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Susan Peters, la chica sin suerte

La historia de Richard Quine suele concluirse atribuyendo el suicidio de este gran cineasta, que se pegó un tiro el diez de junio de 1989, a una certeza que le abrumó en sus últimos días: nunca habría de volver a emplazar su cámara. Autor de musicales cautivadores —Mi hermana Elena (1955)—, comedias románticas igualmente dichosas —Me enamoré de una bruja (1958)—, agudas comedias negras —Cómo matar a la propia esposa (1965)— y melodramas sobre amores adulterinos del calado de Un extraño en mi vida (1960), su filmografía se cerró con varios fracasos que le hicieron perder la confianza de los productores. Salvo la crítica y los cinéfilos, cuando dejó de ser rentable nadie en la industria a la que tanto aportó tuvo en consideración que, junto con su discípulo Blake Edwards, concibió uno de los capítulos más brillantes de la comedia estadounidense.

Objeto de admiración ya en vida de Quine, su filmografía ha seguido siendo revisada con deleite por los cinéfilos desde su trágica muerte. Los más entregados a esta grata tarea, de un tiempo a esta parte sostienen que aquel tiro con que Quine puso fin a sus días no obedecía a la imposibilidad de rodar. Muy por el contrario, habría tenido su origen en un disparo anterior. Lo escuchó, ensordecedor igual que un cañonazo, en las montañas de Cuyamaca, cerca de San Diego, el primero de enero de 1945. Quine y su primera esposa, la entonces prometedora actriz Susan Peters, pasaron el año nuevo cazando patos con unos familiares. Susan fue a coger un rifle al coche y se le disparó. Como las armas siempre las carga el Diablo, la bala fue a alojársele en la médula espinal, provocándole una paraplejia que la postró en una silla de ruedas de por vida. Solo tenía veinticuatro años. Todo en ella era belleza, talento y un brillante porvenir.

"Hay veces que la fatalidad obedece a un capricho del destino. La desgracia del infeliz ya estaba escrita en algún sitio de forma indeleble"

Separado de Susan en 1948, Quine nunca olvidó aquel desastre, del que siempre se culpó, es de suponer que no tanto por el disparo en sí como por el final de aquel matrimonio. En la última de las historias de El placer (1952), la magistral adaptación de Max Ophüls de tres cuentos del gran Guy de Maupassant, Jean (Daniel Gélin) es un pintor que desdeña el amor que su modelo, Josephine (Simone Simon) siente por él. La muchacha, enajenada, se defenestra. Pero la Parca decide no llevársela y Josephine también se ve postrada en una silla de ruedas tras su salto al vacío. El último plano que Ophüls les dedica es conmovedor: Jean empuja con devoción la silla de ruedas de la modelo cuyos sentimientos despreció cuando andaba. No se abandona a una esposa parapléjica, por mucho que el amor se haya acabado. No es de ley ni de buenas personas. Casi podría jurarse que el gran Quine pensaba así. Por eso el recuerdo de Susan le abrumó, incluso cuando la atracción que le inspiró Kim Novak —su musa— le magnetizaba más poderosamente.

Hay veces que el estigma no es el resultado de una inspiración enfrentada al canon que impone la ortodoxia, el origen más frecuente de las maldiciones. Tampoco es consecuencia de los desvaríos o las disipaciones del estigmatizado. Hay veces que la fatalidad obedece a un capricho del destino. La desgracia del infeliz ya estaba escrita en algún sitio de forma indeleble. Para huir de su mala suerte, le hubiera sido tan inútil correr como permanecer sentado. Más aún, para rizar el rizo, para abundar en tan nefasto hado, hay veces que el mal fario viene envuelto como un regalo. Así, al principio todo parecen rosas… hasta que pinchan sus espinas y las piedras asoman. Ese fue el caso de Susan Peters antes de que los sucesos se desencadenasen fatalmente.

"Un año después, en el 41, fue una cazadora de autógrafos en Juan Nadie, de Frank Capra. Ya como notabilísima actriz secundaria, con Humphrey Bogart coincidió en el reparto de Un gánster sin destino"

Nacida en 1921 en Spokane, en el estado de Washington, la joven Susan —hija de un ingeniero de obras públicas— entró en la Warner cuando aún cursaba sus estudios secundarios. Su primer cometido en la casa fue dar la réplica a los aspirantes a actores en las pruebas de cámara a las que eran sometidos. Naturalmente, su encanto no tardó en llamar la atención de los encargados de aquellas evaluaciones.

Sin embargo, fue en la Metro donde, ya bachiller y habiendo terminado un curso de interpretación en la escuela de Max Reinhardt de Arte Dramático —en la que tuvo compañeros como Jason Robards—, pudo vérsela en sus primeros papeles. Fueron personajes fugaces, casi siempre sin frase y sin figurar en los créditos, en cintas como Susana y Dios (George Cukor, 1940).

Apareció acreditada por primera vez en The Man Who Talked Too Much (Vicent Sherman, 1940). Eso sí, todavía figura con su nombre de pila, Suzanne Carahan, al igual que en Camino de Santa Fe (1940), el western proesclavista en el que Michael Curtiz, su realizador, buscando justificación para lo injustificable, presenta al abolicionista John Brown —todo un héroe de la historia estadounidense, inspirador de uno de los himnos más célebres de la Unión— como un despiadado asesino. Una vez más, hay que decir que la calidad de la película, que es mucha, no se ve mermada por su execrable mensaje. Y, lo que cuenta para estas líneas, en sus secuencias Suzanne —que aún era su nombre— solo interpreta a una chica llamada Charlotte.

"Sí señor, la Metro apostaba por ella. Y lo hacía tan fuerte que en el 43 obtuvo su primer papel protagonista en Young Ideas, una screwball de adolescentes dirigida por Jules Dassin"

Un año después, en el 41, fue una cazadora de autógrafos en Juan Nadie, de Frank Capra. Ya como notabilísima actriz secundaria, con Humphrey Bogart coincidió en el reparto de Un gánster sin destino (Lewis Seiler, 1942). Antes de que acabase el año, entre otras producciones hoy prácticamente olvidadas, la joven Susan —ya con su nombre artístico— encabezó el reparto de Niebla en el pasado, de Melvin LeRoy, junto a Ronald Colman y Greer Garson. Hiló tan fino en aquel trabajo que le valió una nominación al Oscar. Pero la preciada estatuilla no habría de ser para ella. En realidad, nada habría de ser para Susan Peters salvo la fatalidad.

Sí señor, la Metro apostaba por ella. Y lo hacía tan fuerte que en el 43 obtuvo su primer papel protagonista en Young Ideas, una screwball de adolescentes dirigida por Jules Dassin, futuro represaliado de la inquisición macarthysta. Después, en el 44, llegó La canción de Rusia. Filme propagandístico dirigido por Gregory Ratoff, se trataba de una exaltación del esfuerzo soviético en la lucha contra los nazis. Habrá que recordar que, en aquella sazón, soviéticos y estadounidenses eran aliados en su lucha contra el nazismo.

Casada con Quine en noviembre del 43, ya en el 44 Susan Peters era una de las intérpretes a las que la Metro lanzaba al estrellato. De ello fue a dar cuenta una fotografía promocional de los nuevos rostros de peso en el estudio. Dicha imagen la muestra sentada junto a Louis B. Mayer y futuras estrellas de la casa como Esther Williams, Kathryn Grayson, Van Johnson, Margaret O’Brien, o Gene Kelly. En el caso de Susan, todo quedaría en nada.

"Fue aplaudida entonces, pero no se lo creyó. Para ella, aquellos aplausos obedecían a la misericordia que inspiraba al personal"

Tras el accidente cuando sólo contaba veinticuatro años, la Metro la mantuvo bajo contrato, le siguió pagando los cien dólares a la semana estipulados e incluso sufragó los gastos médicos ocasionados por su paraplejia. Consciente de que no había proyectos para ella, la propia actriz acabó abandonando el estudio en el 48, cuando se separó de Quine. Ella misma se había convertido en su peor enemiga frente a la adversidad. Carecía de ese coraje —y no era de extrañar— que intentaba insuflar a los impedidos que visitaba en las asociaciones de veteranos de guerra. No se creía la buena disposición de la gente con ella. No le gustaba conducir el coche que habían adaptado a sus necesidades.

Protagonizó una última película, El signo de Aries (John Sturges, 1948), cuya trama da mucho que pensar: una mujer minusválida, también postrada en una silla de ruedas, tiraniza a cuantos tiene a su alrededor. Total, un fracaso en la taquilla. Demasiado tortuoso para un público que sólo quería ver estas desdichas bajo el prisma de la superación, la comprensión y la piedad. Pero ¿qué buen rollo iba a haber en una actriz que, de un día para otro, perdió el estrellato y las piernas?

La depresión que sufrió tras la separación de Quine fue un golpe del que no habría de levantarse. Se abandonó inexorablemente. Lo intentó en las tablas con una adaptación de El zoo de cristal que la llevó por diversos escenarios del país. Fue aplaudida entonces, pero no se lo creyó. Para ella, aquellos aplausos obedecían a la misericordia que inspiraba al personal. En el 51 protagonizó una teleserie que le escribieron expresamente, Miss Susan. En sus diferentes entregas encarnaba a una abogada de sus mismas características. Volvió a fracasar. Su constante depresión le provocó una anorexia que degeneró en una enfermedad renal. Después padeció una neumonía, una bronconeumonía y una pielonefritis. Murió de todo ello unido a la inanición. No cabe duda: el destino se ensañó con una actriz que estuvo a punto de ser una estrella. Puesto a recordarla, George Cukor comparó su potencial con el de Katharine Hepburn, pero sin tanta agresividad. Mas la suerte no habría de acompañarla. Sólo vivió treinta y un años.

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