Hoy quiero escribir un artículo sobre escritores hispanoamericanos del siglo XX. Un texto no académico, de lector, de lector que escribe, de escritor que lee, pues en mi caso ambas cosas vienen a ser lo mismo.
Ahora que lo pienso, la literatura hispanoamericana tiene para mí, y seguramente para muchos españoles, el doble encanto de lo que es propio y de lo que es extraño, aunque no ajeno, y extraño relativamente, por supuesto. Por una parte esta literatura es autóctona, es nuestra en cuanto a que es lengua española y responde a una tradición común, o en buena parte común; y por otro lado viene de fuera y sus autores han nacido fuera, aunque será curioso cómo con el tiempo algunos de estos autores vivirán en España y escribirán en España, con lo que se juntarán ambas tradiciones, ambas realidades. García Márquez escribe en Barcelona El otoño del patriarca y le influye lo que ve y vive allí durante esa estancia en cuanto a la dictadura y la figura del dictador Franco, según leo en el crítico y poeta Joaquín Marco y su interesante libro sobre la novela hispanoamericana publicado en Austral.
Por otra parte, muchos de los escritores españoles, al menos el que escribe estas palabras, hemos leído tanta literatura hispanoamericana que nos habremos visto muy influidos por ella, y por tanto de alguna manera somos también ella. Supongo que este fenómeno, en mayor o menor medida, se produce también entre los escritores hispanoamericanos respecto a lo español y la literatura española.
Así pues, yo diría que esta literatura tiene lo mejor de lo que viene del extranjero y lo mejor de lo que es nuestro, en una alianza difícil de superar. Aquí hablo como español, pues yo he nacido en España, en Madrid, pero mi patria también es la lengua, mi lengua. Cuando escribo sobre estos escritores lo hago como español, pero no deja de ser una forma de acercamiento, un punto de vista. En tanto escritores en lengua española son mis compatriotas y, como yo, como el lector, son ciudadanos del mundo.
Podemos acceder a estos mundos lejanos y a la vez muy cercanos de forma asequible, sencilla, gracias a la lengua común, que es nuestra, pero enriquecida con una gran potencia artística. Debo decir precisamente que estos libros y autores se resisten a los conceptos de «mío» y «nuestro», porque parece que hay algo muy fuerte que los comunica y unifica: la universalidad. Son universales y nos hacen universales a sus lectores al leerlos.
Con ellos se hace patente, de algún modo queda subrayada, una especie de contradicción, que no deja de ser aparente, una paradoja: la que se establece entre los conceptos de “propio” y “ajeno”. Todo ello se resuelve en esa otra idea que ya he citado: la universalidad, esa riqueza que presenta una lengua con un matiz diferente.
Ellos nos invitan a participar de su universalidad, y en cuanto españoles tenemos muchísimo en común, pero en cuanto lectores asistimos a una suerte de otredad enormemente rica: otro mundo, una lengua con un matiz diferente, un verdadero espectáculo literario, donde brilla esa cualidad de la que hablaba Aristóteles, la lengua literaria como portadora de un plus diferente y diferenciador, “como extranjero”, y de este modo grandemente enriquecedor para el lector, para este lector, que es el que escribo estas líneas, para todos nosotros.
En América se puede decir que hablan español pero viven y escriben en americano. Hay un vínculo muy grande entre nosotros y ellos, finalmente. Si lo pienso bien, estos grandes escritores hispanoamericanos, o latinoamericanos —no es exactamente lo mismo lo uno que lo otro—, pueden ser un buen, gran puente entre nosotros y Norteamérica. De hecho, cuando fui a Nueva York los autores de lengua española que sobre todo yo veía en los estantes de Barnes & Noble eran, por ejemplo, Isabel Allende y Gabriel García Márquez.
Los escritores hispanoamericanos se lo han leído todo y lo han escrito todo. Están muy preparados y escriben obras interesantísimas, innovadoras y renovadoras, cuando no revolucionarias. En mi casa había bastantes libros de autores hispanoamericanos, porque mi padre los admiraba, y de ahí nació mi gran afición por ellos.
Destacan en todos los géneros, diría yo. En el teatro, por ejemplo, los he seguido menos, pero sé que Vargas Llosa empezó como autor teatral, y ha escrito varias obras, como La señorita de Tacna o El loco de los balcones.
Los escritores españoles, o por lo menos algunos, debían sentir una gran competencia con estos escritores, dada su calidad, su proyección, su ambición, sus realizaciones, aunque también sentirían una fuerte hermandad con ellos, y en algunos casos amistad, gran amistad y compañerismo. Vistos desde nuestro punto de vista, desde España y la literatura española, se puede aprender mucho de ellos. Espero que ellos sientan lo mismo respecto a nosotros.
Son una bocanada de aire fresco para la literatura en lengua española. Una gran bocanada. Nosotros ya sabíamos escribir, y me atrevo a decir que muy bien. Ellos nos han enseñado a escribir mejor.
Muchos españoles exiliados de la Guerra Civil se marcharon a América (Méjico, Argentina…). América fue la gran madre que dio cobijo a sus hijos necesitados.
Quien haya viajado a América sabe que es diferente, grandioso, con una naturaleza y una orografía de otra dimensión. La novela hispanoamericana también parece saltar a otra dimensión, otra dimensión de cosmopolitismo, de repercusión internacional.
¿Cómo semejante paisaje no iba a crear una literatura distinta, de otro “voltaje”, de “alto voltaje”, como diría Leila Guerriero (ella lo decía refiriéndose al campo del periodismo literario)? En América la orografía es espectacular, y lo telúrico tenía que influir en su literatura.
Neruda, Paz, García Márquez… se confunden con la Naturaleza, con la tierra americana, y su mundo parece que canta con ella. Son sus portavoces pero también son ella misma. Nosotros también lo somos al leerlos. Están fundidos con la tierra, con su tierra, y la expresan. Al leerlos aprendemos de ellos y de sus países.
Los autores hispanoamericanos con frecuencia se mueven con soltura por el mundo entero, y algunos, bastantes, son diplomáticos (Neruda, Paz, Fuentes). Es como si la literatura en lengua española adquiriera una nueva y más amplia dignidad. Como si adquiriera un nuevo y renovado pasaporte. Y que me perdonen mis compatriotas españoles, pues en España también hay grandísimos autores. Muchos en realidad, quizá demasiados como para ser valorados justamente, como merecen. España siempre ha sido muy importante en lo literario. En mi opinión en este sentido es una potencia mundial, por su historia, por su trayectoria e incluso por su presente.
Ahora estoy volviendo a mis queridos autores hispanoamericanos, mis viejos amigos, y estoy encontrando tanta riqueza en ellos, tanta exuberancia en su lenguaje, en su poesía y en su prosa, en su verbo y en su paisaje, en la fecundidad de su universo, fuera y dentro del papel… La literatura hispanoamericana tiene color, sabor, volumen, es una fiesta para los sentidos, para nuestros sentidos interiores, esa sensibilidad que tenemos todos y que a veces roza o penetra en el terreno de lo espiritual.
Estos escritores aportan un gran material a todos nuestros sentidos, filtrado por su propia sensibilidad y por su talento. Ofrecen, en efecto, un gran placer sensorial, pero de ningún modo se quedan en lo superficial o aparente. Por supuesto, su prosa es todo lo contrario a la que podríamos llamar plana. García Márquez, por ejemplo, tiene una prosa de gran carnadura, profundidad, de poesía y sorpresa casi constante para el lector, muy sensorial, pero también poseedora de fuerte calado. Es ágil, tiene volumen, es tridimensional, si se me permite la expresión… mejor es pluridimensional… pero también es profunda.
Estos escritores dicen mucho, y lo dicen bien: de una forma bella, muy bella. ¡Qué delicia releer pasajes sueltos, sin orden alguno, de Confieso que he vivido, de Neruda! ¡O qué maravilla, qué felicidad, empezar Vivir para contarla, las memorias de García Márquez! O revisar los ensayos de Paz, a la que no les sobra ni les falta una sola palabra, como me dice la doctora en Literatura Hispanoamericana Ana Godoy Cossío, experta en Vargas Llosa y en Francisco Umbral. Y qué maravilla adentrarse una vez más en los cuentos y los poemas —también los ensayos, apasionantes— de Borges, que cada vez que se leen parecen mejores, como si el tiempo corrigiera en ellos por la eternidad, y constantemente los fuera mejorando.
Son muchos países y mucha población, muchos escritores. Es casi un continente escribiendo. Yo creo que nos ha llegado una gran selección de lo que siempre ha habido, sobre todo en el siglo XX, aunque hay novelas como María, de Jorge Isaacs, anteriores (María es romántica), que me gustaron mucho cuando las leí, cursando la carrera de Filología Hispánica.
Aportan una gran riqueza en todos los terrenos, reitero, pero sobre todo me atrevería a decir en el campo de la lengua, que es precisamente lo que más nos une con ellos. A este respecto recuerdo por ejemplo Vigilia del Almirante, del gran Roa Bastos.
Escritores muy destacados como García Márquez, Vargas Llosa, Octavio Paz, Neruda, los cuatro con premio Nobel, estuvieron entregados a su trabajo, a su misión, casi se podría decir. De los citados Vargas Llosa vive y trabaja gozosamente, para él y para sus lectores, en todo el mundo, deleitándonos con sus palabras, con sus ideas y, tal vez lo que sea más importante, con su ejemplo.
Siempre es un gran placer leer a estos escritores. Son muy diferentes entre sí, por el país al que pertenecen, por su época, por sus influencias… Ahora hago con todos ellos un grupo, pero en realidad cada uno tiene su personalidad, su estilo, su mundo. Por supuesto.
Siempre son nuestros queridos autores, pero al mismo tiempo se nos muestran diferentes, porque son clásicos, clásicos contemporáneos, y los clásicos siguen viviendo, y por tanto evolucionando, una vez que su tiempo en la tierra pasó tan sólo como hombres y mujeres mortales, pues sus letras viven entre los lectores, permanecen en el papel y en diferentes soportes, y pasan de época a época, influyéndolas, por cierto, pero también viéndose influidos por ellas, generando nuevas y enriquecedoras interpretaciones. Hasta el final de los tiempos, si es que ese momento existe.
Los libros están vivos entre sus tapas, bullen en el papel y en sus diferentes soportes, más aún los clásicos, que son la selección que va haciendo el tiempo de todos los libros que se han escrito en el correr de los tiempos.
Algunos de estos escritores se me aparecen como muy europeos, otros como muy norteamericanos, tal vez, o muy sudamericanos, y cada matiz, cada timbre, me los hace más insuperables, más insustituibles.
Yo he leído mucha literatura escrita por españoles, pero ahora pienso que esta literatura también es mía, y que yo soy de ella. En la carrera de Filología Hispánica estudiábamos la Literatura Hispanoamericana, esto es, en lengua española, y la leíamos y analizábamos como nuestra, formaba parte de la lengua española naturalmente. Era también nuestra literatura. Yo sé que he tenido la suerte de formarme como lector y como escritor con estos maestros hispanoamericanos: con ellos comparto la patria común de la lengua —“el territorio de La Mancha”, que decía Carlos Fuentes— y muchas cosas más, porque ellos también se interesaban por España y por las cosas de España. Bastantes de ellos vivieron o viven aquí, como Jorge Edwards, con el que tuve la oportunidad, en varias ocasiones, de hablar en el Café Gijón de Madrid, en la tertulia de “Las Lentejas”, con autores como Juancho Armas Marcelo, Pepe Esteban, Juan Carlos Chirinos y muchos otros. En esta tertulia también tuve la fortuna de comer junto a Sergio Ramírez.
En este sentido, debo añadir que Vargas Llosa llegó a nacionalizarse español y vive en Madrid.
Nosotros también debemos interesarnos por América. Creo que fue Lorca el que dijo que el español que no ha visitado América no sabe lo que es España. Tenía mucha razón. Yo estuve en Nueva York y en Chile, y allí suena y resuena España y lo español. También aquí suena y resuena América, todo ello como una impresionante caracola nerudiana. ¡Qué orgullo debemos sentir! ¡Qué orgullo siento! ¡Qué satisfacción! ¡Qué amor por mi lengua, por sus escritores! Como español, como hispanohablante, como escritor que escribe en español. Podría hacerlo en otro idioma, pero ya que utilizo éste, ya que escribo en éste que me ha tocado en suerte, tan ancho y largo, tan versátil, tan hermoso, puedo dar fe de mi satisfacción. Debo hacerlo, y además tratar de transmitir esta satisfacción.
Qué maravilla contar con compañeros, amigos, maestros, padres de la escritura y de la lengua, como Gabriel García Márquez, Pablo Neruda, Borges, Vargas Llosa, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Mario Benedetti, Augusto Roa Bastos, Adolfo Bioy Casares, Isabel Allende, Leila Guerriero, María Luisa Bombal, Gabriela Mistral y tantos otros.
Cuando yo era muy joven, todos ellos, y algunos más, me enseñaron a escribir, y de una forma escogida, nada vulgar, con un estilo y unos contenidos muy diferentes. Más que enseñarme, fortalecieron mi decir. Gracias a ellos, y a muchos otros, es cierto, me encontré a mí mismo. Me hicieron más sabio, en el hablar y en el escribir. También en el leer, en el pensar, y en el vivir. Gracias a todos ellos forjé mi pluma, la que ahora empuño, con una mezcla de alegría, de orgullo y de humildad.
Y en este texto que ahora toca a su fin, “Las plumas de los ángeles”, quiero dar las gracias a todos ellos, para que conste en este Cuaderno de campo, pequeño cuaderno mío del exterior y del interior, cuaderno de las entretelas de mi corazón, en tiempos de pandemia, cuando más lo necesitamos, cuando más necesitamos su arte, su hondura, su saber. Su compañía, su fuerza. Todo ello que a todos nos recrea y nos enseña.
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