Nihilismo, spleen, existencialismo, absurdo, recreacionismo… Con todos los matices que queramos ponerles, todos estos «movimientos de la queja y la desesperanza», como los llamó Steiner, se alimentan de la idea misma de la repetición, o mejor, del hastío aparejado a la certeza de que nada es auténtico y de que no hay destino ni final, ni siquiera sentido, de que no habrá recompensa celestial ni castigo divino, solo el mismo juego idiota de solipsismo existencial alrededor del yo. La última —y fascinante— novela de Bruno Galindo está protagoniza por un director de cine en sus horas bajas, una especie de Sísifo 2.0, que descubre que todo lo que le rodea, no solo su mundo, sino el mundo en general, es un remake de lo que ya aconteció en el pasado, una ucronía sin margen posible para la originalidad, y por tanto para ser y existir esencialmente. La inautenticidad de nuestra sociedad se refleja en su tendencia natural a reconstruir y volver sobre el pasado, a reconstruir y manipular el recuerdo que se ha convertido en un producto más de comercio. Este narrador, del que poco sabemos, carece de nombre, es solo un «director de cine». No hay deseo de crear un personaje introspectivo o de profundidad psicológica compleja, sino que la contradicción del personaje se opera en un plano objetivista, fílmico, casi extirpados a toda emoción, que casi le transforma a ojos del lector en un concepto.
La novela inicia con un encuentro fortuito entre el director de cine y una agente con la que en el pasado mantuvo relaciones. Al final de la fiesta, deciden marcharse al apartamento para consumar, no la cópula que es, sino la cópula que fue, algo que, a pesar de la disposición de la mujer, entregada con fruición a la tarea, le resulta imposible al protagonista. No es una cuestión de impotencia, sino de fidelidad. A pesar de nuestra necesidad, plantea la novela, nada se repite, al menos con la minuciosidad suficiente para superponer los planos del pasado-presente que lo transformaría en una verdadera segunda oportunidad. El director deja a la mujer en su casa y se dirige a la que fue la casa de su infancia, donde vivió con sus padres, para descubrir, de nuevo, que toda tentativa de evocación del pasado es inútil, porque lo que fue nunca permanece inalterable. Los cambios le provocan cierta sensación de extrañeza y expulsión de su propio pasado. Menciono esta pequeña anécdota de partida, que ocupa las páginas preliminares del texto, para ilustrar el modo en que Galindo trabaja con los conflictos a través de mímesis. Son las situaciones las que hablan, siempre alimentando ese margen entre lo que el autor escribe y el lector debe interpretar. Es en esa distancia de silencio donde Remake es interpretada y cobra todo su verdadero sentido, convirtiéndose en un diálogo intelectualizado con su receptor.
Como heredera del posmodernismo que es, Remake volatiliza, o desestabiliza, los límites entre los géneros, y en ciertas escenas adquiere un notable cariz ensayístico, como la escena donde la pareja visita una exposición con el revelador título de Volver a hacer (Arte del Remake) y que no es sino una excusa para ilustrar el marco teórico-estético de la novela, sus referentes y, en cierta medida, sus deudas contraídas y, por qué no, la certeza de que la novela es, en sí misma, también un sofisticado remake de otras muchas anteriores. Será en esta exposición donde la agente le dice al director que cierto productor de cine, que podría financiar su nuevo proyecto y, además, fue su amante, celebra una fiesta que pretende ser la reproducción de otra que ocurrió en los ochenta. Eso incluye, por supuesto, la asistencia de los mismos participantes. Y de ella en particular. Dado que la agente ha envejecido, en realidad ha madurado, le sugiere al director acudir a la fiesta con una de sus jóvenes actrices cuyo parecido la convierte en la candidata perfecta. Lo dejo aquí, pero es fácil dilucidar de los extractos argumentales que la obra orbita, una y otra vez, como la famosa mariposa de Goethe, alrededor de la luz, y que será esa luz, o la tentación de la luz —un coito malogrado, un pasado irrecuperable, la famosísima escena de El acorazado Potemkim—, la que desencadenará el final.
Una sucesión de escenas que se dan la mano para tejer un universo relacional alrededor de la repetición, el remake. Sin duda la novela se sitúa en la estela del artista británico Tom McCarthy, del mejor DeLillo, unas gotas de Coover y del Wallace de La escoba del sistema, es decir, de ese grupúsculo de autores alejados de dogmatismos realistas que mantienen un tenso diálogo con la actualidad y que escriben a la búsqueda, alejados de la omnipresente tiranía de la trama tan habitual en nuestros expositores. Una literatura obstinada en revalidar su función de entretenimiento inteligente y presentar un universo tecnificado para visualizar las inconveniencias del trinomio lector-texto-sociedad. Pero, sobre todo, la novela de Galindo resulta valiosa porque plantea y articula muchas preguntas: ¿en qué momentos del pasado dejamos de ser auténticos para convertirnos en repetición?, ¿en qué momento perdimos las fuerzas para hacerlo?, y sobre todo, ¿en qué instante la sociedad dejó de interesarse por Ser para entregarse al Reproducir? Reproducir, ¿qué? El único instante en que usted se creyó feliz. Ahora cierre los ojos. Ya. ¿Cuál fue ese instante? Ese instante en el que fue feliz. Ahora rebobine, reprodúzcalo ad infinitum. Lo diré más claro: lean esta novela. Incluso si no les gusta, créanme, agradecerán haberla leído.
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Autor: Bruno Galindo. Título: Remake. Editorial: Aristas Martínez. Venta: Todostuslibros y Amazon
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