Deseaba escribir esta columna y esquivar la etiqueta de viejuno. Pero no, qué va. Hoy día hablar de cultura y de la decadencia del intelecto es inseparable de sonar a anticuado, a persona en contra de la corriente de los tiempos modernos. Así que aunque no estoy ni en la treintena, si el precio de expresar preocupación por el panorama intelectual suena a viejo, señores, sea.
Tengo un ejemplo particularmente interesante para comenzar. También sirve para ilustrar que la cultura conoce fronteras distintas a las nuestras. Bajen las cejas escépticas, calma en el anfiteatro. Esto está consensuado y demostrado científicamente. Si la ciencia lo dice, el axioma es apechugar y buscar el modo de asimilarlo. Entre los miembros del género Pan —chimpancés y bonobos— las subpoblaciones se clasifican, y separan, por características tan obvias como las morfológicas y otras menos evidentes a primera vista, como las diversas habilidades, estructura social y costumbres. Estos animales viven en tribus fuertemente jerarquizadas. Cada tribu posee una cultura propia y una colección de habilidades única. Por lo general, los que saben fabricar herramientas para cazar a otros monos no saben pescar, por poner un ejemplo. Y aunque son animales territoriales, evitan la consanguinidad al tiempo que transmiten su cultura única de tribu en tribu. El método no es ninguna genialidad, pero sigue asombrándome más de diez años después de saber de él. Las hembras actúan como recipientes, no solo del material genético, sino también del tesoro del conocimiento. Cuando están cerca de alcanzar la madurez sexual son expulsadas de su tribu para ser acogidas por otro grupo poblacional. En este podrán reproducirse, y sus hijos, menos propensos a desarrollar debilidades propias de la repetición de genes cual cromos de fútbol, aprenderán de ellas técnicas de caza, a interpretar el lenguaje humano, o sistemas de desparasitación o canibalismo, entre otros conocimientos. Este es uno de los medios por los que esta familia de primates, tan cercana a nosotros, sobrevive y se adapta incluso en los escenarios de furtivismo, fraccionamiento del ecosistema y otros peligros derivados sus primos bípedos.
La cultura no es aquello destinado a entretenernos, sostener nuestras ambiciones o crear falsa sensación de superioridad. Es un rasgo evolutivo, uno especial, pues se conserva y afecta a niveles poblaciones, y no solo a escala individual. Como cualquier rasgo, su objetivo, o más bien la razón por la que persiste, es garantizar la supervivencia de las nuevas generaciones. No es de extrañar, entonces, que no solo encontremos señales de cultura entre otros primates, sino que incluso en el océano existan sociedades con un conjunto de costumbres características. Entre las orcas, poseedoras también de estructuras sociales únicas, y una cultura muy variada, existen tradiciones similares, aunque en este caso son los machos los que extienden sus genes y las hembras quienes enseñan.
Lo que es a mí, estos dos ejemplos me parecen hermosos. Y no importa lo acostumbrado que esté a ellos, seguiré asombrándome y sonriendo cada vez que encuentre ejemplo de ellos.
Y en contraposición con esto, ¿saben ustedes que Bad Bunny no toca ningún instrumento y no sabe solfeo? El tipo no es apto ni para uno de estos intercambios de conocimientos y genes que se producen entre los chimpancés mencionados. Habilidades no tiene, y si su persona es reflejo de su dotación genética, yo no lo recomendaría para ningún programa de reproducción. Sin embargo, él es tendencia, cualquier reflexión socioeconómica que se le ocurra es titular, no tendrá que trabajar en su vida, pero presumirá de la experiencia de haber trabajado cuatro días de dependiente en un supermercado lo que le quede de vida. El crío tiene tan pocas luces, una carencia tan grande de cultura y pensamiento propio relevante, que parece un sofisma ambulante. Y eso para una persona es un gran logro. Quizás el único que se le deba resaltar. Pero encarna el sueño de muchos en la actualidad: ganar dinero sin trabajar, merced a la suerte. Y como él hay más personas sin conocimientos, que no destacan ni en una convención de piedras, y con todo y eso ocupan un lugar en el altar personal de muchos coetáneos. Son incontables. Hasta es irritante escuchar hablar con reverencia de Rosalía, de los Javis, de youtubers, tiktokers y otros tantos.
En un principio no tengo nada en contra de quienes se ganan la vida como pueden. Y en un final tampoco. Lo que me causa problemas es cuando los demás actuamos de forma que colocamos en posiciones de referencia y poder a personas que posiblemente no deberían servir de modelo. Ganar dinero haciendo vídeos, con posts en redes sociales, o a base de proporcionar un entretenimiento fácil a la corteza prefrontal no debería ser idealizado. Porque lo cierto es que estos artistas sin formación, los creadores de “contenido” —vacíos de todo lo demás, y bien cargados de ruido—, contribuyen a un empobrecimiento exponencial del mundo cultural.
Encuentro especialmente triste ver cómo se aplaude y anima a personas que carecen de formación, que dejan patente una falta de chispa personal más grande que la de un mechero sin piedra. Mueven personas, mueven dinero, afectan los mercados, lo que pensamos y consumimos. Y por si esta dictadura de la personalidad no fuera bastante triste, lo convertimos en tragedia por encumbrar lo mediocre. Los tenemos por todos lados. En la prensa escrita y televisiva, donde son noticias sin novedad. A la radio han llegado para salvar un formato eclipsado. En los late night shows como maniquíes sin sustancia, vulgares y obvios. En cualquier parte lo persiguen a uno, dispuestos a robar tiempo con absurdos comentarios, sus afirmaciones sin fundamento —da igual que aborden política, economía, arte que ecología—. Que sí, que en algunos casos aspiraban a ser poco más que bufonadas. Pero al ser refrendadas por risas, difusión y likes, los sensores del capital los detectaron y los convirtieron en más. Los convirtieron en autoridad, ganaron peso. Así fue como los payasos reconstruyeron la torre de Babel y anidaron en ella.
En La resistencia tenemos una representación perfecta de a lo que me estoy refiriendo. Un show conducido por un niño trajeado, a quien “culo” y “caca” le parecen una innovación cómica y un género del periodismo, arrasa en la parrilla española, y casi sin necesidad de entrar en ella. Este programa es de humor, o aspira a eso con su estilo burdo y chabacano, con sus invitados. Un programa que presumía de ser diferente, convirtiendo el absurdo y la irreverencia en su manual de estilo. Un programa que recuerda al grupo de amigos del pueblo y las vergonzosas tonterías que se hacen entre litro y litro. Que son adecuadas entre amigos, que todos las indultamos y las cometemos en la atmósfera adecuada. Y esta no es una emisión con millones de espectadores. Imagino que si David Broncano et al. no logran que el programa evolucione y hace gala del mismo repertorio pobre que todos aplauden, es también por la incapacidad de quienes llevan las riendas para hacer que el caballo encuentre otra vía.
En este contexto, con tantos privilegiados de formación pobre y cultura ramplona, muchos pensarán algo similar a lo que expresaba el comentario que leía hoy en Twitter, que hay quienes, con carrera y máster, siguen atrapados en la enfermiza cadena de los restaurantes de comida rápida, los repartidores o cualquier otro trabajo basura. Un momento de silencio para ellos. Somos muchos los que hemos vivido esta realidad, la amargura que se experimenta al encontrarse fregando platos después de seis años de universidad o más.
¿Ya? ¿Hemos terminado con el silencio? Bien. Porque ahora lo consecuente es lanzar también piedras contra ese tejado. No contra los graduados, licenciados y demás. El tejado al que hay que lanzar piedras, y me atrevo a decir incluso que es necesario quemar algunos, es el de las universidades. Las nuevas Apple stores, mucha apariencia, mucho protocolo, muy caras, y ninguna utilidad verdadera para el 90% de sus clientes.
Hubo un tiempo en que las universidades fueron centros para adquirir una educación superior, lugares de perfeccionamiento personal. Pero la bruma del tiempo nos ha convertido a todos en micro-capitalistas —sí, a ti también, amigo de Twitter—. Nuestro día a día es una serie de saltos coreografiados al son de una Pastoral, que nada tiene que ver con la sinfonía número 6 de Beethoven. Con nuestro libre albedrío cedido a tantas empresas, y el fruto de las horas de esclavitud en trabajos precarios, contribuimos con más indiferencia que ignorancia a cada latido de ese corazón gigante que es el señor don dinero.
Vivimos en sociedades donde el dinero es lo único importante, donde cada acción busca obtener un rédito. Las universidades no se iban a librar, por supuesto. No voy a descubrir pastel alguno si digo que estamos en un momento en el que el número de graduados, másters o doctorados es mayor que nunca. Y en muchos casos las condiciones para llegar ahí es disponer de dinero, o al menos de la capacidad de aguante suficiente para obtener el título. Sí, hay que dedicarle horas de estudio. Muchísimas horas, si lo que quieres es un expediente impoluto. Hay quien dice que es sacrificado, yo digo que a quien estudiar le parezca sacrificado es porque no le gusta. Haga un favor a los demás y busque otra ocupación. Su lugar no está en la universidades. Pero del mismo modo que nos creemos dignos de obtener títulos universitarios, también deberíamos mejorar nuestra lógica y aceptar que un diploma no nos da derecho a nada. Las universidades cada vez forman peor, tienen un cuadro docente mustio, burocratizado, indigno de las cátedras que ocupan. Sobran alumnos apáticos y profesores con perfil: dícese esto último de aquellas plazas de universidad dadas a dedo. Es necesario promover la reflexión, el amor por el conocimiento puro, sin sistematizaciones, sin normas. ¿Acaso piensan que Marie Curie tuvo que afrontar un entorno académico tan normativo como el actual? No, esta gran investigadora “solo” debió hacer frente a los incontables techos de cristal por ser mujer y extranjera en Francia. Pero a esto se le llama prejuicios, amigos, no normas.
Nos hemos vuelto haraganes. Nos marcan —nos marcamos a nosotros mismos— el camino a seguir para crear, para estudiar, para ganarnos la vida, e incluso para emplear nuestro tiempo de ocio. El sistema del capitalismo, que no es otra cosa que el fruto de las semillas más onerosas de nuestros rasgos comunes, ha crecido por encima de nuestras posibilidades. Malgastamos el tiempo de vida en senderos tan pisoteados que no les queda ni tierra. Y entre los que son conscientes, los que no, y los que sentencian mi locura, nunca haremos nada.
Una vez presentado todo esto, no pienso que en épocas pasadas Heisenberg, Rosalind Franklin, Rousseau, Kant, Turing o Voltaire fueran referencia para nadie. Estas personas hicieron aportaciones imprescindibles a nuestra herencia común, y seguro contaron con bobalicones como Wismichu, Cecilio G, Marta Díaz —yo tampoco sé quién es— o Caidi Kayn —si él escribe mal, también yo puedo—. En cuanto a las universidades, está claro que paulatinamente dejan de ser lugares de culto, señal de que necesitan una renovación, o la abolición. Al final todo esto es cambio, es natural. Tengan presente que natural no es sinónimo de bueno, y a quien piense lo contrario le reto a chupar el telson de un escorpión.
Así que puede que por una vez no deba concluir que todo se va al carajo. No debemos tomarnos esto como una señal de que nuestras células mutan hasta volverse moscas de ojos rojos y alas sincrónicas, que originarán un campo gravitatorio capaz de absorber nuestra realidad como la Roomba. No. Lo que sucede es que el ser humano manifiesta su cultura de un modo más diverso que los monos. También somos fieles a una constante. La contante de una estulticia democrática, capitalista e imparable. Bienvenidos a su propio Show de Truman.
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