Uno de los peores años de nuestra historia reciente también ha sido, en contraposición, uno de los años en los que el libro ha resurgido como lo que siempre fue: un bálsamo, una barca que aparece en mitad del naufragio, la ventana siempre abierta, una canción que suena mientras las torres caen, el amigo siempre fiel. Y no hablo de los que siempre vieron el libro así, sino de aquellos que lo han redescubierto y que han limpiado el polvo de su lomo en mitad del encierro. Hablo, también, de los que por falta de tiempo iban acumulando novedad tras novedad en la estantería sin poder leer más allá de las sinopsis. Hablo de los que dejaron de verlo como simple instrumento ornamental y recordaron los beneficios de sumergirse en una historia que poco o nada tiene que ver con la propia. Hablo de los que acudieron al libro como un salvavidas, casi por inercia o necesidad física, como el que en mitad del desierto encuentra una fuente de agua cristalina. Porque los libros siempre fueron todo esto, incluso en mitad de una pandemia.
Siempre recordaré la primavera como el mes en el que pude devorar libros escuchando el canto de los pájaros. Por mis manos pasaron, entre otros, Javier Cercas y Carmen Mola con Terra Alta y La Nena, respectivamente. Los thrillers policiacos tienen ese no sé qué que hace que me evada por completo de la realidad. Encuentro en las miserias ajenas, en los asesinatos más deplorables y en las intrigas más angustiosas una suerte de existencia paralela ante la que me vuelvo adicta, como una yonqui del voyerismo. Supongo muchos me entenderéis. Ya terminando la primavera y el encierro, un día de silencio y ventanas abiertas, volvió a mi vida la poesía de Gustavo Yuste, autor argentino de pluma cotidiana, cuyo libro inspiró un poema bajo el sol de la tarde en mi habitación.
Del verano recuerdo dos libros hermosos, suspendidos bajo el árbol de mi ciudad en el que tanto pensé durante el confinamiento. Por una parte, Lluvia fina, de Luis Landero, que alimentó mi hambre de historias de familias. Por otro lado, Las tres de la mañana, de Gianrico Carofiglio, un libro menudo y delicioso, de esos que disfrutas a las ocho de la tarde. Apunté la recomendación después de verlo en el Twitter de alguien, y no pudo ser mejor acierto para ese verano raro que vivimos.
Con el otoño regresó la poesía y volví a degustar la poesía de mi amiga admirada Paola Soto, siempre tan acertada: Toda esta distancia. También recuperé los textos de Leila Guerriero en Teoría de la gravedad, libro que bebo siempre a sorbitos porque cada palabra es un mundo nuevo. Y descubrí un libro comprado hacía semanas: Homo machus: De animales a hombres, del ilustrador e historietista Javirroyo.
Y en invierno aquí ando, frente a una lumbre que no existe pero que casi puedo oler, con tres libros que me acompañan estos días: Los asquerosos, de Santiago Lorenzo, que ya he comenzado; Canto yo y la montaña baila, de Irene Solà, a quien le estoy reservando el hueco más especial de mis días y del viento; y Pequeñas mujeres rojas, de Marta Sanz, el cual intuyo acertado ya que fue recomendación de mi librero de barrio, Sergio, de la Librería Grant.
La soledad y el encierro no existen cuando uno hace acopio de historias hermosas, horribles, reveladoras, románticas, vitales, epistolares, violentas, incómodas, tristes. Que el 2021 traiga lo que tenga que traer: estoy preparada. Lo espero con un libro en el regazo.
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