gente no amaba, cabe concluir, así que juzgue mi sorpresa.
No sin encomendar mi alma a Nuestra Señora, la Virgen de Hontanares, me voy a permitir matizar. A saber: que Safo descubriera el amor, lo describiera según su gusto y afición y hasta lo nombrara no significa necesariamente que se lo inventara.
Digo yo.
Una cosa sería “inventar”, otra “descubrir” y otra distinta, “mencionar” y hasta “nombrar”, que es lo que hace la literatura: señalar y poner nombre a lo que, pese a existir, no lo tiene. Vamos, que el hecho de nombrar lo que sea no lo crea. A no ser, claro, que sea uno El Creador por antonomasia, ese cuyo Nombre no debe ser usado en vano, qué le voy a contar, “en el Principio era la Palabra” y todo eso.
Lo más probable, pues, es que el tal amor, se llamara como se llamase, ya estuviese ahí cuando Safo reparó en él, como América lo estaría antes de Colón, y Plutón antes de que el astrónomo Tombaugh certificara su existencia lejos del Sol y, en un rasgo de ingenio, le pusiera el nombre del Señor de las Tinieblas.
O sea, Plutón. Con “ele” intercalada, que nadie se llame a engaño.
Incluso usted, aunque tal vez sin darse cuenta, diferencia entre el artefacto literario del amor y el “amor propiamente dicho”, así lo llama. Hace años le consagrara usted al tal su divertido y desmitificador Homo erectus, que cita por extenso en su respuesta. Y hay motivos: con ese libro introdujo usted en la literatura amatoria el arsenal de endorfinas, testosteronas y demás guarrerías científicas que dan pábulo al “amor propiamente dicho”, entidad bien distinta del “impropiamente dicho amor” que habría inventado Safo, la muy frívola, hace veintisiete siglos. Pasa una cosa: que siguiendo su curiosa línea argumental de usted, hasta el “amor propiamente dicho” se queda al final en otra invención literaria, en cuatrocientas páginas más de literatura en torno al amor, un poco más no importa, cada cual ve las cosas como le parece aunque no las mejore ni las cambie ni las altere. Ni mucho menos las invente.
Siguen siendo las mismas. Las que ya eran. Y todo lo demás, puntos de vista, que es lo verdaderamente importante: la mirada. Reconozca que la que usted pone sobre este asunto, si lúcida, divertida y no poco cínica, es escasamente útil. O pruebe a decirle al objeto de su interés amatorio que “el roce de su piel, señorita (o señorito, o lo que sea) genera en mí endorfinas de extraordinaria calidad”.
La literatura ha de ser útil. ¿Puede usted imaginar al don Juan “de verdad”, el de Zorrilla, hablando de endorfinas? ¡Se extinguiría la especie! Que, por otra parte, tampoco me parece mal. Alguna utilidad habría de tener la precisa (y frígida) verdad científica.
Con esto me despido y, sin más consideraciones, le hago llegar el testimonio de mi respeto como vasallo devoto y también una invitación cordial a gritar con los irredentos fans de los rosalianos amores toliños “viva el amor” impropia o propiamente dicho. A estas alturas ¿qué más dará ya?
Su atto. y s.s. Q.B.S.P.
DB
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