Confeccionar listas carece de sentido, incluso para las categorías de novedades. Que cada vez sea más complicado cumplir a rajatabla no exime de la responsabilidad de diseñarlas con la mayor honestidad posible. No se pueden apilar libros como promesas incumplidas, y vaya que ocurre. El solo hecho de que un libro esté por delante de otro alimenta un bovarysmo desaforado que comba las baldas de la estantería.
En las plantas baja y primera, o a veces en las azoteas de las torres de libros que crecen en mi estudio, esperan ejemplares como el aplaudido Simón, de Miqui Otero, un libro publicado por Blackie Books que no he conseguido abrir, y no porque tenga un reparo estético o alguna razón de peso literaria, o porque el sello no lo hubiese enviado con mimo y antelación, sino por el elemental escollo del cuándo, en especial cuando ocurre esa rara continuidad entre el acto leer y escribir. No sólo por el hecho de que normalmente el libro leído se reseña, sino también porque en ocasiones el propio texto que escribimos nos conduce a un libro o viceversa.
Una novela exige tiempo para escribir, y sobre todo para leer, y entonces el foco de atención se desplaza. En los feriados decembrinos me fui a la cama sobre las cuatro de la mañana todos los días, secuestrada por Los Buddenbrook, la primera novela de Thomas Mann, a la que llego con una impuntualidad que sería reprochable de no suponer tan gozosa la reparación de su descubrimiento. Eso, sin embargo, tampoco me exime de no leer a Miqui.
Lo único que me queda por hacer es confeccionar una anti-lista o una lista dietario en la cual volcar las compulsiones y lecturas personales —una nueva novela se mueve, geológica, en mi interior, y para levantarla como se merece es preciso encerrarse con cuantas historias que han lo que los andamios—. Ya me pasó durante el Estado de Alarma: volví a leer Pedro Páramo, de Juan Rulfo, independientemente de que lo hubiese leído tres veces en el verano en que decidí comenzar a escribir El Tercer País, un libro que saldrá publicado en primavera y al que he relevado, insisto, por un proyecto que golpea fuerte y pide lecturas. Sin leer determinadas cosas corro el riesgo de entrar desarmada a la estepa de la página en blanco.
En ocasiones siento que conviene el desorden de los clásicos: entrar y salir de Shakespeare, refugiarse en el Cuarteto de cuerdas, de Eliot, iniciarse en Galdós (cuyos Episodios nacionales encuadernados en piel conservo desde verano gracias a la generosidad de María José Solano), volver al Faulkner de El ruido y la furia y meterse en la jungla de la gran novela familiar con una caja de resaltadores y un lápiz mina para apuntar en la libreta de ideas, cuya presencia es tan obligada en la mesa como el libro en cuestión. Entremedias da gusto asombrarse con debuts como Desencajada, de Margaryta Yakovenko, publicada por Caballo de Troya, y retomar, cómo no, a Miqui Otero con su Simon y a Elena Medel su novela Las maravillas.
Seguiré mi propia y caótica lista: entre La marcha Radetzky y Novela familiar, de John Lanchester o El quinto hijo, de Lessing. Avanzaré, tal y como en los últimos meses: con un pie en los clásicos y otro en la actualidad, que este 2020 me ha regalado dos libros brillantes, los dos escritos y pensados desde un tema que nos interesa a todos, incluso antes de esta pandemia: la afección y la enfermedad. Debo mencionar La piel (Alfaguara), de Sergio del Molino, un libro que aborda nuestra relación con el cuerpo, incluso su debilidad o finitud, y El hijo del chófer, de Jordi Amat, un texto que se comporta como varias criaturas al mismo tiempo y que parece colocar en el periodista Alfons Quintà una versión aún más estropeada de Ricardo III, el ejemplo demoledor del desorden psíquico y humano.
Mejor leer que enumerar. ¡Vivan las anti-listas!
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