Probablemente cuando escribes un documento lo haces en una herramienta informática que ha sido creada por alguien que no habla tu lengua. Probablemente los ingenieros que escribieron el código estaban más preocupados de no introducir un fallo de seguridad que de que reconociera correctamente todo el léxico de tu idioma. Y es más que probable que los nuevos términos incluidos en la reciente actualización del diccionario de la Real Academia Española de la Lengua no hayan levantado ninguna alerta de trabajo en muchos de los equipos de ingeniería de las empresas que hacen estas herramientas.
Y todas ellas llevan unas fantásticas utilidades, activadas en la configuración inicial de los programas, que subrayan con color rojo las cadenas de texto que no reconocen como un término léxico correcto en el idioma que has elegido para tu documento, lo que reconocerá como un error ortográfico, y en color azul aquellos que son errores gramaticales con construcciones inexactas entre correctos términos del vocabulario léxico que reconocen.
Para muestra, unos botones
Así, si escribes algo que está mal, como este “habrío” mal tildado y con una hache de más —que puede ser una mezcla de desconocimiento, o simplemente consecuencia de escribir rápido y cometer un error tipográfico—, el corrector ortográfico de, en este caso, Google Docs, te lo marca como error ortográfico.
Y eso está bien. Al informar al usuario de que hay un error ortográfico lo que se espera es que éste realice un cambio del término, corrigiendo su escritura. Y los usuarios normalmente lo hacemos. Terminamos de escribir el texto y buscamos los errores ortográficos. Pero, ¿nos podemos fiar? Pues difícilmente, porque los correctores de escritura en estas herramientas comenten dos tipos de fallos, que son, a saber: falsos positivos y falsos negativos.
Es decir, que en muchas ocasiones nos encontramos con que dejan pasar los errores por no estar ajustados los correctores ortográficos, lo que conlleva a una viralización —verbo recién añadido al diccionario— de ese error ortográfico, que puede ser la utilización de verbos equivocados en expresiones, o de palabras que no existen en nuestro idioma, o un sinfín de ejemplos más. En este caso, podéis ver cómo tres expresiones que contienen errores no son reconocidas por el corrector ortográfico, lo que lleva a pensar a la persona que utiliza esta herramienta que las expresiones son correctas.
No, no me interpretéis mal. No tengo nada en contra de la evolución de la lengua y la creación de nuevas palabras, como presumía de hacer el gran Cela. Cualquiera que escriba un texto es libre de elegir la composición de palabras que quiere utilizar para comunicarse. Es el fallo de la herramienta lo que quiero apuntar, pues no está siendo un apoyo fiable para el usuario de estas herramientas, y está consiguiendo que los errores se viralicen.
Pero también sucede justo lo contrario. Los correctores ortográficos cuentan también con falsos negativos, o lo que es lo mismo, marcan como incorrectas palabras que no lo son. Por ejemplo, en la plataforma que utilizo para escribir mi blog “Un informático en el lado del mal”, que se llama Blogger y es de Google, como Google Docs, aun siendo de la misma compañía no tiene el mismo motor de corrector ortográfico. Así, una palabra tan común como “vespino” es tratada como un error y se informa al usuario de ello.
Las herramientas fallan, ¿y qué?
Si todo este artículo ha sido para explicar que el corrector ortográfico falla, largo camino hemos hecho para tan poca gloria. Es cierto. Pero no es de eso de lo que quería hablar, sino del impacto que tienen estos dos sencillos errores en nuestra vida presente y futura. Y es que, cuando estos correctores están activos en las herramientas que utilizan todos los hispanohablantes, tiene un impacto enorme en cómo evoluciona nuestra lengua y el valor de ella misma como activo de nuestra sociedad.
El primer fallo del corrector ortográfico descrito, el que provoca que no se detecten los errores, hace que la comunicación pueda fallar, ya que el emisor utiliza términos que puede que el receptor de la comunicación no entienda, o de los que no pueda identificar correctamente su significado. Los diccionarios tratan de ser una salvaguarda de la comunicación. El emisor codifica sus ideas, pensamientos o mensajes a transmitir en símbolos escritos para que sean decodificados y entendidos por el receptor. Si el receptor no entiende alguno de ellos puede ir al diccionario para decodificar el significado que porta esa cadena de letras escrita de esa forma dentro del mensaje completo. Si esos términos no están en el diccionario, podría suceder que el destinatario del mensaje no llegase a ser capaz de decodificar las ideas que porta. Os aseguro que la frase “Es un judge” que ponía en el ejemplo será de interpretación múltiple y difícil, lo lea quien lo lea.
Si eres un buen lector, sabrás que los grandes escritores nos dejan mensajes ocultos más allá de las normas de decodificación básica que nos da el diccionario, e incluyen matices en los mensajes más allá de las pistas básicas que nos dan las acepciones de un término en el manual de interpretación que llamamos «diccionario». Incluyen términos, expresiones y referencias complejas para incluir palabras o que aportan su porción del significado del mensaje trayendo información desde historias mitológicas, canciones de música o libros de lectura populares.
Sería para ti vivir en el día de la marmota entender esta frase sin haber disfrutado de una infancia de buen cine familiar que te haya ayudado a crear un diccionario popular compatible con el mío. Podría perderse el significado de lo que yo, como escritor de esa frase, he querido decir al incluir las palabras “día de la marmota” en ella.
En definitiva, el que un corrector ortográfico no detecte los errores básicos da la falsa sensación de que el texto va a funcionar en comunicación. Pero no tiene por qué. Sin embargo es solo eso, un fallo de una herramienta.
El segundo fallo, el de dar por error algo que sí está en el diccionario, hace un flaco favor a nuestra lengua, porque tiene acción directa en las personas que están usando nuestro idioma. Provoca una reacción bastante común. Hace que los usuarios de estas herramientas de edición de textos, cuando ven que su palabra está marcada en el texto con un subrayado en color rojo, en un alto porcentaje de los casos la cambien por una que no quede estigmatizada. Es decir, provoca que un gran número de usuarios dejen de utilizar esa palabra. Y si se deja de utilizar masivamente ese vocablo nuestra lengua se reduce.
Es sencillo de entender. Si la herramienta de corrección de texto estigmatiza una palabra como “vespino”, los usuarios buscarán utilizar algo que sepan que no se marcará en rojo. Y utilizarán algo como “moto” o “motocicleta”, que son reconocidos perfectamente. Ahora bien, lector, si yo te digo que “fui en vespino a ver a mi vecino”, te haces claramente una imagen de qué tipo de medio de transporte utilicé. Si digo lo mismo usando el término «moto», puedes imaginarme con un casco de colores conduciendo una de esas motos veloces que lleva Marc Márquez o con una Harley Davidson con mi melena al viento y unas gafas de sol. Eres tú el que aporta los detalles a la falta de definición de matices en el término. La comunicación se ha visto empobrecida. Yo realmente fui en un vespino y nada tiene que ver con ninguna de esas dos imágenes que te has podido hacer en tu cabeza.
Con esa reducción paulatina de la riqueza de la lengua a la que nos lleva a dejar de usar palabras porque el corrector ortográfico nos ha dicho que “alguien podría reírse de nosotros si escribimos esa palabra que está mal” perdemos todos. La riqueza de la lengua permite construir composiciones artísticas más bellas. Da más pinceles y una gama de colores mayor a los escritores que narran historias en nuestra imaginación a partir de palabras cosidas en un papel. Si se cercena el lenguaje por una erosión continua de términos estigmatizados, la capacidad de transmitir mensajes de negocio afinados a los detalles, o la capacidad de plasmar nuestras ideas en medios de comunicación, pierde nitidez. Se vuelve borrosa. Se pierde finura al tener que utilizar términos menos específicos o ajustados al mensaje real que se quiere codificar. Es malo para nuestra lengua, para las artes y para la economía.
La tecnología está para quedarse
Dudo que los programadores e ingenieros que ponen un corrector ortográfico de nuestra lengua hayan tenido tanta preocupación por cuidar nuestra herencia cultural a la hora de poner dicha característica en la herramienta. También es difícil pensar a priori que un error tan pequeño pueda tener tanto impacto. Puede que al final incluso debamos ignorar que esto sucede y tomar a los programadores de estas herramientas como un ente más de los que evolucionan nuestra lengua, pero al igual que en el artículo anterior decía que nuestros acentos culturales a la hora de hablar se están modificando por los acentos de los asistentes digitales que hablan y se meten en nuestras vidas, la forma en la que evoluciona la lengua escrita se ve afectada por los correctores ortográficos que usamos en nuestros editores de textos.
Tal vez veo esto así es porque peco de exceso de expectativas. Y es que, para mí, siendo catalogado como corrector ortográfico y no como una “herramienta de sugerencias ortográficas de un programa que se puede equivocar pero que a lo mejor no”, quizá no debería cometer el segundo error, que es tan básico como tener el diccionario actualizado. Creedme que tecnológicamente los ingenieros somos capaces de hacer cosas mucho más complejas, y que solucionar este problema no es, para nada, un reto. Es más una decisión de “con esto va que chuta” que un “es técnicamente imposible”. Por si hay algún lector inglés leyendo, diré que solucionar este problema “no es ciencia de cohetes”, para que quede claro bien el mensaje.
No quiero que pienses ni por un segundo que estoy en contra de estas características tecnológicas. Ni mucho menos. Quiero que estén, y quiero que sigan estando en el futuro. Pero me gustaría que pusieran un poco más de cariño a nuestra lengua para que no la evolucionen inconscientemente al viralizar errores y que no la cercenen inconscientemente —repito— al desincentivar el uso de términos.
Me he extendido demasiado en este artículo y voy a dejarlo aquí, pero que quede claro que no doy por zanjado el tema de la tecnología en los correctores, que aún me queda darle un poco de lo suyo a los que programan los “listos” gramaticales y los que ponen la sustitución de términos automática en ellos, porque buenas me las han jugado al decidir por mí qué era lo que quería comunicar yo.
Saludos malignos,
Chema Alonso
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