Alfredo Bryce Echenique en el sillón Voltaire de su casa de Madrid en los años 90. Foto: Daniel Mordzinski.
Con Alfredo Bryce Echenique viví horas de exaltación de la vida y la amistad. Alfredo Bryce era amigo de sus amigos (Cortázar, Ribeyro, Puig…) hasta el punto de, contaba, llorar recordándolos en sus clases de literatura en Montpellier. No podía nombrar a aquellos escritores amigos sin sentir una pena y una congoja que le aprisionaba el corazón.
«Mi nombre es Martín Romaña y esta es la historia de mi crisis positiva. Y la historia también de mi cuaderno azul. Y la historia ademas de cómo un día necesité de un cuaderno rojo para continuar la historia del cuaderno azul. Todo en un sillón Voltaire».
Así arranca esta primera parte del libro de su heterónimo Romaña, que Bryce llamó “Cuaderno de navegación en un sillón Voltaire”, y que escribió entre Málaga, París, Théoule-sur-Mer, Sant Antoni de Calonge, Saint-Raphaël y Montpellier, entre julio de 1978 y febrero de 1981, año en que la Biblioteca del Fénice, de Argos Vergara, la publicó.
Bryce mantuvo siempre el humor (espero que siga igual allá en Perú), como sus amigos Ángel González, Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma, que tenían también esa distinción y elegancia de los poetas de esta generación. Cultos y educados, con el humor de los que han vivido y viajado mucho, amables hasta en la mirada, respetuosos, cordialísimos, con la amistad como emblema y, como los definió Carme Riera, partidarios de la felicidad.
Gil de Biedma lo contó en más de un poema, como este de “Amistad a lo largo”, del que recojo este fragmento:
(…)
Sólo quiero deciros que estamos todos juntos.
A veces, al hablar, alguno olvida
su brazo sobre el mío,
y yo aunque esté callado doy las gracias,
porque hay paz en los cuerpos y en nosotros.
(…)
En la presentación del libro sobre la Generación del 50 en el teatro Campoamor ya no estaban ni Carlos ni Jaime, pero sí estuvo Yvonne Hortet, la mujer de Barral.
Era el año 1990 y se volvió a decorar el escenario del teatro (al que puso nombre “Clarín”, siendo concejal del ayuntamiento) para recibir a algunos de los poetas que asistieron a la presentación. Sentados en unos sofás de época acompañaron a Yvonne, Caballero Bonald, Ángel González, José Agustín Goytisolo, Fanny Rubio, que debía ejercer de maestra de ceremonias… pero una hora antes me encontré casualmente con Alfredo Bryce Echenique, que salía del hotel Principado y que acababa de dar una conferencia en la Universidad. Se lo conté, le dije que se pasara por el teatro para… “No es posible”, exclamó, “¿que están aquí Yvonne y Ángel?”, casi gritó. Y me pidió subir al escenario y participar en la presentación. Yo le contesté que sí, que encantado… “Pues no se hable más”.
Y subió. Fue un espectáculo que aún no sé si Fanny me perdonó, porque Bryce acaparó la escena casi todo el tiempo. Se ponía en pie, hablaba de poesía, de la generación, de Jaime, de Ángel, de Carlos… de lo amigo que era de todos ellos, gesticulaba y teatralizaba su discurso avanzando hasta el borde del escenario, donde acabó contando las veces que había admirado a Yvonne, al verla en la playa de Calafell “salir del mar como una sílfide”.
Fue la apoteosis; más de 1.400 personas puestas en pie, entre carcajadas de admiración y delirio, aplaudieron al maestro de Un mundo para Julius.
Su exquisita educación limeña hizo que sus tres libros de Antimemorias los llamara Permiso para vivir, Permiso para sentir y ahora, el último: Permiso para retirarme (los tres en Anagrama). Cercano, nostálgico e irónico, Bryce Echenique nos ha hablado en ellos de la vida y de sus amigos, entre los que siempre contó a Stendhal. Lo sabemos casi todo de él, y ahora pide permiso para retirarse y no volver a escribir. Pero nosotros tenemos ¿el derecho? de no dárselo, egoístamente, para que no nos inunde la tristeza.
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