Una de las muchas cosas que echo de menos en este tiempo es el sonido de la voz que anuncia la llegada del AVE a Atocha. El espacio abierto y el cielo que se abren nada más ascender las escaleras mecánicas, donde me saludan los bronces de Botero. Y a veces, también, amigos de los antiguos Tercios.
Añoro el sonido de la maleta rodando hasta mi hotel mientras la ciudad bulle. Un estruendo lleno de pausas, pienso, al tiempo que observo sus pequeños recodos, bares de toda la vida y olor a apetecibles fritangas, pequeños comercios con sabor a aldeas de Castilla conviviendo con la velocidad. Calles con ecos y avenidas majestuosas. París y Teruel en el mismo lugar. El cabreo y lo afable de la mano. Y el sentido del humor como rescate.
¿Qué tiene de especial esa mezcla? No lo sé. Es lo más parecido a reencontrarse con un viejo amigo con muchas heridas de guerra, bronco, con un tono de voz alto. Una vez me dijo alguien que en Madrid podría aterrizar una nave espacial en la Puerta del Sol y no pasaría nada. Bienvenidos, poneos cómodos, tenemos sitio al fondo. Supongo que la clave, todo eso que yo percibo, está precisamente en esa actitud, una especie de conformismo y la licencia de no tomarse la vida demasiado en serio. Siendo yo un pasajero temporal, de este lugar que se mueve y respira como ente propio, capto todos esos matices que Madrid me brinda.
Si viviera allí todo el año vería todas sus caras, pero no creo equivocarme cuando digo que hay algo de refugio de montaña en el que un variopinto grupo entusiasta venido de todos los rincones se junta en las noches frías para compartir del mismo puchero un potaje que hace entrar en calor. Y dirán ustedes dónde está ese objetivo común, esa cumbre, ante el díscolo aspecto que presenta, por ejemplo, el Congreso de las Disputas. El objetivo común reside, precisamente, en ese momento que les digo previo al ataque a una cima, donde se aparcan las diferencias y solo hay espacio para la camaradería osada, confidente, suicida, apasionada, y sin sentido, de conquistar lo inútil, como definía al alpinismo el gran montañero Lionel Terray. El problema es que esa magia se rompe al no ir en la misma cordada, por algo que empezó como un malentendido y luego se inundó de palabras grandilocuentes. Así, aunque se ha coronado en multitud de ocasiones —solo hay que pasar revista a las muchas avalanchas que han castigado a Madrid en los últimos tiempos—, ni se valora la cumbre, ni se presta atención al descenso. Demasiados arribistas, en definitiva, que creen entender de montaña. Y con todo, siempre hay un Cid. En realidad, cualquier lugar, por muy ruinoso, necesita uno.
Ese espacio compartido en el que el mañana queda lejos sabe a muchas cosas, te recibe siempre con los brazos abiertos y te hace miembro de su comunidad. No importa cómo seas, ni de dónde procedas. Si pisas sus calles, ya eres de los suyos. Eso es lo que me deleita profundamente de Madrid.
Vamos que nos vamos, que diría el conductor del autobús repleto de gente, cada uno con su preocupación y su prisa. Esa frase es el punto de rebaja necesario para arrancar. Como fue un Tiranosaurio Rex paseando por una calle de Madrid en mitad de la tempestad de la nieve sembrada por Filomena. Porque hay cosas que solo pueden suceder en Madrid. Risa con plomo en las entrañas, que dijo el poeta Machado, en el maldito fin del mundo.
Te pido, Madrid, que me esperes. Que quiero disfrutar de tu calidez, de tu orgullo, de tus celajes añiles velazqueños y tus parques inmensos. Quiero hacerlo sin mascarilla, sintiendo el aire que baja de la sierra, abrazar a mis amigos y familiares. Que me apetece degustar tus sencillos placeres, tu pizza en el Pinocho, ese bocata de calamares que nunca probaré pero que agradezco que esté, un buen chocolate con churros, tu entrañable cuesta de Moyano, la Historia detenida en el Museo del Prado, la tenue luz del Museo Naval, los mil pueblos concentrados en el Barrio de los Letras. Tus estratos de grandeza, y decadencia. Tus contradicciones. Espero que no te dejes llevar por la estupidez y los complejos, esos síntomas de falta de autoestima que han arrasado con otros lugares, antaño rebosantes de personalidad. Tú sigue ahí, como eres. Y que no cese tu risa. Volveremos a vernos.
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