A ver, no es que sea la primera vez que paso por este proceso, pero como el dolor de hoy siempre va a ser más desolador que cualquier otro pasado, diré que nunca he experimentado esta sensación con la fuerza y la firmeza con la que me golpea estos días.
Durante el par de años, como mínimo, en los que se ha estado trabajando sobre los mismos personajes, las mismas escenas, la misma trama y la misma premisa, uno está deseando acabar con la dichosa novela de los cojones y quitarse ese peso de encima que nos aplasta, que nos persigue constantemente y se esconde entre las costuras de la almohada. Pero, como suele ocurrir la mayoría de las veces, uno se sorprende al comprobar que la felicidad y el descanso no se encontraban en la última frase de la novela, sino que en su lugar nos damos de bruces con un vacío oscuro e insondable. Si el escritor o la escritora en cuestión ama lo que hace y respeta el oficio, habrá volcado todo su talento en esas páginas, vomitado todo lo que guardaba en su interior y exprimido el alma para que sus lectores encuentren lo mejor de su narrativa en la novela.
El primer pensamiento que se nos viene a la cabeza es que nunca seremos capaces de escribir otra historia igual de buena. Que no nos queda nada más dentro que ofrecer. Que estamos vacíos.
Pero solo hay que darle un repaso a la evolución que ha tenido el concepto de vacío a lo largo de la historia para volver a encontrar el camino adecuado.
Seré breve, no se asusten. Yo también odio los párrafos que solo contienen información y no dicen nada. Pero quizá sea interesante apuntar que, desde tiempos inmemorables, el ser humano siempre ha tenido la certeza de que el vacío consistía en la ausencia del todo. Aún, en la actualidad, si uno ve un vaso de cristal sin nada en su interior, dirá que está vacío, aunque en realidad sepa que está lleno de aire o de las partículas que deambulan por el ambiente. Cuando se tuvo el interés y las herramientas necesarias para observar la naturaleza con mejor detalle, se pudo ahondar en el corazón de la materia y descubrir que las partículas elementales de lo que todo está formado se comportan de manera muy diferente a lo que estamos acostumbrados a ver día a día. Aunque lo que vayan a leer a continuación parezca sacado de un libro de Ray Bradbury o de Philip K. Dick, no sería desacertado afirmar que las partículas más elementales pueden estar en varios lugares a la vez, girar en direcciones opuestas o existir y no existir al mismo tiempo. Con la revolución de la mecánica cuántica, se supo que la materia realmente está hecha en su mayor parte de vacío. El universo está formado por un 99% de vacío y un 1% de materia. Si usted se mira ahora mismo la mano, debe comprender que las distancias entre las partículas “observables” que forman su cuerpo guardan aproximadamente esta relación: si cada uno de los átomos de su mano (esas bolitas que nos enseñaron en el colegio que parecen formarlo todo) fuese del tamaño del estadio de fútbol Ramón de Carranza, los electrones se encontrarían dando vueltas en la parte superior de las gradas, y serían tan pequeños como cabezas de alfiler. El núcleo (protones y neutrones) estaría en el centro del campo y tendría el tamaño aproximado de un guisante. El átomo, pues, está vacío en su mayor parte.
Su mano es vacío al noventa y nueve porciento.
Usted es vacío.
La realidad es vacío en su mayor parte.
Sin embargo, ese concepto del que hablábamos antes en el que el vacío se define como la ausencia del todo, quedó desbancado hace mucho tiempo. Estudios confirman que ese vacío absoluto no existe, sino que está formado por miles de millones de partículas elementales que aparecen y desaparecen en millonésimas de segundo. Pares e impares que se aniquilan una y otra vez, para volver a aparecer de la nada y aniquilarse de nuevo.
No se preocupe si su cabeza se niega a comprenderlo o aceptarlo, es una reacción lógica. Pero el universo no está obligado a comportarse de manera que usted y yo podamos comprenderlo, aunque haya textos hindúes, taoístas o budistas de hace miles de años que ya describen el vacío como un regurgitar de realidad, que se hace ilusión cuando lo observamos.
Y es ahora cuando todo cobra sentido. Porque después de ponerle el punto final a la novela en la que he estado trabajando durante tanto tiempo, me aborda la certeza de que ese vacío que experimento después de dejar marchar la historia es el mismo que la física intenta describir en pizarras con ecuaciones de tiza.
En el vacío del escritor, en la nada insondable, se esconden diminutas ideas rebotando, girando y aniquilándose unas a otras. Pensamientos que nacen de la nada y se eliminan a la millonésima de segundo para dar paso a otras nuevas ideas que colisionan contra otras, mezclándose, transformándose, creciendo.
Creando.
El vacío del escritor está ahí, justo al lado del corazón. Es extenso y oscuro, pero siempre lo acompaña una vibración que se siente en el fondo del todo. Está vivo. Ese vacío, en constante movimiento, es el culpable de que sigamos escribiendo toda una vida.
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