Ciudad de Sarja, Emiratos Árabes Unidos.
Todo viaje es una búsqueda. Hay quien sabe lo que desea encontrar y quien hace de la búsqueda el sentido mismo del viaje. Esta semana me he encontrado con dos viajes tan sublimes como grotescos.
Siminiani sigue el consejo de su amiga y se planta en Delhi con la cámara. Ha decidido filmar allí su primera película, que será un diario de su estancia en India. De este modo viaja a Benarés, a Calcuta y, finalmente, al centro de yoga que le recomendó su amiga. Conforme filma, las dudas se ciernen sobre él: la India comienza a desencantarle, no logra centrarse en el yoga… Y allí, perdido en la falda del Himalaya, se da cuenta de la verdad: en realidad lo que le ocurre, el motivo de su compulsión viajera, es de lo más simple: está enamorado de su amiga. La paradoja es que ella está en Madrid, el lugar de donde él partió. Ha creado una realidad virtual que no es la suya: la de un hombre que desea conocer la India, practicar yoga y filmar su primer largometraje… Y ahora, ¿cómo continuará su película?, ¿qué puede hacer con todo lo rodado…?
Del segundo viaje tuve noticia a través de un artículo de ABC. Una mujer argentina aquejada de leucemia viaja hasta los Emiratos Árabes Unidos con su madre de ochenta y ocho años para vacunarse del coronavirus. A ambas las aterra contraer la covid mientras aguardan la vacuna de la sanidad española, de modo que toman un vuelo Madrid-Dubái y se plantan en los Emiratos. La nuera de la señora argentina —desplazada allí desde hace un año— le contó que en un chat de españolas residentes en Dubái aseguraban que en el Emirato de Sarja los turistas con dinero se vacunaban sin problema del coronavirus.
La sorpresa de la señora argentina al llegar a Dubái fue que comenzaron a darles largas. Al parecer, los ciudadanos de los Emiratos habían protestado de que vacunaran a los turistas, ante el incremento local de contagios. El Gobierno se había vuelto estricto en este sentido y ya solo inmunizaba a los emiratíes. “¡Al final no sé si conseguiremos vacunarnos…!” —declararon a ABC las dos mujeres. Pero la nuera insistía en que sus amigas le aseguraban que “si pagas te vacunan, al menos hasta mediados de enero…”. El problema es que estamos a mediados de febrero… Pero no resulta muy aconsejable tratar de corregir a una nuera, ni tampoco reconocer que una se ha precipitado comprando caros billetes de avión sin informarse antes.
La siguiente escena de este relato tiene lugar en mi imaginación. La señora argentina y su madre de ochenta y ocho años recorren la ciudad de Sarja y sus alrededores bajo el sol de Arabia. No disponen de coche y se ven obligadas a coger taxis que las llevan a decenas de clínicas privadas y gabinetes médicos convertidos en centros de vacunación. Algunos se encuentran en plantas de rascacielos; otros al pie de las autopistas; incluso en las proximidades del desierto… La arena cálida les raspa la cara cuando salen de los taxis. Pero en los mostradores de entrada de los centros médicos siempre se encuentran a un árabe con túnica blanca, bigotazo negro y pañuelo emiratí anudado a la cabeza que les responde en pulcro inglés: “Here no vaccine for tourist, I am sorry…”. Y continúa mirándolas en silencio, porque resulta de mala educación sugerir dónde se encuentra la salida.
La señora argentina y su madre de ochenta y ocho años también han creado una realidad virtual: la de ellas mismas en la piscina de un hotel de lujo, recibiendo un pinchazo de la vacuna de Pfizer mientras toman el sol en bañador, tal como han leído que hicieron los miembros del selecto club inglés Knightsbridge Circle, que por 55.000 euros contrataron un paquete turístico en Dubái que incluía la vacuna.
También en ABC, leo un reportaje apasionante acerca de los «gemelos virtuales». Se trata de réplicas digitales de procesos u objetos físicos: la turbina de un avión, una fábrica, un edificio, una máquina embotelladora, un viñedo, una planta petrolífera. Las copias virtuales están conectadas con sus hermanos físicos a través de sensores, sistemas de alerta, cámaras láser y otros automatismos. A través de una tecnología emergente llamada «internet industrial de las cosas» (IIoT), las réplicas digitales se alimentan constantemente y en tiempo real de los datos que proporciona su copia original mientras esta se encuentra en funcionamiento. El avatar virtual aprende mientras tanto y, de esta forma, realiza predicciones de aquello que va a suceder en un futuro inmediato o a largo plazo.
Los datos que comunican lo real con lo virtual se transmiten a través de bluetooth o de wifi y el avatar se aloja en la nube de Internet, pudiendo contemplarlo los ingenieros a través de gafas de realidad virtual. Las predicciones consisten en saber, por ejemplo, en cuántas horas de vuelo fallará una turbina. También sirven para predecir los fenómenos meteorológicos que afectarán a una cosecha. Las réplicas virtuales pueden utilizarse para estimar la movilidad de una ciudad entera y anticipar atascos, o para la producción en cadena de toda una fábrica.
Según la articulista de ABC, la revolución llegará cuando los gemelos digitales interactúen entre ellos sin la intervención del ser humano y creen sus propias redes sociales de máquinas, capaces por sí mismas de publicar datos y anunciar eventos técnicos. En una empresa que emplee miles de robots, estos aprenderán a colaborar y tomarán sus propias decisiones.
Y yo, mientras leo, me acuerdo de Elías León Siminiani, de la señora argentina y de su madre de ochenta y ocho años cuando la articulista concluye: “A lo mejor no falta tanto para que cada uno de nosotros posea un gemelo digital. Quizá no estemos tan lejos de esa tecnología. ¿Imagina usted que poseyera una copia virtual de sí mismo que pudiera predecir las consecuencias de sus actos y obrar según el desenlace previsto, para evitar errores…?”.
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