Como si estuviese predestinado para la aventura, Julio Verne nació un frío 8 de febrero de 1828 en Nantes, uno de los puertos más importantes de Europa, en cuyos muelles trajinaban comerciantes y marinos, mercancías llegadas de los últimos confines de las tierras coloniales y veleros y nuevos navíos arribando y zarpando en un mundo hecho a la medida de la imaginación de cualquier muchachito curioso. Descendiente de marinos bretones, su padre, sin embargo, ejercía su profesión de reconocido abogado ajeno a la vida portuaria. Sophie, su madre, a la que siempre estuvo muy unido, inculcó en él y en sus cuatro hermanos menores un amor incondicional por los libros y por el mar, y tal vez por esto, o bien atendiendo a la voz de su memoria, un joven Verne de 11 años decidió enrolarse como polizón en uno de los barcos destinados a América con la romántica idea de traer de allá un collar de coral para su prima Caroline, de la que estaba locamente enamorado. Este noble objetivo no le sirvió para librarse del duro castigo que recibió cuando su padre lo interceptó antes de que el buque zarpara.
El inquieto muchacho siguió imaginando viajes y amando a su prima, hasta que ella acabó casándose con un rico heredero de Nantes pocos días después de que Jules, con apenas veinte años, le pidiera su mano. Poniendo tierra de por medio, su padre lo envió a estudiar derecho a París, aunque el joven tenía otros planes en la gran ciudad que no excluían la búsqueda de collares de coral más complejos para destinatarias más agradecidas. En la capital fundó con algunos amigos el club de “los Once sin Mujeres”, del que fue “miembro honorario”, atendía con desgana los estudios y, con papel y pluma en mano, comenzó a frecuentar las tertulias literarias. Ingenioso, apuesto, inteligente y divertidísimo, pronto lo admitieron en los círculos literarios más influyentes. En uno de ellos, el Salón de Madame du Barrère, se tropezó en las elegantes escaleras con el mismísimo destino: un señor algo entrado en carnes, bajaba resoplando, acalorado, comentando las delicias de las tortillas parisinas, a quien el muchacho que subía retó con insolencia, apelando a la superioridad de las omelettes de Nantes. Un intercambio de tarjetas y un duelo culinario unió para siempre a dos de los grandes monstruos de las letras francesas: Julio Verne y aquel orondo escritor gourmet: Alejandro Dumas. Él y su hijo apoyaron y protegieron la incipiente carrera de Verne, y su amistad se prolongó hasta el final de sus días.
Eran aquellas décadas de los 30 y 40 del siglo diecinueve años convulsos de revoluciones, sufragios, confrontaciones y golpes de estado, pero el joven Verne parecía no estar interesado por la política. Tampoco por el derecho. Cuando finalizó sus estudios escribió una carta definitiva a su padre: “Hay una fatalidad que me tiene clavado aquí. Puedo ser un buen escritor y sería un mal abogado”. Estas palabras le hicieron perder la asignación paternal y ganar una vida bohemia de buhardillas, tertulias, algunos libros y mucha hambre. Realizó varios trabajos para sobrevivir, mientras escribía cuando podía piezas literarias sin éxito hasta que, rozando la treintena, vislumbró el amor y la solución a sus desajustes económicos: una joven viuda de posición acomodada que aportaba, además del patrimonio personal, dos hijas, y que lo convirtió en padre del único hijo del escritor, un niño con el que nunca se entendió y que le acarreó más tristezas que satisfacciones.
Cada vez más volcado en su escritura, fascinado por los mapas y los descubrimientos científicos y tecnológicos, siempre agitado por una inquietud vital por los viajes, Verne se decidió finalmente a escribir una primera novela en la que se aunaran sus pasiones. El resultado fue Cinco semanas en globo, un manuscrito inspirado en las peripecias del fotógrafo Félix Tournachon, conocido como Félix Nadar, su amigo del alma, amante, como él, de la aerostática. Había talento en aquella primera historia y el olfato infalible de Pierre-Jules Hetzel, editor entre otros de Victor Hugo y Honoré de Balzac, hizo que lo tomara bajo su tutela, sembrando las semillas de una de las relaciones editoriales más fructíferas de la historia de la literatura.
A partir de ese momento, la frenética escritura de Verne se alimentaba de mañanas de trabajo y horas de estudio diverso, desde química a balística, pasando por botánica, oceanografía o mecánica. Pero no eran estas sus únicas fuentes. Como hombre de su tiempo, Verne frecuentaba los círculos periodísticos y científicos, donde su imaginación se alimentaba de las experiencias de exploradores, aventureros y hombres de ciencia. Lejos de decaer, su inquietud viajera iba en aumento, y el éxito de sus novelas le permitió viajar por todo el mundo e incluso hacerse con una pequeña flota propia: con su yate Michel III y una tripulación de diez hombres navegó por el Mediterráneo, el mar Báltico y la costa norteafricana.
El paréntesis de sangre de la guerra franco-prusiana alejó al escritor de ese mundo y arruinó a Hetzel, pero cuando todo hubo acabado Julio Verne volvió a escribir, publicando dos de sus más grandes novelas: La vuelta al mundo en ochenta días y Miguel Strogoff. Los viajes, el dinero y la escritura volvieron a inundar sus días, hasta que un desgraciado accidente familiar lo condenó a estar postrado en una silla, prácticamente paralítico. No dejó de escribir ni de viajar, pero lo hacía a través de los libros, en su gran biblioteca, donde los clásicos ocupaban un puesto distinguido: Homero, Virgilio, Michel de Montaigne o William Shakespeare, que compartían estantería con James Fenimore Cooper, Charles Dickens o Walter Scott. Por estos años precisamente escribiría la aventura de Claudio Bombarnac; ese maravilloso viaje a bordo del gran Transasiático que ahora publica Zenda Aventuras.
Mas el anciano escritor, enfermo y hundido por la muerte de su madre y su hermano, rechazado en la Academia Francesa y arrastrando el gran pesar de sentir que, a pesar del éxito “no he contado jamás en la literatura francesa”, emprendió su viaje final. Más de cien años después de su muerte, aquel epitafio sigue, como Phileas Fogg, dando, incansable, la vuelta al mundo: “Hacia la inmortalidad y la eterna juventud”.
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Biografía incluida en La Aventura del Transasiático, de Julio Verne, editada por Zenda Aventuras.
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Título: Aventura en el Transasiático. Autor: Julio Verne. ISBN: 9788412031072. Páginas: 370. Precio: 17.90 €. Puedes comprarlo en: LibrosCC, Todos tus libros y Amazon
Cuanta falta hace editoriales como esa! Que gracias a Dios reeditan grandes libros,pura literatura de Genios de la Literatura Universal,sin complejos,sin consignas,sin adoctrinamiento que tan acostumbrados nos tienen últimamente,salvo un escaso puñado de escritores como Vargas LLosa,Arturo Pérez Reverte….que están a su altura.
Gracias por publicar