Los policías se han marchado. Ya estarán a unas cuadras de aquí. Resuena en mis oídos una canción nomás, un tango de Gardel, “Volver”, y me acuerdo de todo lo que me ha traído hasta aquí, a mi nariz rota y a esta mujer de la que creí estar enamorado, y en realidad lo estaba, la misma mujer que ahora yace muerta a mi lado. Soy muy consciente de que esos gánsters me han dejado vivo, como una limosna, para que pueda advertir a los demás de que con ellos no se juega. Porque matan a mujeres y desprecian la vida de los hombres, los hombres de esas mujeres a las que matan, para que la vergüenza de no haber sido capaces de impedirlo les acompañe siempre, es decir, me acompañe siempre.
Un haz de luz ilumina un ángulo del pasillo. La puerta está entreabierta. Siempre llegamos tarde a la última cita: uno nunca sabe cuándo es el último encuentro. Azulejos rotos, los de un cuarto de baño de mi hotel favorito, suite presidencial, picos y ladrillos en el suelo que no sabía qué significaban. Sigo sin saberlo. Yo le había puesto hacía un momento el chal negro en los hombros rubios a la mujer que amaba. Y ahora “veo pasar el pasado que vuelve”.
Noche de tangos, un viaje a Buenos Aires y unos cuantos disparos. Un puñetazo y una mujer joven y hermosa muerta en el asiento de atrás de un coche. Ella crea ríos de sangre, tumbada en el asiento de atrás de este espléndido Cadillac que pude comprar con el dinero que ella me hizo ganar. Pero mi historia es muy larga y yo no sé si ustedes tienen ganas de escucharla.
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