Parece que Ivonne de Gaulle, esposa del general que impulsó la Quinta República francesa y antigua alumna de las monjas dominicas, jugó un papel decisivo en los problemas que tuvo Jacques Rivette tanto para el rodaje como para el estreno de La religiosa (1966). Adaptación de la novela epistolar del mismo título aparecida en 1796, en sus misivas Denis Diderot denuncia el destino en el convento de las jóvenes que eran obligadas a tomar los hábitos en la Francia dieciochesca. François Mauriac, Nobel de Literatura en 1952 y uno de los grandes escritores católicos del siglo XX, mucho más ponderado que algunas asociaciones de esta misma fe, habría de recordar que estos grupos, antes de que comenzase la filmación, reclamaron la intervención de la censura. Es más, el Vaticano no se pronunció en ningún momento sobre la película, lo que sí hacía cuando alguna cinta le disgustaba.
Los dominicos, los hermanos varones de las monjas entre las que se obliga a profesar a Suzanne, la hermana de esta historia —Anna Karina en la película—, fueron los encargados de ejercer la persecución de los herejes por el papa Gregorio IX. Tomás de Torquemada perteneció a esta orden. Pero los dominicos del siglo XX no tuvieron nada que ver con el estigma que obró en Jacques Rivette a lo largo de toda su filmografía, ni siquiera esos sectores de la Francia católica que se opusieron a su película más polémica, controversia que, por otro lado, el cineasta nunca buscó. Al gran Jacques Rivette le maldijo algo tan abstracto, pero a la vez tan conciso en lo que a las obras narrativas se refiere, como el tiempo. Lo que dura su exposición, su relato, para ser más preciso.
Una película raramente puede sobrepasar las dos horas. Como el apasionado cinéfilo que era —“el más fanático de nuestro grupo de fanáticos”, le define Truffaut en la dedicatoria de Las películas de mi vida—, Rivette sabía perfectamente que buena parte del estigma que obró sobre el gran Erich von Stroheim fue debido a la desmedida duración de Avaricia (1924). Pero el aliento narrativo de quien bien puede definirse como la conciencia de la Nouvelle Vague era tan largo como el de Balzac. De hecho, el cineasta, maldito y alucinado por la descomunal duración de sus películas, cuyo metraje perfectamente podía alcanzar las nueve horas, reproduce varios esquemas no ya de la obra, sino de la vida y la personalidad de Balzac. Como el novelista, llega a París desde una provincia dispuesto a conquistar la capital con sus ficciones —Balzac desde Tours, Rivette desde Ruán— y, lo que es más importante, uno y otro conciben sus asuntos con un afán de abarcar todo cuanto concierne a la historia. Esto se traduce en una loable desmesura.
A diferencia de Balzac, que se extendía tanto porque escribía por entregas y para una Francia en la que el tiempo transcurría más despacio —la que se fue entre la caída del imperio napoleónico y la monarquía de julio (1815-1830)—, el principal problema que tuvo el cine de Rivette, tanto para sus rodajes como para su distribución comercial, fue su metraje. El de Out 1, noli me tangere (1971) es de setecientos veintinueve minutos. Dividida al cabo en ocho episodios, se trata de una adaptación libre de La historia de los 13 (1834-1835). Es ésta una trilogía que Balzac incluyó en La comedia humana, que a Rivette siempre le llamó especialmente la atención.
En sus secuencias, Jean-Pierre Léaud, su protagonista, está convencido de que estos trece conjurados para el crimen, a los que alude Balzac, existen en ese París de los años setenta donde está ambientada la cinta. Puesto a descubrirlos, se entrevista con un balzaquiano, incorporado por Éric Rohmer, quien, como el profesor de literatura que era, probablemente también fue ese experto en Balzac que encarna aquí. El personaje de Rohmer, como sin duda haría cualquier balzaquiano procedente del mundo académico ante quienes no tenemos más guía frente a la obra del novelista que la admiración que nos inspira, se muestra reticente ante los conocimientos de La comedia humana del personaje interpretado por Léaud. Se trata de un tipo que hasta entonces se ha hecho pasar por sordomudo. Deja páginas sueltas de una edición de La historia de los 13, a cambio de unas monedas voluntarias, en los cafés de París. Se comunica con sus benefactores con los sonidos que emitía con su harmónica. Ya en el cuarto episodio, resulta que el tipo habla y dice llamarse Colin. Como Jacques Colin, el villano de La comedia humana, que Balzac nos presenta en sus diferentes entregas bajo los nombres de Vautran, el abate Carlos Herrera o Burla la Muerte. Pero los distribuidores, exhibidores y el común de los espectadores no estaban para contemplaciones de esta índole. De hecho, sólo se recuerdan dos proyecciones de Out One, las celebradas en la casa de la cultura de Le Havre el 9 y el 10 de septiembre de 1971. Ante la imposibilidad no ya de exhibirla, sino simplemente de tirar las copias tal y como la había concebido —durante mucho tiempo sólo hubo una—, Rivette se vio obligado a realizar una versión reducida titulada Out One: Spectre. Es esta última la que se suele proyectar desde 1972.
Nacido en Ruán en 1928, Jacques Rivette quedó prendado del cine en la sala que había frente a la farmacia que regentaba su padre. Su amor a la gran pantalla era tan desmedido como el metraje de sus cintas. Ya en París, fue ayudante de Jean Renoir y de Jacques Becker, así como del montador y teórico Jean Mitry. Simultáneamente a esos primeros empleos en la industria cinematográfica, escribió lúcidos ensayos y artículos de crítica sobre distintos realizadores. En la actualidad, algunos de estos textos, como los dedicados a Howard Hawks, Roberto Rossellini o Fritz Lang, se han convertido en verdaderos clásicos en la materia. Colaborador de publicaciones como Arts y La Gazette du Cinéma, en 1963 acabó siendo el redactor jefe de Cahiers du Cinéma.
La historia contada en las secuencias de Paris nous appartient —los avatares de un grupo de aficionados al teatro que intentan inútilmente estrenar su versión del Pericles de Shakespeare—, primer largometraje de Rivette, puede entenderse como un auténtico presagio de lo que habría de ser el resto de su filmografía. Aunque su estreno en 1961 coincide con el momento de mayor auge de la Nouvelle Vague y Truffaut le ha hecho una entusiasta publicidad en Los cuatrocientos golpes (1959), pues es la cinta que van a ver al cine los Doinel para reconciliarse, esto no evita que Paris nous appartient suponga todo un fracaso económico. Ya el rodaje había sido una auténtica peripecia. Como Rivette no encontró financiación alguna —todos los productores se asustaban ante las proporciones de su empeño—, para comprar el negativo pidió un adelanto en la redacción de Cahiers… y puso en marcha una cooperativa con técnicos y actores. La filmación arrancó en el verano de 1958. Es decir, antes que la de Los cuatrocientos golpes, Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959) y Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1959), el tríptico inaugural de la Nouvelle Vague. Pero la falta de medios dejó parados a Rivette y a sus colaboradores. Hasta que Claude Chabrol y François Truffaut —compañeros de Rivette en la redacción de Cahiers— recogieron los pingües beneficios que dejaron El bello Sergio (Claude Chabrol, 1958) y Los cuatrocientos golpes, los debuts en el largometraje de uno y otro, no pudieron aportar la financiación que precisaba el redactor jefe de Cahiers para terminar Paris nous appartient.
Tras La religiosa, su película más convencional pese a la prohibición inicial de la censura, Rivette vuelve a sus preocupaciones habituales en L’ amour fou (1968). En ella da cuenta, a lo largo de cuatro horas y media, de las improvisaciones de un grupo de actores que preparan un texto de Racine mientras el director del montaje y la primera actriz viven un amor loco.
Más próxima a los metrajes habituales —sólo tres horas y cuarto— Céline y Julie van en barco (1974), protagonizada por Bulle Ogier y Juliet Berto, es su película de aquellos años que alcanza una mayor distribución. Bulle Ogier, con la que empezó a trabajar en L’ amour fou, fue su musa a lo largo de toda su filmografía. Juliet Berto, que empezó a serlo en Out One, pese a su prematura muerte en 1990, otro tanto. Los personajes que incorporan una y otra en todas sus creaciones para el cineasta pueden entenderse como una suerte de Sherezade. Porque con su encanto y las historias que les salen al paso en sus vagabundeos por París, inmersas en la cotidianeidad, pero trufadas de fantasía, cautivan al espectador como Sherezade y sus cuentos al sultán Shahriar. Hay algo en el cine de Rivette, tan a menudo construido mediante la técnica de relatos enmarcados en otros relatos, que se asemeja a Las mil y una noches.
Sin renunciar a sus preocupaciones anteriores, desde mediados de los años 70 puede rodar con cierta regularidad. Llegan entonces títulos tan sugerentes como Duelle (une quarantaine) (1976), con la que abre una trilogía en torno a la mujer y a la mitología. Ya sin Juliet Berto, el tríptico se prolongará en Noroît, también del 76. Es ésta una extraña historia de piratas liderados por Giulia (Bernardette Lafont), contra la que Morag (Geraldine Chaplin) trama su venganza. En realidad, el proyecto se remonta a los días de Paris nous appartient. Pero su producción ha planteado tantas dificultades que se ha ido retrasando durante veinte años. Ya con María Schneider como protagonista, cierra la trilogía sobre la mujer y la mitología Merry-Go-Round (1980).
Eso sí, Rivette nunca deja de ser un cineasta minoritario. Pese a que su cine sea tan apacible como pueda serlo el de Rohmer —los dos realizadores tienen uno de los pilares de su propuesta en el encanto personal de sus actrices— y Rohmer comienza a distribuirse con regularidad en el mundo entero a comienzos de los años 80, tras el éxito internacional de La mujer del aviador (1981) para ser exactos a Rivette le siguen rechazando los distribuidores por la desmedida duración de sus películas. Así las cosas, Le pont du Nord (1981), prácticamente, sólo se exhibe en filmotecas y en festivales.
En España sólo llegan a estrenarse comercialmente algunas de sus realizaciones de los años 90. La bella mentirosa (1991), una adaptación del Balzac de La obra maestra desconocida (1831) y una primera colaboración con Jane Birkin y Emmanuelle Béart, incluso conoce cierto éxito de público. Eso sí, en una versión que reduce sus cuatro horas del metraje original a la mitad y se estrena en el 92 bajo el título de Divertimento.
Alto, bajo y frágil (1995), la segunda película de Jacques Rivette de aquella época distribuida en España por los circuitos comerciales habituales, apenas llama la atención. Ello no impide que Vete a saber (2000), durante varios meses del año 2002 sea saludada por la crítica como la mejor película de la cartelera española.
La historia de los 13, la trilogía entera, trata sobre un complot en el que no falta la fantasía, dos de los temas favoritos de Rivette. Ya en el tramo final de su filmografía, adapta su segunda entrega, La duquesa de Langeais (1834) en No toquéis el hacha (2007). Quienes tengan en la duquesa a la favorita de las grandes damas descritas por Balzac —“la dilecta”, que hubiera dicho el escritor— recordarán No toquéis el hacha con toda la admiración que se merece.
Jacques Rivette murió en París en 2016 víctima del Alzheimer. Maldito en su tiempo por los distribuidores, legó a la posteridad una treintena de películas descomunalmente largas, apacibles y hermosas.
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