No hace mucho tuve oportunidad de cambiar impresiones con Eduardo Torres-Dulce en una fiesta de Zenda. Hablamos de John Ford. Recuerdo que le dije que somos muchos los que estimamos que el western, así, en su conjunto, todo el género, debería ser declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO. Él, tras esperar que ese sueño colectivo no llegase a oídos de Donald Trump, estuvo de acuerdo por todas aquellas generaciones de niños de todo el planeta que, hace más de medio siglo, crecimos jugando a indios y vaqueros. Y así, entre disparos de pistolas de pistones, imitábamos el coraje de Will Kane (Gary Cooper) en Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952), la abnegación de Glyn McLyntock (James Stewart) en Horizontes lejanos (Anthony Mann, 1952) y el arrojo de Rooster Cogburn (John Wayne) al desafiar él solo, en un memorable duelo a caballo, a Ned Pepper (Robert Duvall) y otros cuatro miserables, todos juntos, en Valor de ley (Henry Hathaway, 1969).
Fue aquel de las películas del Oeste —que siempre tuvieron en los niños y jóvenes su público principal—, uno de los capítulos más entrañables de nuestra educación sentimental. De ahí que Torres-Dulce empiece el exhaustivo trabajo que dedica a El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), bajo el título de El asesinato de Liberty Valance, remitiéndonos a ese periodo de su vida, los albores de su adolescencia, cuando iba con sus hermanos a los cines del madrileño barrio de Chamberí y su hermana pequeña se refería a la cinta como El hombre que mató a Tipi Balas. Puesto en claro ese papel que el cine, especialmente el del Oeste, y Liberty… en particular, jugó en su educación sentimental, nos sumerge en la película que inaugura el western crepuscular. Y lo hace con la minuciosidad de una instrucción judicial, pues, como es sabido, compagina su cinefilia con su actividad profesional como fiscal. Acaso sea ése el motivo del cambio del título de la cinta que lleva el libro.
En efecto, el primero de los innumerables méritos de El hombre que mató a Liberty Valance es el de ser el filme que inaugura el ocaso del género que es, en sí mismo, el cine por excelencia. Una imagen de John Wayne —Tom Doniphon, su protagonista— puede ser un icono que represente al cine entero, y de hecho lo sigue siendo, pese a su incorrección política, la que puso fin a estas películas antes de que acuñásemos el término, a comienzos de los años 70, con el nuevo entendimiento que trajeron los últimos años de la década anterior.
Pero las virtudes de Liberty… son múltiples y diversas. Para empezar, se trata de la obra maestra del tramo final de la filmografía de Ford, un declinar que, pese a discurrir por títulos de la altura de Dos cabalgan juntos (1961), La taberna del irlandés (1963) o El gran combate (1964), sobresale entre todos ellos. No hay ninguno que alcance su talla. Se trata, sin duda, de la cinta más compleja de Ford, un cineasta cuyo magisterio tiene uno de sus pilares en su sencillez.
En Liberty… aunque aparentemente sigue practicando una narrativa lineal, en realidad lo es mucho menos. De entrada, como nos recuerda Torres-Dulce, la historia se nos cuenta mediante un flashback. Es el que se abre cuando Ramson Stoddard (James Stewart) y su esposa, Hallie (Vera Miles), acuden a Shinbone para que ella coloque una flor de cactus sobre el rudimentario ataúd que guarda los restos de Tom Doniphon y asistir juntos a su funeral. Cuando Charlie Hasbrouck (Joseph Hoover), un reportero del Shinbone Star, se acerca para preguntarle qué puede llevar a “todo un senador de los Estados Unidos” a un pequeño pueblo del Oeste, Stoddard, recordando que conoció al fundador del Shinbone Star, Dutton Peabody (Edmond O’Brien) y su singular forma de defender la libertad de prensa, comienza a contar quién fue el verdadero asesino, una historia cuyo quid se descubrirá en una nueva analepsis dentro del flashback en el que aún seguimos. Es aquella que se abre cuando Doniphon le hace ver a un Stoddard abrumado por creerse el asesino de Valance que no lo es.
A esa analepsis dentro de la que ya estamos alude la portada del volumen, con Doniphon apuntando su rifle sobre Liberty. La contraportada hace otro tanto reproduciendo un fotograma de esa misma secuencia, pero desde la perspectiva en que se nos ha mostrado en esa analepsis principal que constituye el eje central del filme. Es decir, en la que Valance acaba de herir a Stoddard y se dispone a volverle a disparar. Hay que descubrirse ante el primor de una edición que, con semejante detalle en sus sobrecubiertas, anuncia la exhaustividad del texto. “Otra demostración del clasicismo complejo de Ford al combinar sutilmente el relato de Stoddard con la confesión de Doniphon» —escribe Torres-Dulce en su interior— «siempre preservando el punto de vista del espectador, testigo de ambas confesiones y recuerdos”.
Hay un sutil rumor en todo el cine del maestro que nos habla de la dignidad de la derrota. Tanto es así que, en su filmografía, la derrota también puede entenderse como una victoria. Verbigracia, el destino que aguarda a Frank W. Wead (Wayne) en Escrito bajo el sol (1957). Tras quedar impedido para el servicio en la fuerza aérea de la armada de su país, su sueño, desarrolla una brillante carrera como guionista en Hollywood. Aunque, eso sí, no podrá entrar en combate ni cuando el cuartel general, dado el cariño que le tiene por su afán de servicio, le permite planificar una operación: una escaramuza previa del enemigo se lo impide. Liberty…, que también es el testamento fílmico de Ford, no puede estudiarse como un caso aislado en la filmografía de su autor. Huelga decir que las páginas que nos ocupan aluden a ella todo lo que hace falta. Pero, de momento, estamos con Liberty…
Naturalmente, Torres-Dulce nos habla de esa sublimación del vencido en varios pasajes de su texto. Cabe llamar la atención sobre dichos fragmentos. Particularmente me quedo con el dedicado a Link Appleyard (Andy Devine), el marshall cobarde y tragón. No obstante, será el único capaz de reprochar a Valance que desafíe a Stoddard a un duelo, sabiendo su impericia con las armas (pág. 230). También será Appleyard quien, al cabo de los años, en una de las secuencias ajenas al flashback, con todos los supervivientes al drama que se nos está contando ya canosos, robará las botas del cadáver de Doniphon, lo que no quitará para que también sea él quien lleve a Hallie —la que más protestaba cuando tenía que fiarle los bistecs en la cantina— a las ruinas del rancho que Doniphon construyó para ella. Acabó prendiéndole fuego cuando supo que la muchacha desposaría a Stoddard, pero las flores de cactus, como la que la propia Hallie llevará al féretro, siguen creciendo entre las ruinas calcinadas del rancho que no fue. Esa flor de cactus es uno de los símbolos de la cinta que más sugieren al autor del texto. Torres-Dulce nos recuerda que el propio Ford, siempre tan parco en palabras y explicaciones, comentó que era la demostración de que seguía amando a Tom Doniphon.
Estamos ante el libro sobre un cineasta escrito por un cinéfilo. Hablamos por lo tanto de un volumen —lo es de veras, con cuatrocientas tres páginas impresas en exquisito papel Arcoprint Edizioni— pródigo en esos datos y amenidades que en tan alta estima tenemos los filmófilos, que decía don Florentino Soria, uno de los mejores directores de la Filmoteca española.
Entre todo este festín de referencias, también cabe llamar la atención sobre las noticias biográficas de Dorothy M. Johnson, la autora del relato original, El hombre que mató a Liberty Valance. Reproducido aquí, fue publicado por primera vez en el número de julio de 1949 de la revista Cosmopolitan. Tan entusiasta del western como cuantos queremos que sea declarado Patrimonio de la Humanidad sin que Donald Trump se entere, fue asimismo autora de los relatos que inspiraron El árbol del ahorcado (Delmer Daves, 1959) y Un hombre llamado caballo (Elliot Silverstein, 1970). Fallecida en 1984, tuvo tiempo de ver cómo su relato daba lugar a la cinta que inauguraría el crepúsculo del género, otoño que tuvo su máximo exponente en el gran Sam Peckinpah. Cuando Pompey (Woody Strode), inspirador de otro de los capítulos más interesantes del texto —y de información más desconocida—, vela en soledad el cadáver de su amigo Doniphon, el Oeste ha cambiado porque la ley que llevó Stoddard se ha acabado por imponer a la ley del revólver. El propio Tom había dejado de llevarlo, recuerda Appleyard cuando el senador le exige que le entierre con sus botas, con su cartuchera y con su revólver.
El cine es uno de los mayores inventos de la humanidad no sólo por su lirismo, también porque refleja la vida misma, que además y a menudo documenta. Allende las amenidades y esos datos de tan alta estima, El asesinato de Liberty Valance es un texto para cualquier lector, sea o no cinéfilo, porque trata sobre el carácter universal de la derrota y la pérdida. Ni que decir tiene lo frecuente que es perder un amor, la propia gloria en aras de otro, el proyecto de vida. Todo eso que le va quitando a Doniphon su experiencia. Basta con vivir lo suficiente para que todos acabemos dejando atrás nuestra época, como quedaron atrás para los jinetes de la frontera aquellos días en que el juez Roy Bean era la única ley al oeste del Pecos.
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Autor: Eduardo Torres-Dulce. Título: El asesinato de Liberty Valance. Editorial: Hatari! Venta: Todostuslibros
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