Jorge Molist recupera en esta apasionante novela una historia injustamente olvidada que cambió los destinos de Europa y abrió el Mediterráneo a la corona de Aragón y a España. La reina sola es una novela histórica que cumple con rigor los estándares del género, pero también con algunas características cercanas al thriller, como una trama con sorpresas y giros inesperados, y la novela psicológica, por cómo aborda los personajes, en especial a la reina protagonista.
Zenda reproduce un fragmento de esta obra.
1
Mesina (Sicilia), junio de 1284
Alguien golpeaba violentamente la puerta. Súria se incorporó del lecho alarmada y vio que también lo hacía Roger.
—No debierais estar aquí, almirante —murmuró confundida y disgustada—. No en mi cama.
Recordó lo ocurrido. Sentía que la habían engañado, que había caído en una trampa. Vio también como Beatriu, su amiga, cubierta con una bata, se asomaba a la ventana.
—Es vuestro segundo de a bordo, almirante —informó—.
Con vuestro escudero. Parece grave.
Roger se vistió a toda prisa para bajar, tenía que ser muy serio para que Giacomo se atreviera a molestarle.
—Una muchedumbre enardecida sitia el castillo —informó Giacomo, el muchacho sin sonrisa—. Arrojan piedras e irá a peor, porque van armados. ¡Es una revuelta, la reina está en peligro!
—Hay que actuar de inmediato —dijo Roger.
A pesar del sobresalto, el sueño aún le pesaba a Súria en los párpados y se sentía torpe. Pero se precipitó de inmediato fuera del lecho para vestir su zamarra y tomar sus armas. El almirante ya impartía instrucciones. Dijo que él iría al puerto a por los ballesteros de la flota y le ordenó a Súria que alertara a sus compañeros almogávares que acampaban extramuros de la ciudad.
—Beatriu avisará a los míos —repuso ella—. Yo voy directa al castillo.
—Ni se te ocurra —le advirtió Roger—. Es gente exaltada, llevan armas y te verán como enemiga. No puedes ir sola, espéranos.
Súria le miró airada, no le perdonaba lo ocurrido en la noche. No iba a obedecerle.
—Idos a la mierda, almirante. Voy al castillo.
Roger gruñó.
—No puedo entretenerme discutiendo con esa cabezota —murmuró.
Y se fue hacia el puerto seguido de su escudero, mientras que Beatriu y Giacomo salían de la ciudad en busca del clan almogávar.
El castillo de Mategrifon se encontraba en la parte alta de Mesina y cubría el punto más vulnerable de las murallas de la ciudad. Su principal misión era la defensa exterior, y era fácil de asaltar desde el interior, puesto que esa parte estaba construida con madera en casi su totalidad.
Súria trotó cuesta arriba y al llegar jadeante a la plaza frente al castillo se encontró con una multitud silenciosa, aunque inquieta. Muchos llevaban armas y, atentos a la reina que les hablaba, no repararon en su presencia.
Súria sentía un gran aprecio por la soberana. No la conocía personalmente, pero la había visto arengar a las tropas y se sentía identificada con ella. Ambas eran mujeres obligadas a luchar en un mundo de hombres.
La reina de Sicilia y Aragón se encontraba en unas almenas bajas sobre la puerta principal, flanqueada por dos caballeros con armadura y por ballesteros que apuntaban a la multitud. No iba protegida y estaba expuesta a cualquier proyectil. Vestía una gonela azul y lucía, como símbolos reales, capa púrpura y corona. Se erguía serena despreciando el peligro y hablaba a la gente en siciliano. Súria alcanzó a oír sus últimas palabras:
—Así que ordeno que regreséis a vuestros hogares con vuestras familias y os aprestéis a defenderlas, conmigo, de la gran invasión que viene del norte. Id con Dios, volved a vuestras casas, porque frente a estos muros solo encontraréis la muerte. La muerte como rebeldes traidores a la causa de Sicilia.
Por unos instantes el silencio imperó en la plaza. Súria vio que algunos, pocos, se iban, obedeciendo a la reina. Pero la mayor parte no se movió y empezaron a hablar y a discutir. El sonido de las trompetas los acalló y uno de los caballeros que flanqueaba a la reina gritó:
—¡La reina Constanza, vuestra soberana, ha hablado! ¡Cumplid sus órdenes y regresad a vuestros hogares!
Algunos empezaban a irse cuando, de pronto, se oyó el inconfundible sonido del resorte de una ballesta al dispararse.
Y la reina se derrumbó.
Hubo chillidos de espanto.
—¡Han matado a la reina! —gritaba la multitud.
Súria sintió como si se le detuviera el corazón. Y la invadió una mezcla de rabia y profundo pesar. Tanto que notó las lágrimas asomándose a sus ojos. Muchos se pusieron a correr temiendo los disparos de los ballesteros del castillo. Pero ella, ya completamente despierta y alerta, dio unos pasos hacia el lugar origen del sonido, apartando a la gente que huía, y vio a un hombre que trataba de ocultar la ballesta bajo una capa. Era un tipo de barba negra, mediana estatura y una cicatriz en la mejilla. Tenía aspecto de hampón y estaba rodeado de varios de semejante calaña que iban armados. Se fue hacia él sin evaluar siquiera el peligro.
—¡Aragón! —gritó al tiempo que lanzaba su azcona.
A pesar de los veinte pasos que los separaban, le traspasó el cuello y cayó fulminado. Los demás la miraron alarmados. No se habían percatado de su presencia. Pese a la furia que la invadía, Súria actuaba con la frialdad que la caracterizaba en batalla y blandía ya uno de los venablos que acostumbraba a llevar sujetos a la espalda.
—Desperta, ferro! —aulló yendo hacia aquellos individuos.
—¡La mujer almogávar! —exclamó uno.
Y se dispusieron a hacerle frente. Súria comprendió el peligro suicida al que se exponía, pero era demasiado tarde para volverse atrás. Si les daba la espalda la matarían como a un perro. Pero de pronto oyó el eco de su propio grito proferido por cientos de gargantas:
—Desperta, ferro!
Los almogávares y ballesteros llegaban junto al almirante. La gente que quedaba en la plaza escapó a todo correr, y lo mismo hicieron aquellos individuos. Uno cayó con la espalda traspasada por el venablo de Súria. Entonces, la mujer almo-gávar miró hacia donde había estado la reina Constanza. No había nadie.
Sintió un pesar, un desamparo, que le encogía el corazón. Si la reina estaba muerta, las consecuencias serían terribles.
2
Castillo de Mategrifon, Mesina, abril de 1283 Un año y dos meses antes
—No acudáis al duelo, señor, es una trampa —le supliqué angustiada—. Os va la vida.
Pedro me miró con ternura para después sonreírme triste.
—Debo estar el uno de junio en Burdeos, Constanza —musitó repitiendo lo de siempre—. Me va la honra.
—¡Pero se trata de un engaño, una encerrona! —insistí—. No tendréis la más mínima oportunidad.
Sentía temor, inseguridad, tristeza. El día anterior, mi esposo, cumpliendo su promesa, me coronó reina de Sicilia. Y al día siguiente me abandonaba para iniciar un viaje hacia su propia destrucción, hacia la muerte.
Me dejaba sola, sin experiencia de gobierno, para reinar sobre un país en guerra. Una guerra contra unos enemigos de una superioridad aplastante. Los tres mayores poderes del siglo: Carlos de Anjou, el asesino de mi padre, convertido en el verdadero emperador mediterráneo; el rey de Francia, sobrino del anterior, y el papa. Los tres, franceses y aliados.
Pedro dejaba en mis manos el destino de nuestros hijos y el de mis compatriotas sicilianos, que se habían rebelado contra la tiranía de Carlos, el brazo armado del pontífice. Me abrumaba la responsabilidad. Tenía que disuadirle.—Quedaos conmigo —le imploré—. No vayáis a Francia. No me dejéis sola, vuestras obligaciones están aquí, con los sicilianos que os hicieron su rey y con nuestros hijos. Es un viaje insensato, señor. Vais hacia una trampa mortal.
Él tomó mis manos, las besó y después se me quedó mirando. Observé su rostro tratando de retener sus facciones en mi memoria. Tenía una nariz recia, ojos gris claro, un poderoso mentón en un rostro afeitado, espesas cejas y media melena de un castaño casi rubio. Era alto, fuerte, y poseía una potente voz que se hacía oír en las batallas. Porque le gustaba luchar al frente de sus tropas y no dejó de hacerlo hasta hacía muy poco, cuando le arranqué la promesa.
—Decidme, señora —repuso—, ¿qué es un caballero sin honor? ¿Qué es un rey si no es un caballero? —Y él mismo se respondió—: ¡Nada! Lo siento, mi querida Constanza, pero debo acudir a esa cita.
Desalentada, me pregunté qué era lo que arrastraba sin remisión a algunos hombres a un destino fatal, por qué se comportaban como esas mariposas nocturnas que revolotean alrededor de una llama hasta que esta las alcanza y caen quemadas. No era capaz de entender qué era lo que empujaba a mi esposo hacia una trampa que le costaría la vida o cuando menos la libertad. Él alegaba que era su honor, pero ¿era el peligro lo que en realidad le atraía?
Conocía bien su pensamiento, lo repetía con frecuencia a nuestros hijos: «Aparentar poder confiere poder —decía—, mostrar valor da valor y comportarte como un caballero te hace un caballero».
Y él quería probar al mundo que era poderoso, valiente y todo un caballero. Y de eso se aprovechaba el astuto zorro de Carlos de Anjou tendiéndole aquella trampa. Una celada evidente para todos, menos, al parecer, para mi esposo.
Sin embargo, Pedro había pasado su vida luchando contra nobles rebeldes, musulmanes y ahora franceses. Reconquistó Murcia a los sarracenos sublevados e hizo matar a su propio hermano bastardo en su presencia, por traidor, con lo que sometió a la nobleza aragonesa para después hacer lo mismo con la catalana. No era un bobo.
Había vencido no solo por fuerza y saber, sino también gracias a su inteligencia y dotes diplomáticas. Siempre había admirado su habilidad, en especial al lograr que unos nobles rebeldes y cortos de miras le siguieran, engañándolos, hasta Sicilia y participaran en una guerra tan lejana de sus feudos.
Pero sentía que en esta ocasión era él el engañado. Que el francés le superaba y que había caído en su trampa.
Aunque no terminaba de creer que estuviera tan ciego. Confiaba en que se guardara algo en la manga y rezaba por ello. Porque mi querido esposo acostumbraba a ser hermético con respecto a sus planes, incluso conmigo. Decía con frecuencia: «Si mi mano derecha supiera lo que hace la izquierda, la cortaría». Y se quedaba mirando a su interlocutor sin añadir palabra, con una sonrisa que suavizaba una negativa a informar que sonaba a amenaza. Cuando elegía un camino, esperaba que le siguieran sin preguntar.
Así era Pedro.
Y yo acababa de sufrirlo. Había viajado a mi tierra natal con el corazón lleno de dicha. Iba ilusionada pensando en disfrutar junto a él de aquel reino que me pertenecía por herencia. Pero no iba a ser así.
Mi esposo cumplía una promesa que parecía imposible cuando me la hizo. La de vengar a mi padre y darme Sicilia. Cierto. Pero tan pronto como me puso la corona en la cabeza me sorprendió al decirme que se iba. Que me dejaba en un país que tuve que abandonar a los trece años y que apenas conocía, en el que muchos nos rechazaban y frente a unos poderosísimos enemigos que se preparaban para reconquistarla. En una isla que podía estallar en una insurrección que me costara la vida y la de mis hijos. No, la corona de Sicilia no era un regalo.
Estaba decepcionada. Tenía que convencer a Pedro. Hacer que se quedara. Le necesitaba a mi lado.
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Autor: Jorge Molist. Título: La reina sola. Editorial: Planeta. Venta: Todostuslibros y Amazon
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