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La mujer del César y la ejemplaridad en el Mundo Antiguo

La mujer del César y la ejemplaridad en el Mundo Antiguo

Estamos atravesando tiempos convulsos, arrasados por una pandemia que no nos da tregua, una situación que debería unirnos bajo el timón de una clase dirigente que nos diera ejemplo e inspirara confianza. Pero esto es una jaula de grillos, una corte de los milagros, un patio de monipodio, donde parecemos estar gobernados por una piara de pícaros que sólo miran por su interés o el de los suyos. Donde ser golfo no se penaliza, sino que una caterva de soplacirios intenta exonerarte de tus pecados y que te vayas entre sahumerios de incienso. La eterna maldición de seguir siendo un solar de lazarillos, buscones, guzmanes de Alfarache y trotaconventos, en vez de una nación seria.

Para muestra, lo que está pasando con quienes se creen por encima del bien y del mal, con el derecho divino de saltarse el protocolo fijado para el suministro de la vacuna que empezará a poner coto a la plaga del coronavirus. Sólo por ser consejero, alcalde, edecán o mamporrero de los mandamases. Para común vergüenza, en formaciones políticas de distinto espectro se han camuflado estos tunantes.

Esto nos deja huérfanos a la sociedad civil, que estamos asumiendo gravosos sacrificios y renuncias para sacar adelante este país, asumiendo cada uno su papel y bogando en una nave que debería ser compartida por los que nos sentimos España.

El gravísimo problema es que las diferentes reformas educativas, que han arrasado con las Humanidades y las lecciones que ellas atesoran, nos han dejado sin faro ni referentes.

"Vuelvo a la Roma Antigua, que, para lo bueno y lo malo, es un espejo en el que debería mirarse esta sociedad"

Como hastiado paladín de las Clásicas, me gustaría traer a colación un ejemplo que nos transmitió la Antigüedad sobre la honestidad, la coherencia y la ejemplaridad que ha de llevar en sí una persona que quiera arrogarse ser un representante público.

Vuelvo a la Roma Antigua, que, para lo bueno y lo malo, es un espejo en el que debería mirarse esta sociedad. Al mediático Julio César, militar excelso y político controvertido, al que, entre otras cosas, le debemos el nombre del mes de julio.

Estamos en el año 62 a.C. César habita la Domus Publica, junto a la Casa de las Vestales, como Pontifex Maximus, o sea, máxima autoridad religiosa. En la vida civil ejerce como pretor, magistrado del tercer escalafón del cursus honorum con atribuciones judiciales. Aspira a ser elegido cónsul, la máxima autoridad en la Res Publica.

La situación es convulsa: se ha solventado a duras penas un golpe de estado por Catilina y sus conjurados. Se están fraguando dos bandos, con Pompeyo y César como cabezas de los mismos. El miedo a una nueva contienda civil, tras la sangría provocada por el enfrentamiento entre Mario y Sila, se cierne amenazador.

A principios de diciembre las mujeres de las clases altas se reúnen para celebrar los ritos de la Bona Dea, divinidad relacionada con la fertilidad. La presencia de los hombres está prohibida bajo pena de muerte. Estos ritos son mistéricos y nadie puede desvelar lo que en ellos sucede si no quiere perder la vida. La segunda esposa de César, Pompeya, y su madre, Aurelia, ejercen de anfitrionas en la Domus Publica como familiares del Pontifex Maximus. Éste y todos los varones de la casa han de ausentarse esa noche. Incluso las estatuas masculinas son cubiertas con un velo.

"¿Será por esto por lo que la mediocre clase política que tenemos quiere aniquilar de los planes de estudios las humanidades?"

Un joven patricio, de vida escandalosa y moral laxa, Publio Clodio Pulcher, el Guapo, se viste de mujer, se camufla entre las damas y pretende asistir a los ritos. Levanta las sospechas de una esclava, que empieza a gritar. El susodicho consigue escabullirse. Se genera un grandísimo escándalo. Clodio es juzgado, pero no se puede probar su sacrilegio, por lo que es absuelto. La sombra de lo sucedido lo acompañará siempre. Acabará comandando una banda de maleantes y será asesinado por los miembros de otra rival.

César, cuyas ambiciones políticas eran más que evidentes, muy consciente de que su conducta y la de los suyos debía ser irreprochable, decide divorciarse de su mujer. No está del todo seguro de que ésta fuera del todo ajena a la blasfemia de Clodio.

En esa coyuntura, el Pontifex Maximus optó por resolver el dilema de la forma que menos condicionase sus futuras aspiraciones políticas al cargo de cónsul: divorciarse de Pompeya para evitar cualquier tipo de suspicacias y lavar su imagen. Su única explicación, según Plutarco, fue: «La mujer de César debe estar por encima de toda sospecha». O sea, “la mujer del César no sólo ha de ser honrada, sino también parecerlo”.

¡Qué necesidad tenemos en estos tiempos aciagos de ejemplaridad pública, de personajes que asuman sus errores y dimitan a la primera y no a resultas, conscientes de que han de ser la baliza de una sociedad que debe bogar al unísono en una tempestad que amenaza con hundir lo que hasta ahora hemos construido!

¿Será por esto por lo que la mediocre clase política que tenemos quiere aniquilar de los planes de estudios las humanidades? ¿Para que no podamos comparar sus actos con los de personajes que han marcado rumbo en la Historia y no les exijamos que estén a la altura de su cargo? Que den ejemplo de honestidad, coherencia y compromiso con el bien común. Que sean dignos del sacrificio de los ciudadanos íntegros que reman con todas sus fuerzas para conducir la nave España a resguardo de un buen puerto.

Ergo, señores gestores de lo común y aspirantes a ello, por respeto a la ciudadanía a la que dicen representar, ustedes no sólo han de ser honestos y transparentes, sino también parecerlo.

DIXI.

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