Viejas fotos
Tienen el regusto amargo de todo aquello que damos por perdido y el aire confortable del hogar que siempre está abierto si alguna vez necesitamos encontrarnos. Se las ama tanto como se las teme porque son el mejor reducto desde el que entregarse a nuestra insensata afición por la nostalgia, pero también encierran la terrible constatación de que ya nada volverá a ser como era porque nosotros, los de entonces, hace mucho que hemos dejado de ser los mismos. Uno se enfrenta a las viejas fotos que conserva en una caja de zapatos, o en un álbum familiar, o al fondo de cualquier cajón arrinconado tras la última mudanza, y revive con cierta turbación escenas de las que apenas guardaba ya recuerdo, como si una parte de su propia vida empezara a resultarle irremediablemente ajena y el pasado fuese un país extranjero en el que sólo podemos asumir el papel de visitantes fugaces y despistados. Contemplamos los rostros sonrientes y confiados de personas muy queridas que ya no están y a las que ya no podemos pedir aliento ni consejo, y nos sorprendemos echando de menos sus voces y sus miradas —ésas que de pronto recordamos, al ver cómo se dirigen afables al objetivo que las enfoca—, y lamentamos no haberles hecho más preguntas, y nos reprochamos la escasa compañía que les llegamos a brindar en algún momento o el modo en el que alguna ocasión no acertamos a calibrar su importancia en nuestras vidas. Nos observamos a nosotros mismos y siempre nos acabamos preguntando qué pensaría aquél que éramos de éste que somos, si reconocería en nuestras facciones y nuestras alegrías y nuestras obsesiones las de aquél que él será siempre en la fotografía o si se sentiría defraudado al descubrir aquello en lo que acabará convirtiéndose. Si alcanzará a sospechar cuántas veces lo hemos tenido que traicionar, o rechazar, o reprimir, para continuar sobreviviendo.
Historias donde vivir
Conocí a Daniel Monedero cuando coincidimos en las páginas de La errabunda, un libro que editaron Elvira Lindo y Ximo Espinosa y en cuyas páginas seis escritores nos dedicábamos a hablar de nuestras ciudades respectivas. No hemos vuelto a vernos desde que en la primavera de 2018 nos pasamos un día entero promocionando la criatura por Madrid, pero hace unos meses tuvo el detalle de enviarme un ejemplar de su último libro de relatos, Volar a casa (Páginas de Espuma), cuya lectura fui postergando de manera involuntaria hasta la última semana del año. Fue una descortesía recurrente en mí —no suelo dar abasto para leer en tiempo y forma todo lo que me va llegando, porque la letra es mucha y las horas escasas—, pero que a la postre ha tenido efectos benéficos, ya que he cabalgado el tránsito del odioso 2020 a este 2021 que deseamos más acogedor a lomos de unos cuentos en los que cualquiera querría quedarse a vivir. Hay en estas cinco historias tal cantidad de pliegues y matices que sus argumentos se vuelven una mera excusa para que el talento de Monedero se ponga a retorcer personajes y situaciones. No sé si me admira más su habilidad para desarrollar tramas que mantienen los pies en la cotidianeidad sin renunciar a emprender el vuelo de la imaginación, en el momento menos pensado y a capricho, o la maña con que perfila un lenguaje que se dilata y se contrae para ir bombeando una prosa rica e hipnótica que fluye como la propia vida e, igual que ésta, esconde revelaciones maravillosas y desencantos irrevocables. Hay en este libro pasión por la literatura, por las manos invisibles que tejen sus hilos milenarios, y también fascinación ante los recovecos de un mundo que siempre nos está sorprendiendo por mucho que finjamos saber todo sobre sus entresijos. Monedero escribe como si conservara la mirada del niño que fue y la combinara con la sabiduría del adulto en el que se ha convertido para exprimir todo su candor, pasarlo por el colador de la experiencia y devolvernos un puñado de joyas en las que nada es lo que parece pero todo termina siendo lo que prometía: un prodigio narrativo de cuya existencia hay que dar noticia, no sea que algunos lectores despistados se lo pierdan. La lectura de Volar a casa tiene que parecerse mucho a aquella felicidad que sentían nuestros ancestros cuando se sentaban a contar historias alrededor de una hoguera. Abriga y reconforta, entusiasma y consuela, alegra y conmueve. Son las cosas que ocurren cuando la literatura es digna de tal nombre.
Deseo de ser Rey Mago
Siempre he querido ser Rey Mago, aunque hasta ahora nunca me había atrevido a expresarlo en voz alta. De todas las figuras que pueblan nuestro imaginario navideño, las de Sus Majestades de Oriente son las que más simpáticas me resultan con mucha diferencia, no sólo por el valor que echaron en su día para recorrer desiertos y montañas en pos de una estrella que, intuían, iba a guiarlos hasta el lugar donde acababa de nacer un Mesías, sino por su generosidad ilimitada y milenaria: recorren cada año miles de kilómetros para colmarnos de regalos sin exigir a cambio más que un vaso de leche y unas pocas galletas ni solicitar al Gobierno ninguna prebenda fiscal como compensación a su altruismo. También me gusta el extraño sentido del humor que demostraron al entregarle al divino bebé oro, incienso y mirra, tres obsequios inexplicables que, a priori, no pudieron causarle al recién nacido ni frío ni calor, aunque supongo que el primero haría algo de ilusión a los padres, cuyos recursos resultaban tan insuficientes que hasta habían tenido que refugiarse para dar a luz en un pesebre. Quizá el hecho de haberse invitado ellos mismos a la gran fiesta inaugural del cristianismo, sin que nadie requiriera su presencia, y la elección de esas tres ofrendas tan particulares motivase que la historia sagrada los mencione de refilón y que sólo el Evangelio de San Mateo hable de ellos, aunque sin ofrecer demasiados detalles ni recrearse en los pormenores de una historia que tuvo que ser mucho más interesante de lo que se nos cuenta. ¿A qué se dedicaban esos magos —ni siquiera la condición real se les atribuye en la Biblia, a los pobres— en sus palacios orientales y en qué lugar exacto se encontraban éstos? ¿Eran realmente tres e hicieron el camino en soledad, sin un triste séquito que evidenciara su grandeza? ¿De qué hablaron con el malvado Herodes cuando éste los agasajó y qué pensaron exactamente cuando el ángel les visitó en el lecho para alertarles de las aviesas intenciones de aquel monarca, que al fin y al cabo era su colega? ¿Qué aventuras vivieron durante el trayecto que los llevó a Belén y qué vicisitudes atravesaron mientras regresaban a su tierra? Son demasiadas incógnitas que se expanden aún después de su odisea navideña. Dice una leyenda apócrifa que, tras la resurrección de Jesús, el apóstol Tomás se los encontró en el reino de Saba y allí mismo los bautizó y los consagró como obispos. El mismo relato explica que un poco más tarde, en el año 70, fueron martirizados y sus verdugos optaron por depositar sus cadáveres en el mismo sarcófago. Fue ese enterramiento el que luego trasladaría Santa Elena a Constantinopla y el que más tarde se terminaría mudando a la ciudad alemana de Colonia merced a la intercesión de Federico I. No obstante, no habría que fiarse de la legitimidad de esa reliquia si hacemos caso a Marco Polo, que estaba convencido de haber encontrado la respuesta al gran enigma, tal y como consignó en su Libro de las Maravillas: «En Persia está la ciudad que se llama Sava, de donde partieron los tres Magos cuando fueron a adorar a Jesucristo. En esta ciudad, según se dice, están sepultados los tres Magos en tres sepulturas muy grandes y hermosas; encima de cada sepultura hay una casa cuadrada, redonda por la cima, muy bien trabajada, y están unas al lado de otras. Los cuerpos todavía están enteros, y tienen cabellos y barba como cuando estaban vivos. Uno tenía por nombre Baltasar, el segundo Gaspar, el tercero Melchor». Él mismo cuenta cómo se encaminó allí con el objeto de averiguar más sobre la vida de los tres sabios. Preguntó a todo aquél que se puso en su camino, pero ninguno supo darle informaciones precisas, «salvo que se decía que allí había tres reyes, amigos los tres, que fueron sepultados antiguamente». No obstante, fue en una aldea vecina, Cala Ataperistán, donde le informaron de que, mucho tiempo atrás, tres reyes de la zona habían ido a adorar a un profeta nacido en el país de los judíos y al que llevaron tres ofrendas para las que, ahora sí, encontramos un sentido, por más que sea verdaderamente curioso: si el bebé cogía el oro, sería un rey terrenal; si se decantaba por el incienso, sería un dios; si por el contrario elegía la mirra, sólo llegaría a médico. Lo que ocurrió cuando los tres personajes se vieron al fin en el pesebre tiene aires tan lisérgicos que vale la pena devolverle la palabra a Marco Polo para que sea él quien nos lo cuente: «Y cuando llegaron allí donde el niño había nacido, el más joven de aquellos tres reyes se fue solo a ver al niño y le encontró semejante a sí mismo, porque le pareció de su edad y apariencia. De lo cual salió maravillado. Después se dirigió el segundo, que era de edad mediana, y también le pareció, igual que al otro, de su edad y semblante, y también salió todo pasmado. Y luego fue el tercero, que era ya anciano, y también le ocurrió como a los otros dos; y salió muy pensativo. Cuando los tres reyes se reunieron, se contaron unos a otros lo que habían visto; y quedaron muy maravillados y dijeron que irían los tres al mismo tiempo. Por tanto, van todos juntos a ver al niño, y al entrar lo encontraron servicio por ángeles, y con el aspecto de la edad que tenía, porque no tenía más que trece días. Entonces le adoran y le acogen el oro, el incienso y la mirra. El niño cogió todas las ofrendas a la vez». Es todo tan alucinógeno que uno se pregunta si aquellos tres magos no se habrían escapado realmente a pasar la Nochevieja en una rave y se inventaron después lo de la adoración al hijo de Dios por esgrimir una coartada respetable ante sus cortes. El caso es que su peripecia no acaba ahí, porque Marco Polo cuenta —o dice que se contaba en Cala Ataperistán— que el niño no los dejó marcharse de vacío, sino que les entregó una cajita y les prohibió expresamente que la abrieran —evitaremos preguntarnos cómo, si un bebé de trece días difícilmente es capaz de articular otro sonido que no sea el de su llanto—, norma que ellos desobedecieron a las pocas jornadas, cuando ya de regreso a sus hogares la curiosidad los llevó a averiguar qué era aquello que el futuro salvador de la humanidad les había entregado. Al abrir el cofre descubrieron que en su interior reposaba una triste piedra; debieron de sentirse muy idiotas, porque enseguida la tiraron a un pozo que había por allí, abochornados por la burla que les había infligido aquél a quien habían querido colmar de parabienes. Fue un craso error: en cuanto la arrojaron, descendió del cielo un fuego ardiente que se coló en el mismo pozo e hizo que de la oquedad emergiera una llama gigantesca que dejó a nuestros hombres obnubilados. Arrepentidos por su descreimiento —pero seamos sinceros: ¿cuántos habríamos entendido aquella piedra como una prueba de fe?—, «cogieron fuego de allí» (sic, evitaremos preguntarnos cómo, etcétera) y lo pusieron en su iglesia, que, si hacemos caso de lo que consignó Marco Polo —aunque él no reconoce expresamente haberla visto—, «es muy hermosa, como cosa bajada del cielo». Su relato termina explicando que los Reyes Magos procedían de las ciudades de Sava, Ava y Cashán, y que la historia de la piedra no debía de ser cierta porque ellos eran gente virtuosa y no iban a caer en la infamia de dudar del obsequio de un Mesías. «De todo esto debéis creer lo que concuerda con el Santo Evangelio», indica con la sana intención de curarse en salud por lo que pudiera pasar, y apostilla que todo lo demás es «error de turba infiel y no alcanza a ser verdad, sino que amontona mentira sobre mentira, como suele hacer el vulgo sin instrucción.» Lamento discrepar: yo veo en esa estampa de los tres viajeros exhaustos y desconcertados ante una vulgar piedra más belleza y más verdad que en los consabidos recursos a los tópicos celestiales, y la curiosidad y las dudas de Melchor, Gaspar y Baltasar respecto al sentido de su viaje —de sus vidas, en definitiva— hacen que me caigan aún mejor de lo que me han caído siempre y les concede la humanidad que se les hurta en el Evangelio de San Mateo, tan pacato que ni se molesta en dar los nombres de esos tres individuos cuyo mayor milagro radica en conseguir que cada año el día seis de enero luzca en el calendario la sonrisa esperanzada de un niño.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: