Todo comenzó donde suelen comenzar las mejores historias.
En una librería.
Su escaparate honesto lucía en una calle casi infinita de León. Era una librería modesta, de nombre amable y pegadizo. Quizás ya ha desaparecido, como tantas otras. Pero una vez vendía libros muy especiales, hacinados en una estantería verde. De sus lomos coloridos extraje una de las joyas, el Quijote de lo que décadas más tarde se denominaría literatura interactiva: El hechicero de la montaña de fuego. El argumento era sencillo (¿cuándo no lo es?): explorar los subterráneos de la Montaña de Fuego y enfrentarte al hechicero en su cubil. Por supuesto, había una estructura mítica que habría hecho las delicias del Joseph Campbell más ambicioso: una llamada a la aventura, un descenso ad inferos casi literal, una batalla definitiva y un desarrollo heroico. Es cierto que todo eso ya lo ofrecían muchos libros de aventuras, pero este librito tenía una peculiaridad. El héroe eras tú.
Narración en segunda persona. Algo muy nuevo. Varias páginas iniciales dedicadas a las reglas. ¿Reglas? Si es un libro… ¿Y el tablero? No, no hay tablero. Todo está en tu imaginación. Y además, si quieres currártelo, vas trazando un mapa de los subterráneos a medida que exploras. Es decir, era un libro donde el lector tenía que trabajar (literalmente) para vivir esa aventura. Y dados de seis caras, que también hacían falta.
Resulta un poco triste que una mecánica de lectura tan interesante fuera relegada a simple literatura juvenil. Los videojuegos han bebido mucho de esos libros de los 80, pero actualmente muy pocos jugadores reconocemos su huella cuando encendemos la consola. Hay quien les juzgaba por tener un nivel literario muy bajo, incluso pésimo. Yo no estoy de acuerdo. Baste leer la primera sección de La corona de los reyes:
Como una garra gigantesca clavada en el cielo, la fortaleza de Mampang es una imagen de funestos presagios que se ha quedado grabada en tu mente.
Veo aquí una inmersión total en la ambientación, un completo respeto por el dramatismo y la promesa velada de que la aventura va a ser escalofriante. ¿Qué más se puede pedir? Esos libros nos gustaban, nos hacían imaginar, nos armaban de autoconfianza, preparándonos para el mundo gris que llegaría veinte años más tarde. El mundo en el que vivimos ahora.
Nunca habría que subestimar lo que los librojuegos pueden ofrecer. En realidad, están por todas partes. Diariamente tomamos decisiones, a menudo nos enfrentamos a lo desconocido, a esos pequeños monstruos que se manifiestan en inseguridad, en dudas, en miedos. El héroe (sí, eras tú) que se enfrentó a Zagor en el corazón de la Montaña de Fuego tuvo que salir de su zona de confort, y por las malas. Esa misma zona de la que tanto se habla hoy en día y en la que cada vez nos refugiamos más. No había nada fácil para el lector de librojuegos. Reglas complejas (¡en una serie había que memorizar hechizos!), hojas de personaje donde anotabas el avance de tus exploraciones (fotocopias y más fotocopias, o las hacías tú, a mano, sin Photoshop), mucha lectura y mucho sobre lo que pensar. Y si te mataban, volvías a comenzar. A base de golpes acababas venciendo. Pero sudabas. Claro que sí. Pero ¡ah, la recompensa! Era como triunfar donde otros fracasan. La vida era algo más radiante cuando “hacías el librojuego”.
La fantasía descafeinada que actualmente nos llega a través de innúmeros canales ha olvidado ya a Zagor y su montaña. No nos deja entrar en sus mundos; más bien nos apoltrona en el sofá para contemplar el desfile de héroes de arena por parajes de cartón piedra. Pero querido lector, escucha a tu yo del pasado. Él podía elegir su propia aventura. ¿Seguirás viviendo en el mundo gris de la realidad pasiva, o preferirás en cambio adentrarte en la aventura y luchar contra la sombra? Tu sombra. Pero no te preocupes: si fracasas, puedes volver a comenzar.
Como siempre.
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