Enmarcada dentro de la Guerra Civil Rusa (1917-1923), la Ucrania de Néstor Majno se prolongó entre 1918 y 1921, siendo el primer país del mundo donde el anarquismo dejó de ser utópico. Tanto fue así que incluso se impartían las enseñanzas de la Escuela Moderna, del pedagogo libertario español Francisco Ferrer Guardia. Atajada por Moscú con la misma saña con que los comunistas se emplearon siempre contra los anarquistas, en aquella Ucrania entraron en los hospitales a rematar a los majnovistas heridos y ahorrarle así el trabajo a los torturadores de la checa. La represión fue brutal.
De modo que el futuro adalid de la “revolución permanente” dispuso que a la vanguardia de la fuerza que cargó contra la guarnición marchasen tropas bisoñas, cadetes sin foguear, que no habían hecho la Revolución de Octubre. Tras ellos, por si alguno de los novatos tenía la tentación de huir, avanzaba una compañía de ametralladores de la funesta checa. Con todo, muchos cayeron cuando el hielo que pisaban —el Báltico estaba helado— se abría a sus pies tras los impactos de los proyectiles que lanzaban los amotinados a sus atacantes. Finalmente, cuando los comunistas entraron a sangre y fuego en Kronstadt, la crueldad de las matanzas con las que aplacaron el alzamiento fue tan grande que más de medio siglo después aún avergonzaba a los trotskistas de buena voluntad que hablaban de la “revolución permanente” en mi juventud.
Hay una secuencia en Doctor Zhivago (1965) en la que David Lean —adaptando lo escrito por Boris Pasternak en la novela original— alude al alzamiento de Kronstadt. Klaus Kinski interpreta en aquellos planos a un anarquista, Kostoyed Amourski, uno de los pocos que, tras ser torturados por los chequistas, se salvaron de la ejecución siendo condenados a trabajos forzados. Los comunistas le llevan preso y encadenado en el mismo vagón, y entre la misma paja, en que viajan Yuri (Omar Sharif), Tonia (Geraldine Chaplin) y el padre de ésta, Alexander (Ralph Richardson). Cuando el comisario del pueblo se pone a dar las órdenes para el trayecto, Kostoyed vitorea a la anarquía y le llama burócrata y lacayo de los bolcheviques. Tonia se apiada de él y pregunta al guardia que lo encadena si son necesarios los grilletes. Kostoyed grita que es un hombre libre pese al cautiverio y todos le dan por loco.
Empero su brevedad, ese personaje fue una de las grandes creaciones del Klaus Kinski actor de reparto, el ajeno a su proverbial colaboración con Werner Herzog. Fue Herzog precisamente quien recordó que Kinski interiorizaba sus papeles hasta el punto de que, cuando le preguntabas una cosa durante el rodaje, te respondía como si fuese de veras el personaje que sólo debía interpretar. Aun así, esa locura que parece sufrir el libertario cautivo de los comunistas —perfecta expresión del sentimiento de quienes se aferraban a la utopía y sólo por ese afán se creían libres mientras sufrían los rigores de la dictadura del proletariado— fue, a su vez, una sublime utilización de su propio desequilibrio.
En efecto, corría 1950 cuando al actor le fue diagnosticado un trastorno antisocial de la personalidad. Acababa de estar recluido durante tres días en el mismo hospital psiquiátrico donde acosó a una de sus doctoras —quien le doblaba la edad—, a la que intentó estrangular cuando ella no se plegó a sus apetitos. En un principio, los facultativos lo creyeron un esquizofrénico. Pero acabaron concluyendo que era un psicópata. Y bien es cierto que un aire psicótico horadaba su mirada. A excepción de Claudia Cardinale, quien aún recuerda las notas que el actor le dejaba en el hotel durante el rodaje de Fitzcarraldo (1982), y Jesús Franco, quien lo prefería a Christopher Lee, el “trastorno antisocial” de Kinski fue corroborado por cuantos trabajaron con él.
Además de una adicción al sexo que él mismo reconoció en varias ocasiones —al igual que los abusos perpetrados en la persona de su hija Pola—, Kinski padecía de coprolalia, una tendencia enfermiza a proferir obscenidades, sumada a una incontinencia verbal también sobresaliente. Siempre irascible, grosero y agresivo con cuantos le rodeaban, se indignaba si alguien osaba tocarle. Una noche, durante el rodaje en el río Urubamba (Perú) de Aguirre, la cólera de Dios (Werner Herzog, 1972), que Kinski convirtió en un infierno, llegó a disparar sobre la tienda de campaña en la que descansaban unos machiguengas —los indígenas contratados como figurantes para la filmación—, gritando que hacían mucho ruido. Hubo un herido: una de las balas le seccionó la falange de un dedo. En aquella velada, los nativos de la ribera del Urubamba —a decir de Herzog gente callada y muy pacífica, todo lo contrario de Kinski— supieron que era verdad ese rumor que circulaba entre ellos acerca de que el actor siempre iba armado porque odiaba a la gente. Eso sí, al finalizar el rodaje, convencidos de que Herzog querría matar a su protagonista después de los gritos y las amenazas de muerte que se habían estado lanzando el uno al otro durante la filmación, se ofrecieron a cortarle el cuello por él. Al menos, eso es lo que cuenta el cineasta en Mi enemigo íntimo (1999), el documental que Herzog dedicó a Kinski tras su fallecimiento en 1991. Pese a todo, fue su actor fetiche.
Fernando Colomo, quien sufrió a Kinski durante la filmación de El caballero del dragón (1985), en la que Klaus el loco interpretaba el papel protagonista, es de los pocos que duda de su alienación. “Durante el rodaje sólo respetaba a los gitanos, encargados de cuidar a los animales, y a Miguel Bosé. Sabía que era hijo de Luis Miguel Dominguín y Lucía Bosé, además de ahijado de Picasso. Era muy selectivo, pero le gustaba el mamoneo”. El mes pasado mismo, el realizador madrileño recordaba cómo, cuando fue reclamado por la prensa para escribir el obituario del actor tras la noticia de su fallecimiento, declinó la oferta argumentando que no podía decir nada bueno de él. En el periódico insistieron y Colomo acabó publicando un artículo en donde le mentaba la madre al finado. Más aún, la segunda hija del actor, también actriz, la maravillosa Nastassja Kinski, nunca ha dudado en declarar la alegría que le produce que su padre esté muerto: “Siempre fue un tirano que atemorizaba a toda la familia”.
El ogro que habría de ser uno de los grandes actores de su tiempo nació en Gdańsk (Polonia) en una familia de origen alemán. Corría el año 1926. Trasladado a Berlín en 1931, cuando las estrecheces comenzaron a agobiar a sus padres, fue movilizado por la Wehrmacht en 1944 y enviado a combatir a Holanda. Herido en un brazo, fue hecho prisionero por los ingleses y recluido en un campo de concentración. En aquel cautiverio, en los pequeños montajes organizados para entretener a los otros prisioneros, descubrió su vocación actoral. En este aspecto, su experiencia fue muy semejante a la de James Whale —el realizador de los primeros Frankenstein de la Universal—, quien aprendió interpretación siendo prisionero de los alemanes durante la Gran Guerra.
Ya en la posguerra se unió a una compañía teatral, en la que su mal carácter le granjeó los primeros problemas. Fuera de aquel grupo, se convirtió en uno de los mejores rapsodas en alemán del francés François Villon, el heraldo de los poetas malditos. Nadie ha vuelto a recitar la Balada de los ahorcados (1463) como lo hacía Kinski en la lengua de Goethe. Tan irascible, iracundo y grosero con el público como con sus compañeros de rodaje, es muy probable que toda esa provocación tuviera su origen en ciertos montajes adscritos al llamado “teatro de la crueldad”, propuesto en ciertas teorías de Antonin Artaud. De lo que no hay duda es de que semejante delirio halló su punto culminante a comienzos de los años 70, en su gira Jesus Christus Erlöser, un espectáculo en el que se proclamaba el Mesías e intercambiaba insultos con los espectadores, algunos de los cuales subían a pegarle al escenario.
Veintitantos años antes, Kinski, cansado de recorrer Suiza, Austria y Alemania en míseras compañías teatrales que, a menudo, ni siquiera le procuraban el sustento, decidió dedicarse al cine. Morituri (Eugen Yor, 1948) y Decisión al amanecer, que Anatole Litvak también estrenó en el 48, fueron sus dos primeras cintas: dos dramas sobre prisioneros de guerra. Su singular gesto y su inquietante capacidad para expresar el terror no tardaron en abrirle camino como uno de los actores de reparto más destacados del cine europeo de su época. En cuanto al estadounidense, para Douglas Sirk fue el teniente de la Gestapo que entrega las cenizas de los muertos en Tiempo de amar, tiempo de morir (1958).
Pero su espacio de confort —por así llamarlo— fue el cine de géneros. Se inició en esta pantalla incorporando a diferentes personajes en las adaptaciones alemanas de las novelas detectivescas del inglés Edgar Wallace realizadas por Alfred Vohrer: Los ojos muertos de Londres (1961), La puerta de las siete cerraduras (1962), El delator (1963)… A España, a la España de las coproducciones internacionales, donde rodó con asiduidad, lo trajo por primera vez Antonio Isasi para encarnar al Schenck de Estambul 65 (1965). También fue aquí —donde Lean ambientó la Rusia de Zhivago— donde Kinski dio vida a Kostoyed Amourski.
Pese a que del rodaje de Lean guardó tan mal recuerdo que siempre lo ponía como ejemplo de desastre en las voces que daba a todo el mundo cuando volvía a trabajar en España, el caso fue que regresó ese mismo año 65 para incorporar a Juan, el jorobado de La muerte tenía un precio, el legendario spaghetti western de Sergio Leone. El western mediterráneo —como ya lo empiezan a llamar algunos comentaristas, en base a la participación española con que contaron la mayoría de estas producciones italianas— fue otro de los géneros más frecuentados por el intérprete alemán. Dejó su impronta en títulos como Si te encuentras con Sartana… Ruega por tu muerte (Gianfranco Parolini, 1968) o El gran silencio, de Sergio Corbucci, también del 68, una de las obras maestras del género.
Al queridísimo fantaterror español se acercó por primera vez para incorporar al Renfield de El conde Drácula (1970). Su amistad con Jesús Franco, realizador de esta última, venía de una colaboración anterior en Marqués de Sade: Justine (1969). Naturalmente, Kinski interpretaba al prócer del sadismo. Sin abandonar el cine fantástico, al gran Edgar Allan Poe lo incorporó en La horrible noche del baile de los muertos (Antonio Margheriti, 1971), una de las cimas del cine gótico italiano. La bestia mata a sangre fría (Fernando di Leo, 1971) —donde, no sin cierto recochineo, interpretaba a un psiquiatra— y La muerte sonríe al asesino (Joe D’Amato, 1976) fueron dos de sus aportaciones al giallo. Resumiendo, Kinski ya era uno de los actores más singulares del cine europeo —empero la mala fama entre sus compañeros— cuando Herzog lo llamó.
Sin embargo, si el entonces joven realizador alemán le envió el guion de Aguirre, la cólera de Dios no fue por el prestigio que Kinski pudiera tener, sino por el recuerdo que Herzog guardaba de él desde que, siendo un adolescente, se hospedó junto a su familia en una pensión de Múnich en la que también se alojaba el actor. Los gritos que Kinski daba a la patrona cuando consideraba que había planchado mal sus camisas, la noche que tiró una puerta abajo, las copas de vino que rompía al cantar con la potencia de su voz o los dos días que se pasaba encerrado en el baño, memorizando los diálogos cuando lo estimaba oportuno, eran evocaciones que magnetizaban al cineasta.
Al cabo de un tiempo del envío, Herzog recibió una llamada telefónica de Kinski. Tras media hora de gritos ininteligibles al otro lado de la línea, el cineasta se enteró de que el intérprete aceptaba el guion. Lo que empezó entonces fue una de las simbiosis más tormentosas y fructíferas de toda la historia del cine. Se prolongó en cintas como Nosferatu, vampiro de la noche (1979), espléndido remake del Nosferatu de Murnau de 1922; Woyzeck (1979), sobre un soldado humillado por todos; Fitzcarraldo, sobre el empeño de un rey del caucho en construir un teatro de ópera digno de Caruso en plena selva amazónica; y Cobra verde (1987), sobre un miserable que surgiendo de la pobreza más absoluta llegó a ser el mayor traficante de esclavos de Brasil.
Tras su colaboración con Herzog, la filmografía de Kinski, prácticamente, quedó finalizada. Por su parte, Herzog, quien también llegó a tener fama de alucinado, la fue perdiendo poco a poco tras partir con el actor y convertirse en uno de los grandes autores de la pantalla finisecular. Su buen cine, siempre tan sugerente como interesante, hace que, ya bien entrado este nefasto siglo XXI, el buen cinéfilo le siga concediendo la misma dignidad.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: