La novela de intriga suele plantear de entrada un enigma cuyo desvelamiento encarrila la trama anecdótica entera. Un sutil cambio de esta táctica narrativa lleva a cabo Juan Malpartida en Señora del mundo. Sustituye la intriga por una situación personal misteriosa. Con ella arranca la historia, la enlaza con su consecuencia inmediata —una sorprendente decisión del protagonista— y a partir de ahí se encadena un discurso zigzagueante que explaya ambas circunstancias.
Malpartida siembra al inicio la semilla del misterio, pues, y la hace germinar a lo largo del libro. Sorprendentemente, no en los términos de extrañeza que sugiere la tesitura que acabo de resumir sino mediante una historia verista, tanto que en ella se encadenan pasajes de intencionado corte costumbrista. Alonso abandona la vivienda familiar en Madrid, donde quedan la mujer, Lucila, y los dos hijos, Elisa y Fabián, se traslada primero a un apartamento cercano y al tiempo alquila una casa espaciosa en Encinar de las Palomas, imaginario pueblo granadino cercano a Motril y algo distante de la costa. Su trayectoria abarca hasta que tenemos noticia de su muerte por una referencia a la necrológica que ha publicado el periódico donde trabajaba. Ese recorrido se colma con situaciones más o menos comunes: la divertidísima conversación con un amigo psiquiatra, los embrollados encuentros gastronómicos con un grupo de paisanos en Encinar, la patética asistencia a la boda de la hija, las relaciones con la puntillosa asistenta, las discusiones frustrantes con un monje budista establecido en las Alpujarras o la disputa con Helio, un colega reaccionario del periódico.
Todo lo cuenta Alonso, pero la novela agrega otras necesarias perspectivas: sendas cartas de Lucila y el protagonista y un broche final por cuenta de Javier Ventadour, un escritor con quien Alonso tuvo una sorda polémica a propósito de los respectivos libros acerca de Guillermo Ventadour, tío de Javier. La disputa fue a más, el sobrino presentó una demanda y Alonso tuvo que retirar su obra del mercado. El tal Javier ha sido una funesta sombra en las relaciones de Alonso y Lucila, y con este motivo la materia literaria entra con naturalidad argumental —no como asunto culturalista pegadizo— en la novela. Porque esta materia, en contraste con la otra relativa a la vida común, termina por llevarse la parte del león de la historia. En efecto, Señora del mundo tiene algo casi de tratado sobre los problemas de la imaginación literaria y en buena medida noveliza las dificultades y arcanos de la escritura novelesca concebida como reflejo de incertidumbres existenciales.
Alonso, escritor además de profesional del periodismo, cavila e incluso diserta con frecuencia en su relato sobre la propia literatura, de la que tiene opiniones tan esencialistas como sugerentes. Sin medias tintas proclama una tesis: “un libro es algo que hacen los hombres para responder al enigma insondable de la vida”. Ese ha sido su afán desde la juventud. Su proyecto artístico ambiciona escribir “un libro sobre nada” ya que el sentido último de la literatura es nada, “pero a condición de que sea literatura, porque la nada por sí misma no tiene gracia”. Lo cual no excluye que se cuente una historia, como la de una mujer casada que lee y sueña con otra vida, se echa un amante y finalmente se suicida en Madame Bovary, o la de Alonso Quijano, en el Quijote, quien en lugar de una amante se echó un escudero. Un verdadero escritor, añade, quiere escribir sobre nada, aunque luego cuente que se va a la guerra, conoce a una muchacha y se enamora, y sentencia beligerante: “Lo demás es periodismo”.
Estos planteamientos artísticos forman un bucle fuertemente trenzado con la mentada constatación de la vida corriente, anclada en una fecha precisa, la guerra de Irak, y cuyos hilos recogen un asunto principal, el matrimonio, y otros varios complementarios: consideraciones políticas —Alonso declara su simpatía por el PSOE—, sociales, psicológicas o acerca de hábitos contemporáneos. Estas cuestiones se integran en un panorama amplio del mundo al que el protagonista —presumimos que portavoz del propio autor— se propone encontrar un sentido. A tal efecto se preocupa de captar y apresar el mundo ausente “en el río del lenguaje”. Lo cual obliga a abordar los misterios de la imaginación y a volcar todo en ese “animal omnívoro” que es la novela; un todo que incluye tanto lo que el autor tiene a su alrededor como lo inexistente. Según dirá Ventadour con clara resonancia unamuniana, “todo escribe una novela, pero la novela solo termina momentáneamente porque siempre hay alguien que nos imagina”. Ventadour está convencido de algo extravagante, de que todos, seamos artistas o nos dediquemos a cultivar orquídeas, “somos un momento de una realidad imaginaria que no cesa de alimentarse”.
Esta problemática acerca de los límites de la realidad y de su frontera con la imaginación asedia a Alonso, cuyo empeño será darle una respuesta. Justifica la razón de la visita al monje budista en sentirse desconcertado. El estado de desconcierto se extiende al resto de su vida, al escepticismo con que escribe sus artículos de opinión política, a la arbitraria decisión de romper con Lucila y desentenderse en buena medida de los hijos, a cualquier otra actividad y a andar sonámbulo llevando a rastras al muerto que es. Le urge encontrar una respuesta y la busca en el budismo o en el psicoanálisis, pero donde está es en la propia literatura, en la escritura como medio de esclarecer su situación escindida. Lo cual da pie a un profundo juego del doble, cuyo detalle resultaría fatigoso pormenorizar en este comentario. Baste con decir que ya se anuncia en el nombre propio del protagonista —el mismo que el nombre familiar de don Quijote, el doble por antonomasia de nuestras letras— y se prodiga en múltiples situaciones. El conjunto de referencias convierte Señora del mundo en una inquietante indagación en la identidad.
Señora del mundo es una obra reflexiva, en cierto modo filosófica. En ella tenemos una conjetura acerca de la consistencia y límites de la realidad. Esta clase de relatos de pensamiento y fondo especulativo corren el riesgo de caer en la abstracción. No es lastre que grave la novela de Juan Malpartida. Su animado argumento le proporciona una consistencia propiamente novelesca. Además, un afilado humorismo proscribe el menor envaramiento. Ya he destacado la conversación de Alonso con el psiquiatra, galvanizada con bromas y retranca que producen algo más que risa. A este acorde pertenece también una excelente e ingeniosa idea que funciona como hilván de la caracterización del protagonista: la condición de fumador imaginario con la que replica graciosamente los hábitos y vacilaciones de los fumadores reales.
La forma apuntala los planteamientos del autor. La construcción responde a un relato confesional sencillo y ágil, sin complicaciones pero modernizado con esporádicas rupturas de la narración tradicional mediante anáforas léxicas o sintácticas. Los personajes tienen entidad propia y el protagonista alcanza espesor psicológico. El estilo cuida la lengua para que trasmita naturalidad y muestra un calculado fraseo antirretórico. De tal modo, una novela culta, de problemática artística y metaliteraria mantiene vivo un intenso poder comunicativo.
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Autor: Juan Malpartida. Título: Señora del mundo. Editorial: Trea. Venta: Todos tus libros, Amazon y Casa del Libro.
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