La realidad pone a prueba, todo el tiempo, las tensas relaciones entre la literatura y el estamento editorial. Eimear McBride escribió en escasos seis meses su primera novela, Una chica es una cosa a medio hacer, pero encontrar una editorial que quisiera publicarla le llevó una década. Por fin, en 2013, la fichó Galley Beggar Press, un pequeño sello de la ciudad de Norfolk, ubicada a 160 kilómetros al noreste de Londres. El beneplácito de la crítica fue casi instantáneo: ese mismo año, la autora ganó los prestigiosos Goldsmiths Prize y Geoffrey Faber Memorial Prize y, en 2014, se hizo con el Desmond Elliot, el Baileys Women’s Prize for Fiction y el Kerry Group Irish Novel of the Year, entre otros. En esos dos años se adjudicó un total de 18 galardones.
En España, Impedimenta publicó en noviembre del 2020 el único libro de McBride traducido al castellano, Una chica es una cosa a medio hacer. La calurosa recepción del libro desmintió el tópico según el cual el valor de la literatura actual es el de la sola satisfacción momentánea. Pocas lecturas son tan incómodas como esta novela de formación, o Bildungsroman, cuyo eje es la violencia sexual narrada desde la perspectiva de la consciencia de una chica de un pueblo irlandés, a finales del siglo XX. Aquí, una protagonista sin nombre experimenta con intensidad plena cada uno de los instantes de su vida y los narra desde la perspectiva de la consciencia a su hermano mayor, que tiene dificultades de aprendizaje. “Buscaba mostrar la intimidad de la protagonista”, explica McBride refiriéndose a la decisión que tomó de narrar toda la novela en la segunda persona del singular: “El hermano de la protagonista es la única persona a quien ella siempre quiso y, aunque entre ellos no faltaran las dificultades, esas mismas dificultades terminan por convertirse en un puente que la une a ella con el resto del mundo; probablemente, él sea la única persona que pueda comprenderlo”. La decisión de estilo tiene un valor agregado: convierte al lector en testigo privilegiado de las acciones narradas.
La perturbada consciencia de la protagonista permite a McBride mostrar, al menos, dos formas diferentes del trauma ribeteados por la opresiva atmósfera de religiosidad católica del entorno rural irlandés: el de la violencia sexual y el de la enfermedad. El primero es el punto de partida de la transformación de la protagonista: “No hay Cristo que valga en el suelo de la cocina. Contra el respaldo de la silla de la cocina. Me bajó la falda hasta los tobillos. La tiró. Y todo estaba tan silencioso que oí cómo me abría. Me raspa abriéndome las piernas”.
La otra forma del trauma narrada en Una chica es una cosa a medio hacer es el de la enfermedad. Al principio de la novela se describen las dificultades de aprendizaje del hermano de la narradora, las cuales, a la larga, no le permiten optar a nada más que un puesto como dependiente en un almacén. Se sospecha que tales dificultades son consecuencia del maltrato infantil que parece haberle infligido su padre antes de comenzar los acontecimientos contados en la novela. Pero con la llegada a la adultez, la condición se convierte en un tumor cuyos efectos sobre el cuerpo aparecen descritos con naturalismo en los detalles.
Nacida de padres irlandeses en la ciudad al noreste de Inglaterra llamada Liverpool, en el año de 1976, la temprana juventud de McBride transcurrió en la década de los años ochenta, durante la plena era de Margaret Thatcher y la hegemonía del partido conservador, una época marcada por el nacionalismo en la política y la economía liberal. Quizá esta sea la razón por la cual su novela es una creativa reivindicación de la herencia de sus antepasados, no tanto en el contenido de las ideas que postula —aunque el conservadurismo cristiano es patente a lo largo de todo el argumento—, sino en su forma de narrar. Una chica es una cosa a medio hacer es un prodigio en donde el cuestionamiento de las ideas preconcebidas sobre la identidad se combina con el estilo heredado de escritores irlandeses modernos de la talla de James Joyce, Samuel Beckett o Edna O’Brien, a quienes McBride enumera entre los miembros de su genealogía literaria. A los tres autores los unifica la condición de emigrantes, frecuente entre los irlandeses del siglo pasado, “como consecuencia de la pobreza y del colonialismo”, según dice McBride, y como artistas los incluye entre aquellos que encontraron en el exterior la verdadera libertad para expresarse, sin las censuras impuestas por la cultura católica imperante en Irlanda. “Aunque como escritora sus legados suelen ser desalentadores, como lectora me siento cautivada por su manera arriesgada de usar el lenguaje y la valentía con la cual abordaron asuntos peligrosos o tabú”, explica. “El sello distintivo de la literatura irlandesa es su acercamiento original e imaginativo al lenguaje”.
La prensa española se ha empeñado en compararla con O’Brien, de quien la separa una generación. La verdad es que Una chica es una cosa a medio hacer tiene más de la prosa de Joyce o del interés por los personajes de Beckett que de la trilogía en donde O’Brien resume la historia de Irlanda desde personajes femeninos. La comparación puede deberse a que O’Brien es un descubrimiento reciente en el idioma castellano; si bien Las chicas del campo, La chica de ojos verdes y Chicas felizmente casadas se publicaron originalmente en la década de los años 60, Random House editó sus primeras traducciones al castellano entre 2013 y 2015. Un (si bien escueto) punto de comparación entre ellas se encuentra en que sus protagonistas recuerdan la precariedad que ha acompañado a las mujeres a lo largo de la historia, en especial a las de bajos recursos. Antes que la obra de O’Brian, McBride prefiere reivindicar la influencia de Sarah Kane, una polémica dramaturga británica que se suicidó en 1999, a los 28 años de edad, después de haber revolucionado la escena teatral con obras dinámicas en donde se mostraban los efectos de la depresión, la falta de comprensión y la soledad. “De ella aprendí el poder de la furia femenina. Aprendí que es importante no disculparnos por sentirnos enojadas o pensar que debemos portarnos bien y enmascarar nuestras emociones”, señala la escritora, que en agosto publicará en inglés su primer libro de no-ficción, Something Out of Place: Women Disgust, título que puede traducirse como: “Algo fuera de lugar: Las mujeres y el asco”. Allí analiza las fuerzas contradictorias del asco y la cosificación a las cuales han sido sometidas las mujeres a lo largo de los siglos a través de los múltiples y paradójicos discursos sobre su género que las rodean desde la infancia, construidos con el objetivo de avergonzarlas y controlarlas.
La redacción inquietante de Una chica es una cosa a medio hacer pretende capturar el momento antes de que, a través de la gramática, el pensamiento se convierte en lenguaje, el fluir de la consciencia de un personaje traumatizado por el abuso y que parece siempre al borde de hacerse pedazos, un ser distinto a los protagonistas de Joyce, por muy trastornados que estos parezcan a ratos. Aunque, como Retrato del artista adolescente (1916), la de McBride sea una novela de formación en donde el catolicismo y la familia actúan como fuerzas coercitivas sobre la individualidad, la influencia más evidente de Joyce en Una chica es una cosa a medio hacer se encuentra en su narrativa, comparable con los pasajes más agudos de Ulises (1922); de allí toma el tipo de monólogo de la consciencia en donde por medio de la fragmentación de la prosa se intuyen situaciones que escapan al lenguaje, y las oraciones entrecortadas dan cuenta de la singularidad de la percepción que cada quien tiene del mundo. “Joyce nos enseña que cualquier cosa es posible en una novela, siempre que se tenga el coraje y la habilidad para llevarla a término”, explica la autora, cuyo propósito con Una chica es una cosa a medio hacer es ofrecer una lectura inédita, física y visceral, por completo íntima.
La relación de su obra con Beckett es menos obvia. Sin embargo, este resuena en el minimalismo sombrío con tendencia al nihilismo de la protagonista de McBride. Como el dramaturgo de Esperando a Godot (1949), esta autora tiene un vínculo con las artes escénicas. A los 17 años ingresó a The Drama Centre de Londres, pero abandonó la carrera de actriz en cuanto se graduó, para dedicarse a la escritura profesional. Además de libros, en la actualidad publica reseñas y artículos en varios medios impresos británicos entre los cuales se cuentan The Guardian, Times Literary Supplement (TLS) y The New Statesman. “Como escritora, me interesa primordialmente el personaje, por eso para mí son útiles las técnicas que aprendí en la escuela de actuación, y son las que utilizo hasta ahora en la literatura. La diferencia es que cuando escribo debo hacer que el lenguaje haga lo que el actor realiza con su cuerpo, y eso puede explicar mi estilo fragmentado”, apunta la autora. Su objetivo es que el lenguaje se convierta en el cuerpo y trate de expresar su experiencia en combinación con la mente: “¡Y las oraciones con perfecta gramática no pueden hacer eso!”.
—El trauma aparece como una pieza fundamental de conflicto en la narrativa actual. No se trata solo de un intento de dar cuenta del carácter problemático de la identidad y los caminos diversos que puede tomar su formación, sino del uso del trauma en algunos movimientos sociales como el feminismo, el multiculturalismo o la cultura queer, entre otros. ¿Cuál cree que es el poder literario del trauma, y por qué piensa que este tema apela a cuestiones que trascienden de lo individual a lo social?
—Me parece irracional la enorme presión que en la actualidad se ejerce sobre las formas artísticas desde las redes sociales —principalmente por parte de los activistas de sofá— para que se hagan reivindicaciones constantes, enormes y dramáticas, a través de las cuales se incite a la confrontación y se haga énfasis en todas las áreas de la diferencia, como si estuviéramos en una competencia interminable para elegir quién forma parte del grupo social más traumatizado. Hoy parece que una novela no tiene valor si no llama a salvar el medio ambiente o no reclama la destrucción de cualquier rastro de inequidad social. No estoy de acuerdo con esta actitud. Ese no es el trabajo del arte. La mayor parte de los discursos artísticos que se elaboran desde estas premisas me parecen barro politizado de segunda clase. También creo que es importante destacar que la literatura puede investigar el trauma de una manera que ninguna otra forma artística puede. Una novela permite al lector “ver” el efecto del trauma y comprender su causa, a veces de forma simultánea. Comprender en profundidad la experiencia de otros nos cambia. Cuando esto pasa a nivel personal, el resto del mundo cambia con nosotros, aunque no se trate de variaciones escandalosas y grandilocuentes, sino pequeñas y significativas. Pero así son más reales. Lo más seguro es que no sean del tipo de cambio que te hará aparecer como una persona virtuosa o noble en la televisión o en las redes sociales. El trabajo de la literatura es lidiar con la complejidad, y al activismo social no le gusta esa faena. Así que la literatura solo necesita seguir haciendo lo que ya de por sí hace tan bien.
—¿Qué aspecto específico del trauma cree que es más útil a la literatura? O, por lo menos a sus obras.
—Siempre me ha interesado el cuerpo como tema y, en particular, el retrato de los cuerpos femeninos. Me interesa comprender cómo las mujeres toleramos tanto trauma natural, en forma del dolor de la menstruación, la menopausia o el parto, por ejemplo. Pero también me interesa analizar por qué se espera que toleremos, sin quejarnos, más trauma físico que los hombres. El trauma sexual es el ejemplo más obvio, y esto estaba en mi cabeza mientras trabajaba en Una chica es una cosa medio hacer.
—En la novela es interesante la manera como retrata la psicología de alguien que ha sido abusada. Pienso que esto prueba que incluso cuando “no significa no” en cualquier coyuntura, en muchas circunstancias “sí” no necesariamente quiere decir “sí”. Justamente a esto se refiere Una chica es una cosa medio hacer. ¿Piensa que el contexto y la mentalidad pueden crear ausencia de consentimiento?
—Sí, estoy de acuerdo. En la novela parece como si una niña de 13 años aprobara un acto sexual; en realidad no tiene la capacidad mental aún para opinar ni consentir a nada. En consecuencia, ella cambia mucho por lo que le pasa entonces, y esa experiencia alimenta lo que siente y piensa sobre el sexo cuando tiene edad adecuada para dar consentimiento a las relaciones íntimas. No creo que una persona no sabe cuándo su pareja sexual se siente presionada o cuándo el consentimiento proviene del impulso autodestructivo. El sexo no pasa solo. Tenemos la responsabilidad de guardar una decencia básica entre nosotros cuando follamos y pienso que, en el fondo, mucha gente sabe bien la diferencia cuando hemos presionado para obtener sexo o no. Esto es fundamental.
—Como Una chica es una cosa medio hacer es principalmente una novela de formación, me gustaría saber cuál cree que es el asunto fundamental en el desarrollo de una mujer.
—En realidad no creo que se pueda resumir a un asunto o a un momento. Las mujeres hemos sido reducidas a compartimientos tan pequeños a lo largo de la historia, y se les ha dado tan poquitas opciones durante tanto tiempo, que aún mantenemos el instinto de interpretarnos de esa manera tan limitada. Y debemos resistirnos a eso. Como mujer, siempre estoy cambiando: soy la misma de siempre y, al mismo tiempo, soy completamente diferente a la mujer que era a los 18 años, o a los 20, o a los 40. Debo decir que la lección más importante que he aprendido en mi vida es que no pertenezco a nadie. Yo escojo si me quiero dar o no: en el sexo, en la amistad; en mi profesión o en privado; de forma pública o privada; esa es mi decisión. Solo mía.
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