¡Feliz quien, como Ulises, ha hecho un largo viaje…!
Este primer verso del célebre soneto de Du Bellay o, si se prefiere, el inicio del celebérrimo poema de Kavafis
Cuando emprendas tu viaje a Itaca / pide que el camino sea largo, / lleno de aventuras / lleno de experiencias…
podrían servir de frontispicio a estas líneas. ¡Ah, el viaje, metáfora del discurrir de la vida…! Costaría poco deslizarse por esta pendiente pero, intuimos, más de un lector abandonaría, y con toda razón, si damos en caer en tal mística. Aquí, dejémoslo claro desde el principio, no nos interesa el viaje como experiencia interior, ni el viajar por viajar. Sólo queremos, Odisea en mano, recorrer la patria del héroe pisando donde él pisó. Que Ulises no sea un personaje histórico, ni la geografía de Ítaca encaje a la perfección con la narración homérica, hacen poco al caso. Tenemos un libro y una tradición a la que honrar, y a nada más que a eso nos dedicaremos.
Para preparar el viaje, bastaría con la Odisea. Pero no estará de más añadir Las aventuras de Telémaco, de Fénelon, donde la isla es protagonista, y también Ítaca, el Peloponeso, Troya. Investigaciones arqueológicas, la versión en español del libro en el que Heinrich Schliemann detalla sus campañas de excavación en la zona.
Itinerario
Llegue cada cual como pueda a Grecia. A partir de ahí, y dado que a Ítaca sólo se puede acceder en barco —en eso, estamos en pie de igualdad con Ulises— hay distintas opciones, dependiendo del puerto de salida. En nuestro caso, tomando como origen Atenas, recomendamos alquilar un coche allí mismo y, por la autopista que pasando por Megara llega hasta el istmo, continuar recorriendo toda la parte norte del Peloponeso en paralelo al golfo de Corinto, dejando atrás Patras y, sin salir de la misma carretera pero ya bajando hacia el sudoeste, más o menos a la altura de una pequeña población de nombre Andravidas, tomar la desviación a Kyllini. Habremos llegado a la punta más occidental del Peloponeso, justo frente a la isla de Zakinthos, un puerto ideal para embarcar en los enormes ferrys que conectan el continente con el Heptanesos, como se conoce a las siete islas griegas del mar Jónico.
Ítaca
Embarcamos nuestro coche en el ferry que, moderno Polifemo, engulle todo tipo de vehículos, incluidos camiones y autocares, y subimos al puente. Con la caída de la tarde, el mar, homéricamente, se vuelve color de vino, y vamos dejando de ver el perfil de las todavía lejanas islas. Avanzamos plácidamente hasta que, al entrar ya de noche en el estrecho canal que separa Ítaca de la vecina Cefalonia, aparece a estribor una inmensa sombra que impresiona por su extraordinaria altura. Es la silueta inquietante de la patria de Ulises.
Dice Lawrence Durrell, en uno de sus libros griegos, que Ítaca parece una escultura gigante de Henry Moore tirada al agua de cualquier manera. Y, verdaderamente, el perfil de la isla sobrecoge: dos enormes montañas, pegadas entre sí, con laderas que caen al mar a plomo, excepto una zona más baja al este, que forma una hermosa bahía donde está la capital, Vathy. Allí no nos llevará el ferry, que necesita aguas de más calado, sino a un mínimo aparcadero en el lado oeste. Es el puerto más escueto que jamás hemos visto, apenas una plataforma de cemento entre riscos, con un único acceso por una carretera rabiosamente empinada y sin iluminación. El entorno impone, aunque veníamos ya advertidos por Atenea: Ítaca es escarpada y difícil para cabalgar (Odisea, XIII, 241). Si la diosa más lista, y que además vive en un monte —aunque urbanizado y con buena vecindad, como es el Olimpo— escoge el término escarpado para describir un lugar, hay razones para alarmarse.
Ulises arribó dormido a Ítaca, y los feacios lo depositaron blandamente en la playa, envuelto en una sábana de lino. No pensábamos llegar a tanto en nuestro afán de imitar al héroe, por problemas logísticos fáciles de comprender, pero qué menos que el gesto de inclinarse a besar la tierra más sagrada de la literatura. No fue posible: ni la poca prestancia del lugar ni la riada de vehículos saliendo del barco, que ocupó enseguida el escaso espacio del muelle, lo permitieron.
Los lugares de Ulises
Soy Odiseo, hijo de Laertes, conocido por sus mañas. Habito en Itaca, hermosa en el mar (…).. Es abrupta, pero buena para criar muchachos (…). Me retuvo Calipso, diosa divina (…), deseando hacerme su esposo, pero no inclinó mi corazón dentro del pecho, porque nada hay más dulce que la tierra propia y de los padres, por muy rica que sea la casa donde uno viva en un país extranjero lejos de los suyos (Odisea, IX, 21)
Los lugares que vamos a visitar, todos de rigurosa observancia homérica, son:
- La bahía de Forcis, donde desembarcaron a Ulises, y la vecina cueva de las Ninfas.
- La majada de Eumeo, el porquero, que acoge a Ulises cuando llega disfrazado de mendigo. Y, cercana, la fuente de Aretusa.
- Alalkomenes, la primera de las posibles ubicaciones del palacio de Ulises, excavada por Schliemann en 1868.
- La llamada Escuela de Homero (el otro lugar donde se ha especulado pudo encontrarse el palacio), al norte de la isla, en las inmediaciones de la actual
- El puerto de Frikes, donde Atenea, bajo la apariencia del rey Mentes, dice haber fondeado en su visita a Telémaco.
Bahía de Forcis
Entre los cantos IX a XII de la Odisea, Ulises cuenta lo mucho que tenía que contar. La escena ocurre en el palacio de altos techos y suelo broncíneo del rey de los feacios, Antínoo, que, conmovido por el relato, manda aparejar un barco para que sus marineros lleven al héroe de vuelta a su hogar. La travesía es insólitamente plácida, teniendo en cuenta el currículo del pasajero:
Y cuando asomó el más brillante astro (…), la nave se aproximó para fondear en la isla. En Ítaca hay un puerto, el de Forcis, el viejo del mar, y en él hay dos promontorios escarpados (…); dentro, los barcos permanecen sin amarras. (Odisea, XIII, 93).
Estamos en Forcis, ahora llamada Dexia. Se trata de una pequeña ensenada a la entrada de la bahía grande, pegada a la carretera de salida de Vathy. Entre el asfalto y el agua, apenas unos metros. No es un sitio impresionante. Cuesta encontrar una piedra donde sentarse sin meter los pies en el agua; más aún imaginar ahí el cuerpo dormido del héroe. Pero nuestra fe supera esas minucias y seguimos leyendo:
Hacia allí bogaron, y la nave tocó tierra firme. Descendieron y, levantando a Odiseo, le acostaron sobre la arena, rendido por el sueño. También bajaron los tesoros que los nobles feacios le habían dado. Colocaron todo junto, cerca del olivo y lejos del camino, no fuera que alguien lo robara antes de que Odiseo despertase, y se volvieron a su patria. (XIII, 116)
La conocida eficiencia feacia (aunque, a la vuelta, Poseidón les castigó y convirtió la nave en una roca; todavía se la puede ver a la entrada del puerto de Corfú, pero esa es otra historia). Seguimos con Ulises que, comprensiblemente, acumulaba sueño atrasado.
Entonces despertó el divino Odiseo, que dormía en su tierra patria, pero no la reconoció pues llevaba mucho tiempo ausente. Palas Atenea, hija de Zeus creó en torno suyo una nube, para hacerlo irreconocible, no fuera que su esposa, ciudadanos y amigos le reconocieran antes de que los pretendientes pagaran por su insolencia. Y se le acercó Atenea, en figura de hombre joven, un pastor (…). Alegróse al verla Odiseo y fue a su encuentro; y hablándole dirigió aladas palabras (…) Dime, ¿qué tierra es ésta…? (XIII, 187)
Y Atenea, con elegantes (y también aladas) palabras, nos ofrece esta bella descripción que, suponemos, el responsable de la oficina de turismo de la isla no habrá despreciado a la hora de redactar sus folletos. Ahí es nada, tener como colaborador a Homero:
Eres ignorante, extranjero, o vienes de lejos si me preguntas por esta tierra cuya fama no es pequeña. La conocen muchos, tanto los que habitan hacia la aurora y el sol como los que se orientan hacia la brumosa oscuridad. Cierto que es escarpada y difícil para cabalgar, pero tampoco es excesivamente pobre, aunque no extensa: en ella se produce trigo sin medida y también vino. Siempre tiene lluvia y floreciente rocío; alimenta buenas cabras y buenos toros; hay madera de todas clases y abrevaderos inagotables. Por eso, forastero, el nombre de Ítaca ha llegado incluso hasta Troya, que aseguran se encuentra muy lejos de la tierra aquea. (XIII, 237)
Recomendamos seguir leyendo el canto hasta el final, pues se entra en un juego de astucias donde la diosa va desvelando progresivamente la realidad del entorno, mientras que Ulises se mantiene incomprensiblemente esquivo. Pero la hija de Zeus lee sus pensamientos y así se lo suelta, en una mezcla de reproche y admiración:
Taimado, astuto, que no te hartas de mentir, ¿es que ni siquiera en tu propia tierra vas a poner fin a los engaños y las patrañas que son tan de tu gusto? (…) Siempre mantienes la cautela. Por esto no puedo dejarte solo con tu dolor, porque eres prudente y sagaz. Cualquiera que llegara después de vivir tanto tiempo errante correría gustoso a su hogar, a ver a su familia. Pero tu no preguntas ni quieres saber noticias hasta que hayas puesto a prueba a tu mujer, que permanece impasible en el palacio mientras pasa las noches entre penas y los días entre lágrimas. (XIII, 330)
Vaya con Ulises, pensarán los lectores, se ha pasado siete Troyas. Mira que desconfiar hasta de Penélope, espejo y modelo de esposas… sin embargo, la cosa tiene explicación. Retrocedamos hasta el canto XI, donde al héroe se le permite descender al Hades. Allí, además de escuchar el oráculo del adivino Tiresias, que es a lo que iba, se encontró con muchas almas de amigos y compañeros de batallas, entre ellas la de Agamenón. Y, naturalmente, éste le contó cómo, nada más llegar a Micenas, su mujer Clitemnestra le mató en la bañera. Si esto le ocurrió al jefe…
Salimos de Forcis con la sensación de haber empezado a sintonizar con Ulises.
Cueva de las Ninfas
En un costado del puerto de hay un olivo de hermosas hojas y cerca de éste una cueva sombría y amable consagrada a las Náyades, ninfas de las aguas. (…). Tiene dos puertas, la una del lado de Bóreas abierta a los hombres; la otra, del lado de Noto, es en cambio sólo para dioses y no para hombres, pues es camino de inmortales.(XIII, 102)
Reseñamos este lugar donde Ulises escondió los regalos de los feacios por el gusto de trascribir esta bella descripción, pero lo que se denomina actualmente como Cueva de las Ninfas no está cerca ni tampoco es visible desde la bahía, sino que se esconde detrás de una colina, a un par de kilómetros. Al parecer, existía una gran gruta que llegó a ver Schliemann, luego desmantelada. Lo que queda, si es eso, está cerrado y no merece el paseo.
Majada de Eumeo
Busca en primer lugar al porquero, el que guarda tus cerdos. Se mantiene fiel y sigue amando a tu hijo y a la juiciosa Penélope. Lo encontrarás sentado próximo a sus animales que están paciendo junto a la Roca del Cuervo, cerca de la fuente Aretusa, comiendo bellotas y bebiendo agua oscura, cosas que dan a los cerdos abundante grasa. Ve con él… (Odisea, XIII, 404)
Homero nos da todos los datos para localizar el lugar. Desde Forcis, estamos a unos 5 kilómetros yendo por la carretera hacia Marathias, una meseta —la majada— donde está la Roca del Cuervo y, subiendo por una cuesta muy empinada, la fuente de Aretusa.
Ya no hay cuervos en la roca ni en la majada bellotas para los cerdos, pues las encinas han desaparecido, como ya anotó Schliemann en sus apuntes sobre el terreno. En cambio, sí podemos cumplir nuestra liturgia visitando la fuente Aretusa. El camino sale a la izquierda desde la carretera, frente al mar. Es una subida algo larga. El premio, beber agua limpia y fresca; la misma, con permiso de Heráclito, que bebía hace tres mil años Ulises, su porquero y todo el que por allí pasaba.
AlalkomenesLa grandeza de Grecia y lo que significa para nuestra cultura —todo, y nos quedamos cortos— se manifiesta con intensidad en muchos escenarios. El Partenón, claro, o la vía Sacra de Delfos serían ejemplos evidentes. Y cuando creemos que ninguna piedra nos podrá conmover más; que nuestra capacidad de admiración está colmada, aparecen lugares que saben transmitir emociones aún más primarias, difíciles de entender desde la razón. El templo de Bassae en la Arcadia es uno de ellos, y quien allí ha estado lo sabe. Alalkomenes entra también en esta categoría.
Pero primero tenemos que llegar. Saliendo de Forcis, estamos cerca: basta con seguir la carretera y, justo en el istmo que separa las dos partes de la isla, en su parte más elevada, una cabaña de madera y algunos carteles informativos indican el lugar.
No queda nada notable desde el punto de vista arqueológico. Pero si miramos alrededor, y en la distancia, el lugar es una atalaya abierta a dos vertientes, y el paisaje, incomparable. Ítaca está a nuestros pies, y a ambos costados, el horizonte se amplía hasta el infinito: Cefalonia al oeste; al sur, las lejanas montañas del Peloponeso; al este, la isla de Léucade, y nos imaginamos que en la sombra de costa que se insinúa está el famoso promontorio que utilizaban los amantes para, lanzándose al mar desde lo alto, curarse del mal de amores. La tradición, que duró hasta el siglo XIX, señala a Safo como la primera de una larga serie de víctimas, porque el salto frecuentemente era mortal.
El terreno no parece fecundo; apenas unos arbustos, pocas carrascas y algún olivo. Pedregoso, irregular, en pendiente, se hace difícil imaginar un palacio ahí colocado. Se nos ocurre que Ulises era un rey pobre de un país pobre, y su residencia no se debía diferenciar mucho del resto de las cabañas de la isla. Además, nos acordamos del canto IV, donde se narra la fuerte impresión que deja en Telémaco la magnificencia del palacio de Menelao en Esparta, señal de que estaba acostumbrado a bastante menos. Schliemann no lo creía así. Cuando visitó la isla, también con la Odisea en la mano, leyó este otro pasaje:
Este es el hogar de Odiseo, casa hermosa distinguida entre las demás. Una habitación sigue a otra, y el patio está rodeado de muro y almenas, la puerta es muy fuerte, de dos hojas… (XVII, 264)
Por eso, buscando amplitud de espacio para un palacio más o menos convencional, Schliemann se concentró en la cima del altozano, que forma una meseta mediana. En su libro narra de manera encantadora lo que fueron sus pinitos como arqueólogo: subía en burro con cuatro mozos locales y se pasaban todo el día excavando a pleno sol, sin otro sustento que pan, vino y agua.
Pero eran productos de la tierra de Ítaca los que comía, y los comía sentado en el patio de Ulises, y quizá en el mismo lugar donde lloró al volver a ver a su perro favorito, Argo… (H. Schliemann, Ítaca, el Peloponeso, Troya. Investigaciones arqueológicas)
Nosotros no estamos en hora de almorzar, ni tampoco pensamos ser tan frugales, pero este arrebato de amor homérico nos obliga. Hieráticos, echamos rodilla a tierra y —aquí, sí— besamos el suelo, pensando que lo hacemos donde pisó el héroe, no donde evacuó su perro.
Escuela de Homero
Vamos a la otra posible ubicación del hogar de Ulises, llamada —no sabemos por qué— Escuela de Homero. Seguiremos hacia el norte por la única carretera existente, que más adelante se desdobla para rodear el monte Neritos. Utilizamos el lado del oeste, que parece más transitable y nos da una vista única del canal de Cefalonia. Dejamos atrás Lefki —cuatro casas colgadas de la ladera—, y llegamos a Stavros, un pueblo de aspecto muy agradable, quizá porque tras peregrinar entre precipicios se agradece un lugar más o menos llano. Conviene dejar el coche en la plaza, frente a la iglesia, echar un vistazo a un panel explicativo que ahí han colocado y refrescarse en un bar con muchos paisanos sentados a la puerta, a cual más amable. Preguntando por señas, nos indicarán un camino que, dejando atrás las últimas casas, se adentra entre cercados. Unos treinta minutos después, a ritmo de paseo, y habremos llegado.
Ahora vemos y tocamos algo. Mientras que en el supuesto palacio anterior sólo contábamos con nuestra imaginación —eso sí, siempre dispuesta a desbocarse— aquí hay donde apoyarla: restos de muros y terrazas y algunas partes malamente protegidas nos hablan de un trabajo arqueológico, evidentemente, interruptus. Nada hace pensar que en meses, si no en años, se haya removido una piedra. Damos una vuelta al recinto y, como el entorno es acogedor, nos sentamos contra el tronco de un olivo y sacamos la Odisea para repasar los últimos cantos, en los que Ulises zurra a los pretendientes, teóricamente donde ahora estamos.
Y mientras leemos, algo nos dice que no; que, al igual que ocurría en Alalkomenes, la configuración del terreno es incompatible con la idea de un edificio de grandes dimensiones. Hemos entregado nuestro corazón a Ítaca, un lugar inmarcesible, distinto a todo lo que hemos visto y esperamos ver. Pero, a la vez, no se nos oculta que la belleza de esta tierra surge de lo áspera, arriscada y severa que es. Cicerón nos lo había anticipado en el De Oratore:
¡Que esta Ítaca, dispuesta como un nido de pájaros entre los peñascos más escarpados, fuera preferida por el hombre más sabio (sapientissimus vir, Ulises) a la inmortalidad…! (que le ofrecía Calipso por quedarse con ella)
No, en esta isla no podía haber palacios; al menos, como los de Néstor o Agamenón. Ni muchos visitantes. Contaba Robert Louis Stevenson —por seguir con los clásicos— que los samoanos usaban la misma palabra para decir “huésped” y “catástrofe”. Eso, en Ítaca, no sería necesario: por fuerza, los invitados debían escasear, y uno se maravilla de que hubiera tantos pretendientes dispuestos a trepar por estos despeñaderos para asediar a la casta Penélope. En fin, estos son los alados pensamientos que no dejan de incomodarnos mientras descansamos entre las ruinas de la Escuela de Homero. Nos levantamos preocupados: ciertamente, por contradecir a la Odisea; más aún, por coincidir con Cicerón.
Puerto de Frikes
Concluimos nuestra jornada en el pequeño puerto Frikes (antes, Ritro), un fondeadero tranquilo y hermoso, que parece una postal de tiempos pasados. Su pedigrí homérico hay que buscarlo en el canto primero, cuando Atenea, en la figura del rey Mentes, va a ver a Telémaco para aconsejarle que se ponga en camino en busca de su padre
Varado allá lejos ha quedado mi nave, en el puerto de Ritro, al pie del boscoso Nerito… (I, 185)
Encontramos un agradable restaurante a pie de agua. El dueño, en la mejor tradición griega, invita a pasar a la cocina para que el cliente vea por sí mismo lo que se está guisando. Quizá no estaría mal aprovechar su natural amabilidad para preguntarle por un famoso paisano suyo, Ulises Laértida, que vivió por estas tierras hace mucho tiempo. Lo pensamos, pero no nos atrevimos.
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