Todo empezó hace catorce mil millones de años cuando la nada implosionó en el Big Bang. Las estrellas, los asteroides y las galaxias fueron surgiendo hacia el infinito a la velocidad de la luz. Alrededor del Sol apareció la Tierra, y ya en aquellos primeros procesos químicos existía el germen de mi novela Dispersión. Por el medio, el planeta aún tuvo que enfriarse, crear la vida y evolucionar hasta el Homo Sapiens, que después dominaría el fuego para construir las pirámides, el motor de combustión y Tik Tok.
Y allá que salió California 83 en 2008, como quien no quiere la cosa, protagonizada por Pipi, un alter ego basado en hechos reales, lo suficientemente distorsionados para que el texto fuera novela y no autobiografía. Se vendió lo justo para que, cuatro años más tarde, se editara en bolsillo y comenzaran a despacharse de mil en mil hasta completar varias reimpresiones que hicieron feliz al autor (hablo de mí en tercera persona, mátenme). Y entonces sucedió algo curioso: los lectores empezaron a elogiar por Twitter el libro en cuestión. No hablo de dos o tres, me refiero a un goteo constante de tuits favorables a diario, durante meses. Y yo, que ni había reparado en la posibilidad de continuar la historia de Pipi, empecé un lento y dubitativo “¿y si lo meto en la universidad?” que me animó a firmar un contrato editorial en cuanto tuve la mínima estructura en la cabeza. Lo que ocurrió es que, una vez firmado, me relajé y luego casi me pilla el toro. Recuerdo los meses de documentación y escritura de lo que sería Chorromoco 91 como una especie de locura absorbente e intensa. Era capaz de entregar horas de trabajo a cotejar el dato más irrelevante y absurdo (por ejemplo, la fecha de publicación en España del Vuela, vuela de Magneto) y al mismo tiempo escribir fluido y gozar con los avances, sentir el moldeo, disfrutar de las correcciones.
Salió la novela en 2014 y se vendió lo justo para que nadie diera por perdido el tiempo y el esfuerzo. Llegó al bolsillo, sin tanta repercusión como la anterior, pero con una paz y un orgullo para su autor como pocas veces había experimentado. Sentí que mi labor en la incierta tierra de la escritura había tocado a su fin: había publicado dos novelas machihembradas, dos historias complementarias y completas que conectaban entre sí como piezas de un Tetris (juego que, por cierto, también tenía papel con frase en Chorromoco 91). Pero el esfuerzo me había pasado factura. En las entrevistas negaba la posibilidad de una tercera entrega protagonizada por Pipi. No me hacía de rogar, pensaba honestamente que la cosa no daba para más, porque yo había navegado una embarcación inmensa con la única tracción de mis remos, y ya estaba triste y cansado, mis tres años ya eran miles, y tal y tal.
Pasaron meses y estaciones hasta completar un lustro, se dice pronto. Y yo iba pensando, vagamente (en todos los sentidos), sobre la posibilidad de otros libros, bocetos indeterminados que no llegaban ni a idea de servilleta, pero nada que tuviera que ver con alargar la existencia vital de Pipi, el pobre, por ahí que andaba sin yo saberlo ni mirarlo. Y entonces, las cosas del directo en forma de llamada de la editora Miryam Galaz: “Oye, va siendo hora de recuperar a Pipi, ¿no?”. Y la magia de lo adecuado: en pocas semanas las ideas encajaron como la larga pieza roja del Tetris, todo estaba ahí, en la indeterminada vaguedad de aquellos amagos sobre pesquisas pretéritas. Llevaba cinco años macerando una novela sin saberlo; Pipi después de la universidad, en los 90, buscándose la vida como un pícaro de tercera, asumiendo a trompicones la madurez, saltando de bar en bar sin renunciar a malganarse la vida, sufriendo los rigores del hedonismo autolesivo. Había libro. Todo cobraba sentido, incluido el Big Bang.
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Autor: Pepe Colubi. Título: Dispersión. Editorial: Espasa. Venta: Todostuslibros y Amazon
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