Enrique Villén (Madrid, 1960) nació un Primero de Mayo y cree en el Jesucristo libertario, no en el influencer meapilas popularizado por una parte del clero, que se lio a palos contra los mercaderes en el Templo de Jerusalén. Cuenta a Zenda que, quizás, esas dos circunstancias marquen su carácter ácrata y rabiosamente independiente. Siendo menor, portando un tríptico con el permiso paternal y el del Ministerio de Trabajo, empezó a trabajar como showman en salas de fiestas haciendo imitaciones. Se convirtió en un monologuista salvaje, de la escuela de Lenny Bruce, acudió a la RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid) como “conejillo de Indias” y, tras un paréntesis durante el que trabajó de transportista, se enroló en la compañía Juan sin Miedo, haciendo títeres. Inició su currículum televisivo —conoció a Álex de la Iglesia en Inocente, inocente— y cinematográfico en los noventa. Desde entonces, ha trabajado a las órdenes de, entre otros, Santiago Segura, José Luis Garci, Fernando León de Aranoa y el citado director vasco. También fundó la productora Bisojo Media. Como lector, admira a Wilhelm Reich y a Francisco Umbral. Es alérgico a los intelectuales que basan su experiencia vital sólo en las lecturas. A modo de exclusiva, nos cuenta que Darío Adanti le debe una caricatura desde hace cuatro años.
—Señor Villén, ¿había visto en su vida alguna nevada como la Filomena?
—Sí. Recuerdo que en el año 71 hubo una nevada importante, como esta más o menos, que bloqueó todo Madrid. Tenía once años. Recuerdo que jugábamos en las calles y que no era todo tan escandaloso como ahora. También éramos menos. Te recuerdo que había burros por Madrid y vaquerías, con vacas: ahí comprabas la leche. Madrid era un pueblo maravilloso, cojonudo. Yo jugaba al fútbol en la glorieta de Embajadores. Madrid era un gran pueblo. Un pueblo grande, pero un pueblo.
—“Madrid era un gran pueblo”. ¿Ya no lo es?
—No. Madrid se ha quedado sin identidad. Es un crisol de culturas, pero ha perdido mucha cultura autóctona. Madrid podría haber conservado su identidad y, sin embargo, no ha podido porque no ha sabido hacerse respetar. Y no quiero decir con esto que haya que hacer un nacionalismo. No, no. Simplemente, la cultura de Madrid debe sobrevivir a la absorción de otras culturas, que están muy bien, lo multicultural es cojonudo, pero no puede perder la identidad. Lo único que pido a la gente de fuera y que es de aquí —porque Madrid tiene esa capacidad de acoger, creo que es de las ciudades más acogedoras que hay en el mundo, junto a Nueva York— es que respete el sitio donde está, porque el sitio donde está le acoge como si fuese su casa. Yo he visto que no se cuida Madrid, que se tiran las cosas, se escupe… Si fuera tu pueblo no lo harías. A lo mejor también, porque no tienes educación.
—Me considero un manchego de Madrid. Amo esta ciudad y me encabronan conceptos como el de “madrileñofobia”. Si no fuera por Madrid, muchos que venimos de fuera no tendríamos dónde caernos muertos en nuestros lugares de origen. Y ahora, como vienen mal dadas, a rajar.
—Madrid, Barcelona… Lo que pasa es que Barcelona y Cataluña han cambiado mucho en los últimos veinte años. Mira, todo este problema… Hostias, como empiece por ahí… (Risas)
—Proceda, por favor.
—A España la han estado estafando durante 500 años. No ha habido nunca más libertad en este país como en los ochenta. Madrid era la hostia a nivel cultural y de todo tipo. Teníamos un sueño: que todo era posible cambiarlo. Veníamos de una represión brutal, de una dictadura brutal, de un pasado gris, y esto no quiere decir que no hubiera cosas bonitas, que las había, pero veníamos de ese mundo y, de repente, los padres de la Constitución traicionan a España y venden a España. Y deciden no renovar la Constitución. Hubo una transición a la democracia. Y fue una transición cojonuda. Pero nuestros políticos fallaron: se dieron cuenta de que vivían muy bien en una partitocracia. “Hoy gobiernas tú, mañana yo, chupamos de la teta del Estado, no cambiamos nada y creamos una dictadura de partidos”. Que es lo que tenemos. España es Alí Babá y los cuarenta ladrones. En el norte de Europa, dicen: “No es que no queramos darle dinero a los españoles: no queremos dar dinero a los gobiernos españoles”. Porque saben que no nos llega. Porque saben que nuestros políticos hacen aeropuertos donde no hay aviones, hospitales donde no te puedes ni duchar. Conste que yo soy independiente, que no estoy con ninguno. Así me va.
—Por el temporal, al menos, cuatro indigentes han muerto de frío en la calle: dos en Barcelona, uno en Carabanchel y otro en Calatayud. Cuando se entera de estas cosas, ¿qué piensa?
—Igual que te digo blanco, te digo negro: si se han muerto fuera… también hay que hablar con los indigentes. Hay muchos indigentes que se niegan a cubrirse. La humanidad del todo no se ha perdido. Hay gente que se está ocupando y preocupando de esa gente, de que no les falte abrigo o sitios donde cubrirse, pero hay algunos que están dementes. La calle mata. La calle mata mucho. Estar en la calle te destroza el cerebro. Habrá quien diga: “Le doy limosna y se la gasta en vino”. ¿Y qué quieres que haga? Yo conocí a un tío que era fontanero. Se le murió la hija en un accidente, no lo superó, y acabó en la calle. Y era un tío que vivía bien. La vida te puede dar un vuelco en cualquier momento. Insisto: hay un montón de gente buena ocupándose de que esto no se vaya a la mierda, pero esto tiene muchas posibilidades de irse a la mierda.
—¿La muerte ha sido, si me permite, deshumanizada? ¿Hemos convertido a los muertos en números, sin más?
—No hay cultura de decirle a la gente lo que significa morirse. Simplemente, es un tránsito. Al igual que nacer. O sea, pasamos por distintos tránsitos. Desde mi punto de vista, estamos en una dimensión física, donde tenemos un cuerpo físico, que es una especie de sonda, que es la que vive aquí, pero hay otras dimensiones. Y venimos de una dimensión y nos trasladaremos a otra. Había una canción de Pink Floyd que decía: “Si hubo una ventana de entrada, tiene que haber una de salida”.
—Es un tema recurrente en las canciones de Franco Battiato.
—La muerte, mientras que no se vea…
—Cierto. Me acuerdo, por ejemplo, de la que se lió cuando El Mundo publicó las fotos de la morgue del Palacio de Hielo, llena de féretros de víctimas de la covid-19.
—¿Quién paró la guerra del Vietnam? La prensa, eso tan escaso que no hay ahora. ¿Por qué? Porque había reporteros de guerra que mostraban a los mutilados, los cadáveres y los ataúdes. ¿Y qué pasó a partir de ahí? Prohibieron que la prensa fuera a la guerra para mostrar la realidad. Nos tienen metidos en una especie de 1984. Es Orwell. Yo, ahora, creo que hay una conspiración comunista-capitalista. O capitalista-comunista. El capitalismo también tiene su aquel: cuando cayó el Muro de Berlín, empezaron a desaparecer los derechos, si te fijas bien. Aquellos que vivían al otro lado del Muro estaban pavorosamente mal, porque no hay mayor aberración que lo que se hizo allí con el comunismo. Cualquier ideología es buena, pero debe ser humana. El capitalismo humanista está muy bien. ¿Qué es el capitalismo humanista? Que el capitalismo está al servicio de las personas, no de dos, tres o cuatro. Ahora mismo, hay veinte familias que gobiernan el mundo. Y que deciden cómo vives tú y cómo vivo yo. Y que te hacen una guerra bacteriológica en regla, como están haciendo ahora. Porque esto es una guerra, lo que pasa es que no quieren declararla. Pero hay que declarar la guerra. No puede ser que los mercados gobiernen el mundo: la política debe gobernar el mundo. Y no puede ser que te estén diciendo: “Quédate en casa; ahora, sal; ahora, escóndete; vuelve a salir…”. Es un sístole y diástole. ¿El mercado somos todos? No: el mercado son los mercados, no el tipo de la tienda. Entonces, creo que estamos en un momento en que habría que declarar el estado de guerra contra el SARS-CoV-2, y hacer una economía de guerra, y sacar al ejército a la calle para proteger a los agricultores, a los ganaderos, las redes de comunicación… Si este hombre no puede abrir su bar, que no pague impuestos. Entonces, la gente estaría tranquila. Esto es lo de La vida es sueño: “Hoy soy rey y mañana soy preso”. Es muy surrealista todo lo que está pasando. “Eres un conspiranoide”. Bueno, miremos la Historia: ¿cuántas veces se le ha dicho al pueblo la verdad? ¿Cuántas veces se ha conspirado contra él? ¿A quién culpó el emperador cuando quemó Roma? A los cristianos. ¿A quién culpa Fernando Simón? A la gente, al pueblo. Hombre, por favor… Cuando tengo que luchar contra un ejército armado, ¿qué hago? Crear más armas. Si mi enemigo es un virus, tendré que armarme de batas blancas, hacer un ejército de batas blancas. ¿Lo estás haciendo? ¿Por qué? Porque a esas veinte familias que llevan gobernando el mundo desde el feudalismo les sobra gente. ¿Qué futuro os espera, tío?
—Eso quisiera saber yo.
—Antes, el poder estaba en los trabajadores y en los estudiantes. Me acuerdo de la época franquista. Yo nací el 1 de mayo. Mi padre, entonces vivíamos en Atocha, me prohibía salir a la calle. Ahora, los trabajadores no tienen ningún poder; los estudiantes podrían tenerlo, pero el poder real lo tienen los consumidores. Si te dicen “sal y consume”, no consumas. Ya no vale luchar en la calle y romper cosas. Eso es antiguo. Además, lo controlan de puta madre: te meten cuatro infiltrados, y ya está. El sistema lo tiene estudiado. Los pobres no tienen memoria histórica, pero los ricos sí. Los ricos se lo van pasando de una generación a otra; los pobres, no. Los pobres no escuchan.
— Y, con este panorama, ¿la cultura nos puede salvar de algo?
—Volvemos a lo mismo: hay millones de personas luchando por que el mundo no se vaya a la mierda. Hay ángeles y demonios. Y eso es gracias a la cultura. Y a la conciencia. La cultura sin conciencia… La conciencia es fundamental: puedes ser un tío muy culto y un hijo de la gran puta.
—Hubo una cultura nazi que quiso exterminar a los judíos…
—Y fue una cultura, eso es. Todo lo que creamos tiene dos caras: el yin y el yang. El dios Abraxas, que era el dios del Bien y del Mal. Ahora estamos con 30 monedas, de Álex de la Iglesia. Es un poco esto, ¿no? Esto viene del principio de los principios, cuando parece ser que había dos energías, una energía y una positiva. La positiva ganó, y tenemos este universo, porque había una sola partícula más; si no hubiera habido esa partícula, sería otro universo. Pero lo negativo sigue aquí y tenemos que convivir. Por eso, muchas veces lo bueno es malo y lo malo es bueno. Y la cultura es… Hay una cosa que se llama el “idiolecto”. Es la forma que yo tengo de hablar mi idioma. Tú hablas el español a tu manera, yo a la mía… es la idiosincrasia de cada uno. Y la cultura es eso. Winston Churchill dijo: “Vamos a ver, si está usted pidiendo que le quite dinero a la cultura en plena II Guerra Mundial, ¿para qué cojones estamos haciendo esta guerra?”. La cultura lo es todo: tu historia, tu forma de vestir, tu literatura, tu pintura, tu gastronomía… Es el espejo donde nos podemos identificar.
—Pasemos al cuestionario literario. ¿Cuál es el primer libro que recuerda haber leído?
—Sí: El último mohicano. No me enteré de una mierda, porque era muy pequeño. Tenía siete u ocho años.
—¿Alguna obra que alimentara su vocación interpretativa?
—Fue una película. Lenny, con Dustin Hoffman de protagonista. Yo era un cómico, hacía imitaciones, chistes verdes, etcétera, y, tras ver Lenny, me convertí en un humorista político.
—Y entonces llamó “hijo de puta” a Solís.
—Exacto. Yo salía y decía: “Como ustedes sabrán, el señor Solís es un hijo de la gran puta”. Imagínate eso en el año 76 ó 77. La gente hacía así (baja la cabeza), en plan “chiquillo, ¿qué estás diciendo?”. Yo decía: “No se alarmen. No me estoy refiriendo al exministro de Franco, sino al de los tomates”. Que es el mismo (risas). Entonces, le dabas la cultura de saber que cada vez que compraban tomate Solís, estaban comprándole el tomate al ministro. Había una mejor todavía. Tenía un monologuillo que me escribió Manuel Mistral, que trabajaba para La Codorniz. Se llamaba “La detención”. Iba sobre un chaval que contaba un chiste político en una sala de fiestas, era detenido y creía que le iban a ofrecer un nuevo contrato. “Me metieron en un sitio muy bohemio”, decía, “con todo el mundo tirado por el suelo, con unos barrotes por decorado, y entonces yo decía: ¿Y el bufet?, y me dice uno: No, si eso, algún chorizo”. “¿Dónde vamos ahora? A las Salesas. Mire usted, yo esa sala de fiestas no la conozco”. Las Salesas era como los juzgados de Plaza de Castilla ahora. Decir que las Salesas era una sala de fiestas me costó a mí siete multas. Ese monólogo, que hoy parece liviano, era una pasada en el año 77.
—¿Y cómo ve, en ese sentido, las cosas hoy? ¿Cree que volverán las acusaciones y condenas por obscenidad que, por ejemplo, Lenny Bruce sufrió?
—Estamos, ahora mismo, en la Caza de Brujas americana. Estamos en los ofendiditos, que se ofenden por todo. O sea, si hacen un chiste sobre estrábicos, ¿yo me tengo que ofender? Depende: si tiene gracia, me descojono. Si haces un chiste sobre un gangoso, no te estás riendo de los gangosos, sino de la gracia que tiene ese gangoso y, si el chiste es bueno, el gangoso debe reírse porque debe entender que esa forma de hablar hace gracia. Porque no nos parece normal a los aparentemente normales, y eso nos hace gracia. El humor es una especie de exorcismo a veces. Es lo que nos hace vivir. Nos reímos de lo que tenemos miedo. ¿Dónde se cuentan más chistes? En un tanatorio. Cuando murió Tip, ¿sabes lo que hizo Coll? Fue al tanatorio, se puso delante de la pantalla, medio llorando, y dijo: “Sabes que no me gusta este tipo de bromas. ¡Levántate!”.
—Volvamos a los libros: ¿alguno que le haya quitado el sueño?
—Sí: uno que escribió el fiscal que llevó el caso de la familia Manson (Helter Skelter, de Vincent Bugliosi). Lo leí a los diecisiete años y me cagué de miedo. No me podía imaginar que hubiera gente tan enferma. Es un libro que me marcó. Luego, a nivel positivo, me marcó muchísimo Escucha, pequeño hombrecito, de Wilhelm Reich. Ha salido una nueva edición. Es la mayor autocrítica al hombre, como diciendo: “¿Pero quién te ha dado la categoría de inteligente? ¿Quién habla de ti? ¡Tú mismo!”. Este tío fue el que, realmente, creó el feminismo. Era alumno adelantado de Freud. Y fue perseguido y murió un día después de salir de la cárcel. También me gusta mucho Casi viva, de Lourdes Verger. Habla sobre una mujer de ochenta y tantos, que se ha escapado de residencias, muy libre, que es un ejemplo de vida y que nos muestra el mundo de las residencias, que ella llama “mausoleos”.
—¿Algún autor u obra que no soporte?
—Si hay que decir esto, es una barbaridad. Te fulminas al autor. Mira, no voy a decir ninguno, pero no soporto a los intelectuales no vividos. O sea, un intelectual que solamente sabe todo a través de las lecturas, uff… Leer es bueno, pero tienes que tener tus propias experiencias. Mira, un tipo que me divertía muchísimo era Francisco Umbral. Era un intelectual, pero también un hombre vivido. Te aconsejo ver el documental Anatomía de un dandy. Es alucinante.
—¿Algún personaje literario del que se haya enamorado?
—La Alicia de Alicia en el País de las Maravillas. Ese salir de la realidad para meterte en un mundo de fantasía… La fantasía es lo único que te hace… (Piensa) Mira, hay un texto de Fernando León de Aranoa en Princesas que dice algo así como “¿se podrá tener nostalgia de algo que aún no te ha pasado?”.
—Sabina canta que “no hay nostalgia peor / que añorar lo que nunca jamás sucedió”.
—Y sigue Fernando León: “Porque la nostalgia no es mala. Eso es que te han pasado cosas buenas y te gusta recordarlas. Yo, por ejemplo, no tengo nostalgia de nada. Porque nunca me ha pasado nada tan bueno como para querer recordarlo. Eso sí que es una putada”. La imaginación es lo único que te puede librar de esta prisión, de las carencias que tenemos muchas veces. Es así.
—¿Y algún personaje al que haya querido asesinar?
—A Charles Manson. No es un personaje literario, pero está en el libro ese que te he dicho. A Mr. Scrooge me lo hubiera pasado por la piedra. Y al Grinch: no se puede matar la Navidad. No se pueden matar los sueños.
—¿Qué está leyendo ahora?
—El Mataburros de Darío Adanti, que es cojonudo, y El síndrome de Woody Allen, de Edu Galán. Con este voy despacito.
—Para rematar: hace unos días, por teléfono, me dijo: “Primero, soy ciudadano; luego, soy actor”. Estuve dándole vueltas a la frase estos días. ¿Conoce a muchos que primero se consideran actores y, después, ciudadanos?
—No lo sé. Pero sí hay comportamientos en los que veo más al actor que a la persona. Yo no me maquillo para salir a la calle. Me maquillo para salir al escenario. Y no me voy a poner aquí en plan “mira, verás, yo lo que pienso de todo esto es que…”. Hay gente así y no sale del personaje. Yo, cuando nací, no era actor. Era un ser humano. Lo de actor es un oficio. Imagínate que alguien fuera electricista durante toda su vida, que fuera al cine con la caja de herramientas (risas). Mira, este oficio es un oficio hermoso donde los haya, pero no se puede vivir yendo de artista. ¡Qué coñazo!
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