Hace algunos años no pude evitar la tentación y busqué en los catálogos del archivo de la policía secreta comunista de Polonia el nombre de Andrzej Sapkowski, el autor polaco más vendido en España (con permiso de Ryszard Kapuściński y de Stanisław Lem) y cuyos libros he traducido casi en su totalidad. Yo sabía, por mis conversaciones con él, que Sapkowski había visitado como enviado comercial un gran número de países occidentales en la época comunista. Polonia era una potencia en la producción y venta de pieles, y el luego famoso escritor trabajaba en la empresa estatal que comerciaba con ellas en el mercado internacional. Sapkowski me había contado más de una vez que, gracias a estos viajes, se mantenía al tanto de las novedades de la literatura fantástica internacional y que eso influyó enormemente en su forma de escribir.
Estos días llegará a las librerías su novela Víbora. Se trata de una novela centrada en la ocupación soviética de Afganistán, con algunos toques fantásticos. La guerra de Afganistán fue el Vietnam de la URSS. Por decisión casi unipersonal de Leónidas Brezhnev, las tropas soviéticas entraron en el país en 1979 con la excusa de ayudar a un gobierno socialista que era incapaz de derrotar a los muyahidines ansiosos de imitar el éxito de la revolución islamista del Irán de Jomeini.
Afganistán no era un país fácil. Bajo influencia británica hasta el final de la Primera Guerra Mundial, el territorio era un laberinto de tribus diversas de tradiciones fuertes y honor en carne viva. Cruce de caminos entre Eurasia y el gigante indio, los conquistadores se habían ido sucediendo unos a otros desde tiempos inmemoriales. Y todos se habían dejado la piel combatiendo con unos habitantes celosos de sus libertades, su religión y su forma de vida.
También los soviéticos habrían de enfrentarse a un infierno en la tierra. Tácticas de guerrilla muy elaboradas los mantenían encerrados en sus bases, aislados en sus puestos de vigilancia, temerosos siempre de que el niño que se acercaba portara consigo una bomba o de que el paisano que cuidaba las cabras disparara algún fusil robado cien años antes a un contingente británico. Afganistán supuso una enorme sangría económica para la URSS, así como una terrible pérdida de vidas humanas. Para la población soviética, la constante llegada de los ataúdes de cinc en los aviones procedentes de Afganistán supondría la toma de conciencia de que su país estaba en decadencia.
Los veteranos del “afgán”, mutilados a veces físicamente, a veces en lo más hondo de su espíritu, fueron presencia habitual en la época del final de la URSS. Como a todo veterano, se les había olvidado y escondido como a criminales una vez que habían vuelto a casa. Pero lo peor de todo fue que el país que les había enviado a lejanos lugares y por el que habían luchado desapareció de la noche a la mañana apenas dos años después del fin de la ocupación. Todavía hoy pueden verse en muchas ciudades postsoviéticas —no solo rusas— clubes de veteranos en los que los últimos de aquellos soldados beben té o juegan al ajedrez.
La novela de Sapkowski refleja extraordinariamente bien aquellos tiempos. Un alférez soviético en Afganistán, Pavel Lenart, tras un incidente en el que su superior parece haber sido muerto por fuego amigo, es enviado como castigo a un puesto de avanzada. Allí se encontrará con un mundo de vodka de garrafón, heroína afgana, insultos, chistes malos, hedor de pies, cuescos, camaradería, aburrimiento, crimen y desesperación. Y guerra, mucha guerra, por supuesto. Una guerra omnipresente, en la que cada persona puede ser un enemigo, en la que cada piedra puede esconder un terrorista, en la que hasta la figura de mujer más inocente puede llevar consigo la muerte. Y llegará un momento en que el protagonista —que no héroe— ya no sabrá quién es el bueno y quién el malo. Lenart acabará por comprender que él no pinta nada en Afganistán, que es un invasor y que quizá la sangre derramada por sus compañeros no sea más que justo castigo a la temeridad de haber hollado aquella tierra hermosa y trágica.
La novela cuenta con una larga serie de esos brillantes secundarios que Sapkowski es capaz de pintar con un par de trazos: el intelectual moscovita, acostumbrado a las “tertulias de cocina”, que habla sin parar de la insensatez de la guerra y es crítico con el sistema y con las jerarquías; el oficial soviético consciente de sus privilegios pero a la vez condescendiente con sus subordinados; los soldados de la patrulla, cada uno con sus rasgos individuales y su propia forma de vivir —y morir— lejos de sus casas. Hay en la novela una perspectiva antibélica muy honda, que honra al combatiente y detesta el combate, que no demoniza a nadie pero no duda en señalar al culpable. Y que nos describe a los pobres diablos de uno y otro lado atrapados en la vorágine de un conflicto que ellos no han provocado ni saben cuándo va a terminar.
El autor polaco tiene una poderosa facilidad para mostrar un tiempo histórico determinado de forma muy concreta y detallada. Para ello usa de un lenguaje que mezcla la jerga militar soviética, el argot barriobajero ruso y las vulgaridades propias de la vida cuartelera con la descripción lírica de una naturaleza terrible y hermosa y con la erudición acerca de la historia y la literatura del pasado. La solidez de los diálogos es marca de la casa, divertidos, brillantes, cínicos, originales y además muy diversos: cada personaje, como siempre en Sapkowski, posee su forma de hablar, su propio lenguaje, sus coletillas características.
Un cuidadoso giro fantástico proporciona a Sapkowski la posibilidad de ir más allá de la propia invasión soviética. Por las apretadas páginas de la novela desfilan las guerras de los británicos en el siglo XIX, la conquista de Bactria por Alejandro Magno, e incluso la invasión de la Coalición comandada por Estados Unidos durante los primeros años del siglo XXI. Todos se ven envueltos una misma guerra, una guerra eterna, interminable, en un mismo suelo rocoso, árido, frío y caluroso a la vez. Una tierra ajena, hermosa y pérfida, acechante, que espera el menor descuido para lanzarse al cuello del soldado que es siempre el mismo aunque hayan pasado los siglos.
Los mitos del pasado se encuentran en el ensoñamiento del opio y la violencia de la guerra, construyendo mundos suntuosos y sangrientos, trayendo a nuestros días los restos arcaicos de religiones del pasado y de seres mitológicos que acaso sean menos peligrosos que los misiles entregados por los americanos a los talibán.
He comenzado el artículo diciendo que busqué el expediente de Sapkowski en el archivo de la policía secreta polaca. No lo encontré. Debo reconocer que, si lo hubiera encontrado, no lo habría leído: habría sido una falta imperdonable curiosear en los despojos que un organismo de represión hubiera recopilado de alguien a quien considero un amigo. Todo lo más, se lo habría contado y le habría animado a ir a leerlo él mismo. Para saber.
En realidad, yo había estado casi seguro de que no iba a encontrar nada. La invasión soviética, rechazada por la comunidad internacional —lo que condujo al boicot de los Juegos Olímpicos de Moscú en 1980—, supuso una plataforma obvia para los servicios secretos norteamericanos. Afganistán se convirtió en un hervidero de espías y agentes del Este y el Oeste. Sapkowski ha declarado no haber estado allí, ha dicho que el realismo acendrado de la novela y el conocimiento que demuestra de la vida íntima del Afganistán soviético provienen de su imaginación y de la documentación. Con toda seguridad no nos engaña. En cualquier caso, también es cierto que, cuando los servicios secretos polacos actuales asumieron el legado de los servicios de información comunistas, se comprobó que se habían destruido muchos expedientes. Puede que el de Sapkowski fuera uno de ellos. O puede que esto sea tan solo producto de la imaginación calenturienta de su traductor.
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Autor: Andrzej Sapkowski. Título: Víbora. Editorial: Alamut. Venta: Todostuslibros
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