Le decía a mi cuñado que el pedacito de salmón que estaba comiendo equivalía a más de trescientas sardinas. Y esto es un cálculo grosso modo. El razonamiento sigue así: ¿por qué, en lugar de comer un filete de salmón, que tiene un coste medioambiental equivalente a mucho más que trescientos cupleidos, somos incapaces de repartir esas sardinas? Quién sabe, alimentaríamos a más personas a cambio de menos cicatrices para el medio ambiente, habría menos hambre. E incluso puede que hubiera quien entendiera el coste del alimento que coloca en sus platos. Con estas cosas, y no con las discusiones baladíes de quienes se creen entendidos en fantasía sin leer más de 100 libros al año, es con las que reacciono. Se me colapsan las venas, pavimentadas con un colesterol endogámico y social. Por suerte, el colesterol real, ese testarudo señor de estructura recia, se lleva mal con mis venas y aparece en la medida en que es requerido. Pero hay otra clase de placas que se me forman en los vasos circulatorios del yo intelectual, social, e incluso espiritual. Porque este cree en el espíritu a pesar de ser científico. Muchos de ustedes creen que Brandon Sanderson o Stephen King son buenos escritores. Aquí cada uno se adscribe a la corriente de chorradas que mejor le vaya. Cuando las suscripciones a las estupideces que cometemos como especie son demasiadas es cuando los cuerpos empiezan a abotargarse. Se sienten viejos sin serlo, gordos y fofos, no importa que uno cuide mantenerse en el espectro contrario de esa clasificación. Resulta imposible encontrar un lugar que posea verdadero silencio, ausente de nosotros, de nuestros egos. Somos los eternos niños. Vistos desde una perspectiva bastante sesgada, pero no por ello menos acertada, millones de personas murieron en guerras terribles, grandes investigadores extrajeron del oscurantismo de la ignorancia descubrimientos maravillosos, para que hoy día sus descendientes sean incapaces de crecer y madurar. Hasta qué extremo no será esto serio para que uno de esos sucios punkies, adepto a hacer lo contrario y con un giro más a lo que inspira a los demás, deba plantarse y decir que necesitamos más mujeres y hombres de verdad. Tantos niños viejos, tantos críos gordos con derechos de adultos, resultan repugnantes. Por favor, una bruja niñófoba. Desalienta salir a la calle y ver que no solo se encuentran relegados a voces molestas en las redes sociales, sino que se visten de uniforme, que nos asesoran la salud o pesan el pescado. Que somos todos una panda de críos, venidos de la mayor época de estabilidad y crecimiento de la humanidad. Es muy probable que a raíz de eso mismo sea por lo que el medio ambiente, y sobre todo nuestro modelo de sociedad, esté necesitado de un revisionismo profundo. Pero ojo, no una revisión mierdera, como la del adolescente que limpia su cuarto sin levantar los libros o los adornos. No, son necesarias mentes brillantes, de voluntades férreas, para ayudarnos a encontrar un nuevo camino, al menos si queremos continuar con el nivel de servicios y crecimiento poblacional del que disfrutamos a día de hoy. La otra opción es más sencilla: dejar de reproducirse. Pero sí, hay tanta gente que sueña con tener piojos a los que pasar los miedos y las cargas, y que continúen así liberando propágulos, que el control de natalidad suena a monstruosidad. A todo esto, quiero compartir un conocimiento muy bello que cualquier geólogo o biólogo marino puede ya poseer. Nuestro planeta, por su cercanía con el sol, no debería de ser más que un lugar casi tan cálido como Venus, con unos 70 grados centígrados de media en la superficie. Pero la magia de la casualidad cumplió con su parte, y aquí estamos. Creyendo que no conocemos el cómo. El mundo ha sido siempre un ciclo de extinciones masivas y de diversificación de especies a lo bruto. La explosión de vida alteraba los equilibrios del dióxido de carbono en la atmósfera, lo que evolucionaba a un enfriamiento paulatino de la tierra, que a su vez contribuía a la aparición de especies que no hubieran sido capaces de originarse de otro modo. Y aunque esto llevaba a la especiación, tarde o temprano desembocaría en una nueva glaciación. Con ella desaparecerían especies, pero también resistirían otras equipadas con adaptaciones y modos de vida maravillosos e increíbles. Gracias a su capacidad para prosperar, surgirían otras. Y la historia se repetiría. No somos más que eso, una historia mal leída y repetida. Las extinciones, las alteraciones del clima, han estado siempre ahí. Lo que es novedoso es que hayamos liberado en dos siglos casi todo el dióxido de carbono que fue movilizado desde la atmósfera a la litosfera en cuestión de casi cinco mil millones de años. Y con ese gas presente de nuevo a concentraciones similares a las que teníamos hace 4500 millones de años, es muy posible que logremos lo indecible. La des-evolución de la vida en todo el planeta Tierra hasta el momento en que se originó. Calor y esterilidad. Lo que a mí, caballeros, me resulta aun más difícil de creer es que esta gesta vaya a ser lograda por una masa de seres incapaces de no odiar, de leer un libro, callar en lugar de hablar, y de compartir. Compartir esta responsabilidad que todos arrastramos. De esta no nos sacan ni todos los corales del mundo respaldados por los mejores manglares. Disfruten su gamba, su salmón, el atún del sushi, con el valor que tiene un alimento exótico. ¿Sentirían lo mismo los aventureros europeos que se cebaron con la carne de un ave demasiado “estúpida” para huir de sus cazadores? Yo pienso que el dodo contaba con el don de las völvas.
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