Cuando terminé de leer Patria, experimenté esa satisfacción que solo nos producen las buenas historias, atrapándonos desde la primera página. La novela de Fernando Aramburu me había conmovido profundamente, convirtiendo cada interrupción de la lectura en un fastidio. Quería saber qué le sucedía a los personajes y cómo se resolvería el desafío de contar de una forma ética y objetiva la trayectoria criminal de ETA, una hidra que ha perdido una de sus cabezas, pero que sigue viva, reivindicando por otras vías la instauración de una república vasca independiente y, si es posible, socialista. Lejos de aburrirme, la novela me había mantenido en vilo hasta el final. ¿Debía preocuparme? Cuando un libro nos gusta mucho, tendemos a pensar que tal vez solo es un artefacto construido para el éxito y con escaso mérito literario. Es una perversión de nuestra mente, acostumbrada a identificar la excelencia con lo árido y solemne. Aramburu ha logrado elaborar una novela que ha conquistado a un público muy amplio, sin hacer concesiones que resten valor estético a la historia de dos familias —los Lertxundi y los Garmendia— trágicamente enfrentadas por el terrorismo separatista. Se suele hablar de terrorismo vasco, pero es una expresión injusta, pues ETA solo representaba a una minoría reacia a la modernidad y fascinada por el fetiche de la violencia revolucionaria. Patria ha sufrido ataques particularmente mezquinos. No voy a perder el tiempo mencionando objeciones inspiradas por la mala fe, pero sí quiero señalar que las invectivas nacen del deseo de preservar el relato de la izquierda abertzale y sus aliados más o menos explícitos. Se pretende salvar a cualquier precio la causa de la independencia, obviando a esa mayoría de vascos que apreciaban su lengua y su cultura, sin entender que ese sentimiento implique desafección hacia España. Fernando Aramburu desmonta este tinglado y los independentistas, conservadores o revolucionarios, no se lo perdonan. La izquierda populista tampoco ha ocultado su malestar, pues vivimos en un tiempo donde la interpretación del pasado se ha convertido en un ruidoso campo de batalla.
Aitor Gabilondo se ha ocupado de transformar la novela de Aramburu en un guión convincente y fiel al espíritu de la obra. Félix Viscarret y Óscar Pedraza se han encargado de la realización visual. Solo cabe elogiar su trabajo, pues entre los tres han logrado condensar en ocho capítulos los aspectos esenciales de la historia, sin caer en simplificaciones ni omitir nada importante. Aitor Gabilondo ha trasfundido con éxito los diálogos, mostrando las entretelas de unas almas torturadas por el último foco de violencia política de una Europa que ya no resuelve sus problemas con las armas, sino con el diálogo. Un guión exige más precisión que una novela, pues emplea recursos distintos y un tratamiento diferente de la forma de narrar. Existía el peligro de banalizar la historia, pero se ha eludido con notable eficacia. El contraste entre una familia que sufre el acoso y la violencia de ETA por retrasar los pagos del impuesto revolucionario y otra que apoya la lucha armada es perfectamente verosímil. Miren, magníficamente interpretada por Ane Gabarain, se ajusta al perfil de madre de militante de ETA. El encarcelamiento de su hijo Joxe Mari (un convincente Jon Olivares) convierte a un ama de casa que se emocionó con la muerte de Franco en una fanática independentista. Los que hemos conocido de cerca a mujeres de características parecidas podemos acreditar que no se trata de un estereotipo, sino de un personaje muy real. Su visión de la política es esquemática y simplista, pues se apoya en un mito que no se corresponde con una realidad histórica. Euskal Herria nunca existió como nación. Solo es una invención de una sociedad inmadura que anhela una ficticia Edad de Oro, donde reinaban la abundancia, la igualdad y el fervor colectivo. Aquel lejano e imaginario paraíso ha servido de justificación para otro mito: la revolución del pueblo vasco trabajador. Esos dos mitos, que transforman la política en una gesta épica desde el origen hasta el final de la historia, han alimentado la carrera criminal de ETA durante sesenta años, arrojando un saldo de más de ochocientas cincuenta víctimas, entre las que hay niños, mujeres embarazadas o simples transeúntes que se cruzaron en el camino de los pistoleros.
¿Qué es lo que caracteriza a Miren? Su deshumanización y su falta de empatía. En cierta medida, pierde su condición de ser individual para convertirse en portavoz de unas consignas que eluden cualquier proceso reflexivo. Las víctimas se merecen su suerte, pues son los opresores del pueblo vasco. En cuanto a los daños colaterales, son lamentables, pero también inevitables en el contexto de una guerra. Cuando el comando de su hijo asesina a Txato, un pequeño empresario al que da vida José Ramón Soriz, Miren justifica el crimen, alegando que las guerras siempre producen muertos. Beata y dominante, solo se conmueve con las penalidades de Joxe Mari, detenido, torturado y condenado a varias décadas de prisión. Las escenas de tortura en la Dirección General de la Guardia Civil, que suscitaron una sonada polémica durante la campaña de promoción por una desacertada composición fotográfica, evitan el efectismo, limitándose a mostrar pinceladas de un procedimiento moralmente reprobable, pero que se utiliza de forma habitual en todas las democracias sacudidas por el terrorismo. Lejos de condenar o absolver, la serie solo refleja la degradación colectiva desencadenada por la violencia de ETA. Los jóvenes captados por la organización se envilecen, creyendo que son valerosos gudaris del movimiento de liberación nacional. Su humanidad queda gravemente menoscabada cuando asumen que matar al adversario, real o imaginario, constituye un acto legítimo. Los policías, guardias civiles y políticos que utilizaron o toleraron la tortura también perdieron parte de su humanidad, pero sería injusto situarlos al mismo nivel que los terroristas. Su violencia fue una reacción provocada por la impotencia y la desesperación, no la causa primera de la espiral de atentados y represalias. Es difícil conservar la calma cuando sufres un hostigamiento sistemático y sabes que tu vida está en peligro.
En la serie de HBO, Soriz es el rostro las víctimas. Su sólida interpretación imprime una honda humanidad a los que se despidieron de la vida con la cara aplastada contra el suelo y un orificio de bala en la nuca. Txato es un pequeño empresario, pero su amargo final simboliza el sufrimiento de los policías, guardias civiles, políticos, periodistas, empresarios y simples ciudadanos que murieron por culpa del terrorismo. Fueron los prisioneros del Gulag vasco, pues aunque no vivieran detrás de una alambrada, sufrieron la misma angustia del que encara el día a día sin libertad y con miedo. Afectuoso, cercano y generoso, Txato podría ser cualquiera de los que pasaron meses en una «prisión del pueblo» o zulo, o se toparon con la muerte, asesinados a traición por comandos que utilizan las bombas y las pistolas para silenciar las voces que no se dejaban intimidar. Ortega Lara, José Luis López de Lacalle, Fernando Múgica, José María Recalde, Ernest Lluch o Manuel Zamarreño, cuyo asesinato aparece en la novela y en la serie, son los nombres que acreditan que ETA luchó contra la democracia, asesinando políticos de izquierdas y de derechas, periodistas y profesores, luchadores antifranquistas y obreros en paro, como Zamarreño, que volvía de comprar el pan cuando los terroristas detonaron un explosivo colocado en una motocicleta. T. W. Adorno decía que solo se podía hacer justicia con las víctimas de Auschwitz dejando hablar al dolor. Eso es lo que hace Aramburu mediante Txato y su familia. Bittori su mujer, encarnada por una Elena Irureta en estado de gracia, pasea su dolor con dignidad por un País Vasco sumido en la penumbra azulada de una lluvia eterna. Es imposible no conmoverse cuando habla ante la tumba de su marido y sobrecoge su generosidad con Arantxa (Loreto Mauleón), la hija de Miren y hermana de Joxe Mari. Bittori puede ser manipuladora e injusta con la novia de su hijo Xabier (Íñigo Aranbarri) por culpa de los celos, pero no abriga odio ni rencor. Se acerca a Arantxa, conmovida por el ictus que la ha dejado en silla de ruedas, e intenta comprender a Joxe Mari, sin saber a ciencia cierta si fue él quien apretó el gatillo.
Bittori es un personaje real, de carne y hueso, pero también un símbolo de esas mujeres que han sufrido el zarpazo del terrorismo y han convertido sus vidas en un ejemplo de resistencia contra la barbarie. Me vienen a la cabeza los nombres de Maite Pagazaurtundúa, Consuelo Ordóñez, María San Gil, Bárbara Dührkop o Ana Iríbar. Pido disculpas por no nombrar a todas las que merecen ser recordadas, y sé que no son pocas. Algunas han adquirido la condición de personajes públicos, pero otras han sobrellevado el dolor de forma privada y anónima. Miren y sus hijos, Xabier y Nerea (Susana Abaitua), quedarán marcados por el asesinato de Txato. Xabier se estancará en el dolor, reprimiendo sus afectos. Nerea sucumbirá a la inestabilidad emocional, encadenando relaciones fallidas. Arantxa también es una víctima indirecta del terrorismo, pues ser hermana de un preso de ETA le producirá vergüenza y sentimientos de culpa. Algo semejante le sucederá a Gorka (Eneko Sagardoy), el hermano pequeño y un joven sensible que se cobijará en la creación literaria para huir del clima de odio y crispación de su entorno. Joxian (Mikel Laskurain) es una figura especialmente patética. Amigo de Txato y compañero de cuadrilla, no sucumbirá al fervor ideológico de su mujer, pero optará por el silencio para no tener problemas. Tardará mucho tiempo en manifestar públicamente su dolor por el amigo perdido. Acompañado por Bittori, visitará la tumba de Txato, empujando la misma bicicleta que utilizó infinidad de veces para hacer ciclismo con el difunto. Tímido y callado, no sabrá expresar sus sentimientos de duelo con palabras, pero no logrará contener las lágrimas. Es uno de los momentos más emotivos de la novela, y la serie ha conseguido reproducir la intensidad de ese homenaje tardío al amigo asesinado con sobriedad y eficacia, trasladando al espectador el conflicto de vivir con los afectos ahogados por miedo a la incomprensión y el rechazo.
La serie de HBO reproduce los saltos temporales de la novela, creando la sensación de vivir un presente lastrado por el pasado y expuesto a un futuro incierto. No se trata de una discontinuidad gratuita, sino necesaria. Joxe Mari contempla desde un coche a su antigua novia en la terraza de una herriko taberna. Ya está en la clandestinidad y sabe que antes o después acabará en la cárcel. Ha perdido la posibilidad de una existencia normal, con hijos y un trabajo. Se ha esfumado su futuro y solo le queda un presente marcado por la insatisfacción. Es el mismo caso que el de Xabier, Nerea y Arantxa, aunque por distintos motivos. Se trata de una generación que ha sido sacrificada por «la patria vasca», un ídolo no menos sangriento que el Reich milenario y el paraíso socialista. La serie repite escenas y las muestra desde distintos puntos de vista, agudizando esa sensación de atmósfera cerrada donde casi no se puede respirar. Esas reiteraciones desprenden fatalidad, componiendo la crónica de una muerte anunciada. En ningún momento se experimenta la fatiga de lo previsible. Los saltos son las notas de una sinfonía trágica que nos produce el mismo terror que una historia de Kafka. Txato es inocente. No ha hecho nada malo o indigno, pero sufre un cruel acoso. Vive en uno de los muchos pueblos vascos que cobijan el huevo de la serpiente, prestando apoyo emocional a los asesinos y mofándose de sus víctimas. Su asesinato parece impensable en un escenario de apariencia idílica, pero todo se desmorona cuando las paredes empiezan a llenarse de pintadas que le amenazan de muerte, utilizando su nombre como centro de una diana.
Las tramas secundarias encajan perfectamente en la trama principal, y los personajes, lejos de ser criaturas estáticas, cambian, envejecen, se arrepienten o persisten en sus errores. Se ha dicho que don Serapio, el cura abertzale interpretado por Patxi Santamaría, es un estereotipo. Yo puedo decir que en un pasado reciente he conocido a sacerdotes con una conducta similar, incluido uno que perteneció a la Mesa Nacional de Herri Batasuna. Es cierto que ETA se alejó de la Iglesia Católica con el paso de los años, pero nunca dirigió su violencia contra ella. No en vano Fernando Savater observó que ponerse una sotana constituía una excelente forma de protegerse del furor de los gudaris, siempre dispuestos a disparar contra los uniformes. Se ha recriminado a Patria que atribuyera a ETA un machismo trasnochado, pues la izquierda abertzale hace tiempo que asumió la homosexualidad como una opción perfectamente válida. Me parece un argumento muy débil, pues ETA y su culto místico a la violencia es la quintaesencia de un militarismo con un tufo insoportablemente machista. Para los terroristas, la «lucha» es una cuestión de «cojones». Nunca se han cansado de repetir que los vascos son un pueblo indomable y que ni siquiera los romanos pudieron someterlo, lo cual es falso, pues hay evidencias históricas en sentido contrario. Don Serapio y Joxe Mari son una reedición de la vieja alianza entre altar y trono, pero en este caso la corona no descansa sobre un rey, sino sobre el pueblo vasco y su voluntad soberana, que solo ETA ha sabido comprender. Como diría Pío Baroja, de nuevo los carlistones enamorados de la guerra y enemistados con la modernidad.
Después de ver la serie, llegó a mis manos Utilidad de las desgracias y otros textos, el último libro de Fernando Aramburu. La obra incluye una recopilación de artículos ya publicados en la prensa, pero que al reunirse en un volumen adquieren una unidad inapreciable en la dispersión de la actividad periodística. Se ha agrupado los artículos por temas. Nueve de ellos aparecen bajo el epígrafe No olvidar el dolor de los demás. Abordan el terrorismo de ETA —no se debe caer en la trampa de hablar de «conflicto»— y del sufrimiento de las víctimas, destacando la necesidad de que no caigan en el olvido. Aramburu dedica unas páginas a la primera víctima de ETA, el guardia civil José Antonio Pardines, asesinado por la espalda por Txabi Echebarrieta, uno de los mitos fundacionales de la izquierda abertzale. Se ha presentado a Echebarrieta como un poeta y un intelectual, pero lo cierto es que sus versos —como señala Aramburu— carecen de interés literario y sus ideas son pobres y previsibles. Se ha justificado el asesinato de Pardines alegando que era un esbirro del régimen franquista, como todos los que vestían el uniforme de la Guardia Civil. Es el procedimiento habitual de deshumanización del enemigo, cultivado indistintamente por los nazis y los comunistas. La violencia siempre se sostiene sobre un absoluto con una gran carga de irracionalidad. «La lucha armada —escribe Aramburu— es indisociable del fin perseguido. Con el primer disparo, ETA suprimió de su actividad y de su discurso toda consideración de la dignidad humana». ETA cometió su primer asesinato en 1968. Aramburu señala que esa fecha marcó un antes y un después en la historia. Es cierto, y algunos pensamos que dejó una herencia funesta, abriendo las puertas al radicalismo político. La crisis de 2008 reavivó los mitos de Mayo del 68, propiciando el ascenso de los populismos, lo cual ha contribuido a marginar a las víctimas de ETA, acusándoselas de ser un obstáculo para la normalización de la convivencia. Aramburu compara su situación con las víctimas del nazismo, siempre presentes en la memoria de los alemanes. Con el pretexto miserable de no crispar ni alterar la convivencia, los ayuntamientos vascos retiran las placas que homenajean a los asesinados por la banda terrorista. Aramburu dedica un recuerdo muy afectuoso a María Teresa Castells, propietaria de la librería Lagun: «¿Cómo habrá sido de aterradora la vida cotidiana de un lugar para que una persona dedicada a la venta de libros se convierta sin comerlo ni beberlo en un símbolo de la resistencia y las libertades». Nostálgicos del franquismo y abertzales hostigaron con la misma vesania a la librería, quemándola y asaltándola en varias ocasiones. Eso sí, los vándalos de uno y otro signo nunca aprovecharon la ocasión para robar ningún libro.
Aramburu subraya la importancia de desmontar la narrativa de ETA, que pretende establecer una relación causal entre el bombardeo de Guernica en 1937 y la bomba de Hipercor en Barcelona cincuenta años después. El «conflicto» fue en realidad una guerra unilateral contra una España democrática y plural. Aramburu celebra el perdón como terapia, pues permite a las víctimas distanciarse del sufrimiento, pero señala que el proceso se queda incompleto si el agresor no reconoce su culpa y se arrepiente del daño causado. Patria, la serie, finaliza con un abrazo entre Bittori y Miren. No es un abrazo de reconciliación, sino una manifestación de afecto ocasional. Han sido grandes amigas, y el afecto, pese a todo, persiste. Eso sí, Miren no pide perdón ni reniega de la lucha armada. El abrazo visual quizá resulta más convincente que el meramente narrado. No porque Aramburu relate el episodio de forma poco convincente, sino porque no se corresponde con la actitud que se aprecia en la izquierda abertzale, que sigue organizando obscenos homenajes a los etarras excarcelados. Siempre he pensado que el abrazo entre Bittori y Miren refleja el carácter compasivo y benévolo de Aramburu, y no el de esas madres que se muestran muy orgullosas de sus hijos encarcelados por poner bombas y pegar tiros en la nuca. Quizás no cabía otro final, pues un gesto de rencor entre Bittori y Miren habría resultado desolador y nihilista.
Patria, la serie, está a la altura de la novela. Capta su espíritu con fidelidad y lo traduce en imágenes que se quedan grabadas en la memoria del espectador. Pienso que en el futuro será difícil pensar en aquellos años de violencia sin tener presente la imagen de Miren sosteniendo el cadáver de Txato bajo la lluvia. Hasta ahora, Patria se había asociado al paraguas rojo de la portada de la novela, un homenaje —creo— al paraguas rojo de López de Lacalle. Ahora la novela estará vinculada a dos imágenes: el paraguas rojo de los que combatieron a ETA desde posiciones públicas, y las lágrimas de Bittori, símbolo del dolor de ciudadanos anónimos cuyo nombre ha sido difuminado por el tiempo transcurrido. Nunca deberían borrarse esas imágenes de nuestra memoria colectiva. La última palabra siempre debe ser de las víctimas.
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