«Tarde o temprano, siempre demasiado pronto, llega el tiempo en que la cárcel de la escuela encierra al niño entre sus cuatro paredes; y digo cárcel, porque el establecimiento de educación lo es casi siempre, ya que la palabra «escuela» perdió hace mucho tiempo su primera significación griega de recreo o de fiesta».
La escuela moderna, Francisco Ferrer Guardia, 1908
Dave tiene catorce años y medio. En Australia, donde nació, es ahora verano, y hace dos meses —el primer día de las vacaciones escolares— empezó a trabajar. Tiene su propia cuenta bancaria, su tarjeta, su número de identificación fiscal. Va en bicicleta. Suele entrar a las once, pero algunos días le toca el turno de las cinco y media, de modo que se levanta con el sol, a las cuatro y media de la mañana. Lo bueno de eso es que a las ocho y media de la mañana ha terminado su jornada laboral.
Si por mí fuera, ni él ni su hermano Alex habrían perdido jamás esa libertad, pero después de más de una década investigando sobre temas de educación, escribiendo, informando, experimentando, acudiendo a conferencias y batallando con su padre y su familia, cedí a que por fin pasaran por el tubo de la escolarización solo porque ellos accedieron, conscientes de la presión social. Cuando esto ocurrió, muchos de mis amigos y familiares aquí y en España me preguntaron, a la expectativa, si Dave y Alex habían necesitado clases especiales, refuerzos, tutores, etc. para ponerse al día después de una vida entera sin escolarización.
Esta falta de fe en la educación libre sigue provocándome carcajadas sinceras. Dave se escolarizó con doce años, en —el equivalente a— 2º de la ESO, y Alex con once años, en 1º. Después de haberse saltado toda la primaria, sin asignaturas, ni lecciones, ni exámenes, ni notas, ni deberes, ni premios, ni castigos, ni uniformes, ni filas, ni recreos, ni curiosidad por averiguar qué era todo eso, se adaptaron a la nueva situación sin el menor esfuerzo. Durante unos meses a Dave lo ayudé con las matemáticas, para enseñarle una nueva manera de pensar: la que se espera de él en el colegio. Pero incluso entonces, cuando él se creía atrasado en la materia, un día me contó que ante un problema de cálculo mental y lógica que les había planteado el profesor, él había sido no solo el primero en resolverlo sino el único de la clase, con lo que concluyó: «Es que yo pienso de manera diferente que el resto».
A menudo la gente me preguntaba qué hacía con los niños, cómo los educaba. A algunos les parecía que no hacíamos nada. Y yo no me cansaba (bueno, a veces sí) de repetir: «Pues jugamos, leemos, hablamos sobre todas las cosas, viajamos, observamos a la gente y el mundo, exploramos y experimentamos, pensamos, cuestionamos… en fin: aprendemos». Y también salíamos de casa, por supuesto, y socializábamos.
Alex inició el año pasado su primer año de escolarización, en primero de secundaria. Después de un solo mes de clases, tuvo que volver a casa cuando cerraron los colegios debido a la pandemia del Covid-19. Su decepción fue grande: en tan poco tiempo había hecho amistades nuevas y había descubierto que la cuestión académica era tolerable y fácil, a pesar de algunos profesores «que no saben» y algunos temas «aburridos y que no me interesan». Dave, en cambio, llevaba ya un año en el instituto y seguía las noticias del coronavirus con la esperanza de la cancelación de las clases.
La situación se controló a tiempo en el estado donde vivimos, en el que hemos permanecido confinados desde marzo de 2020 pero con el resultado positivo de una vida normal, sin ningún caso de transmisión comunitaria desde hace diez meses hasta el pasado domingo, que un solo caso nos mantuvo sin salir de casa durante cinco días y probándonos las mascarillas por primera vez. De modo que después de solo cuatro semanas en casa, los niños volvieron al instituto. Hacia el final de curso, Alex faltó mucho a las clases; sin embargo, sacó buenas notas. Pasada la novedad, el insti no le gusta, pero continuará yendo para no tener que pelearse con su padre. Dave sacó peores notas que el año anterior, y según todos sus profesores: «Se distrae con facilidad». Esto me alucina. ¿Me están hablando del mismo youtuber que daba conferencias sobre mirmecología? En casa no se distraía nunca, estaba siempre concentrado en lo que hacía. Claro que nunca era nada impuesto por los demás.
Según Yuval Noah Harari en Homo Deus: Breve historia del mañana, en la actualidad no sabemos qué enseñarles a los niños en la escuela, pero sea lo que sea, antes de que hayan cumplido cuarenta años ya no les servirá de nada. El modelo tradicional de aprender para luego trabajar está ya obsoleto, y para seguir siendo productivos los humanos tendremos que estar constantemente aprendiendo y reinventándonos. Sin embargo, yo le veo alguna ventaja a la escolarización secundaria: las amistades que se forjan a estas edades adolescentes y la libertad que poco a poco van adquiriendo de elegir las materias. Por otro lado, me preocupa que la llama de la pasión por leer parezca extinguida en mis hijos. De leer los tres juntos cada noche han pasado a no querer ni abrir un libro. Para una madre lectora y escritora que les enseñó a leer en casa es doloroso que sus niños ya no lean por placer o iniciativa propia.
A lo largo de estos años de hacerme cargo total de la educación de mis hijos, desperté curiosidad tanto en Australia —a pesar de que aquí la enseñanza en casa está regulada por el gobierno— como en España. Desde allí, algunos me decían que «aquí no se podría hacer», aunque de hecho se hace en todas partes. Ahora sé que en España no solo hay familias que hacen homeschooling, unschooling y todo tipo de enseñanza en casa, sino que cada vez hay más escuelas alternativas. En abril de 2015 escribí en mi blog: «Estos lugares ya existen y desde hace décadas. Se llaman escuelas democráticas y siguen el modelo de la escuela Summerhill, fundada en 1921 en Inglaterra. En España parece que hay tres o cuatro escuelas de este tipo. Personalmente no soy partidaria de las escuelas alternativas tipo Waldorf, pues he observado que también hay dogmatismo y demagogia en ellas. Y no conozco de primera mano las escuelas democráticas, pero he leído que en algunas parece confundirse la libertad con la licencia. Como a mí también se me ha malinterpretado más de una vez en este aspecto, aclaro: mis hijos tienen libertad, no licencia para dañar a nadie».
Aunque yo jamás me planteé poner a mis hijos en una escuela de estas, he querido volver a la raíz de las escuelas democráticas y corregir lo que escribí: los orígenes de las escuelas democráticas van mucho más allá de las que se fundaran hace solo cien años. Ahora me resulta increíble no haberme topado antes ni que nadie me hubiera preguntado —me hicieron hasta entrevistas para la radio, para un estudio sobre educación y para una revista francesa— con la figura de Francisco Ferrer Guardia, el fundador de la Escuela Moderna en Barcelona y autor de la cita con la que he iniciado este artículo. Sigue sorprendiéndome que no sea más conocido y que no haya en la actualidad más escuelas y centros que lleven su nombre.
Nacido en 1859 en Alella (Barcelona) en el seno de una familia numerosa y devotamente católica, a los veinte años ya era republicano, librepensador y ateo convencido. Durante su exilio de dieciséis años en Francia, estuvo en contacto con revolucionarios españoles y pedagogos radicales franceses. De vuelta en Barcelona, fundó la Escuela Moderna en septiembre de 1901 con un alumnado inicial de doce niñas y dieciocho niños, practicando así la coeducación, algo insólito en la época. Las autoridades españolas ordenaron el cierre de la escuela en 1906 tras el intento de asesinato contra el rey Alfonso XIII por parte de Mateo Morral, traductor y bibliotecario de la escuela. Ferrer ingresó en prisión. Absuelto meses más tarde, viajó por Europa promoviendo su causa revolucionaria y educativa a través de una Liga Internacional para la Educación racional de la Infancia. De visita en Barcelona en 1909, se le acusó de instigar los sucesos de la Semana Trágica y se le condenó a muerte, sin pruebas. Sus últimas palabras apócrifas ante el pelotón de fusilamiento en el castillo de Montjuïc fueron: «Apuntad bien, amigos. No sois responsables. Soy inocente. ¡Viva la Escuela Moderna!».
La Escuela Moderna de Ferrer nació en Barcelona en una época de gran inestabilidad en España tras la pérdida de las últimas colonias. La necesidad de una reforma en la educación era acuciante: dos terceras partes de la población española eran analfabetas, solo había colegios públicos en quince mil ciudades y los profesores estaban obligados a inculcar el dogma católico bajo la supervisión de curas e inspectores diocesanos. En la década de los noventa había surgido un movimiento por la instrucción laica en varias partes del país, con liberales y radicales esforzándose por incorporar nuevas ideas sobre ciencia, historia y sociología en el currículum escolar. La corriente regeneracionista de la época avivó el debate de cómo educar a las masas y combatir el analfabetismo. Ya en los años cuarenta y setenta habían existido escuelas republicanas y anarquistas de este tipo, a destacar la de Elías Puig en Catalunya y la de José Sánchez Rosa en Andalucía.
Siguiendo la tradición del racionalismo del siglo XVIII y el romanticismo del XIX, Ferrer participó activamente en este debate. En la Escuela Moderna se daba importancia a la dignidad y los derechos del niño, a quien debía tratarse con paciencia y afecto. En contra del dogma y la superstición, ponía énfasis en la razón, la observación y la ciencia, además de la autonomía e independencia en el aprendizaje. Ante todo, la educación debía basarse en el respeto por la humanidad porque, en palabras de Ferrer, «la ciencia ha demostrado que la creación es una leyenda y que los dioses son mitos», de modo que la religión debía enseñarse solo en casa, si era esa la inclinación de cada familia. Así pues, el aprendizaje solo podía realizarse en un ambiente libertario y como un proceso espontáneo, improvisado, sin rutinas y memorizaciones que destruyeran la creatividad e inhibieran el desarrollo natural de los niños. Por lo tanto, la función verdadera de los profesores era guiar a los estudiantes hacia el autoaprendizaje y la autodisciplina, permitiendo a cada uno desarrollarse a su ritmo, en vez de forzarle a seguir un programa predeterminado. Por ejemplo, aprenderse las tablas de multiplicar de memoria tenía que desaparecer, así como todo tipo de instrucción que interfiriera con la libertad del alumno y le provocara estrés o malestar. Si un niño no mostraba señales por querer aprender, su propia curiosidad lo llevaría a materias que le interesaran y su educación sería más natural y placentera.
En esta línea, no había ni premios ni castigos, para que los alumnos aprendieran sin miedo ni presión, ni rivalidades, envidias o comparaciones entre ellos. Como escribió Ferrer: «Suprimimos en nuestras escuelas toda repartición de premios, de regalos, de limosnas, todo porte de medallas, triángulos y cintajos, por ser imitaciones religiosas y patrióticas, propias únicamente para mantener la fe en talismanes y no en el esfuerzo individual y colectivo de los seres conscientes de su valor y de su saber». Los alumnos se sentaban donde querían —en un banco, en una mesa, en el marco de una ventana o en el suelo— y la asistencia era voluntaria: solo iban a clase los que querían aprender. Las «lecciones» terminaban cuando los alumnos perdían interés, y si no les apetecía hacer tareas, nadie los obligaba. Por descontado, no había deberes para casa ni nada que memorizar o preparar para el día siguiente. Ni notas, o exámenes, que «parecen ser instituidos solamente para satisfacer el amor propio enfermizo de los padres, la supina vanidad y el interés egoísta de muchos maestros y para causar sendas torturas a los niños antes del examen, y después las consiguientes enfermedades más o menos prematuras». El ruido se consideraba algo normal en el aula. La relación entre el profesor y el alumno era de confianza y reciprocidad, de modo que el profesor también aprendía del alumno. Además, en la Escuela Moderna se daba prioridad a la adquisición de conocimientos prácticos por encima de los teóricos. Así, eran frecuentes las visitas a fábricas o laboratorios donde a los alumnos se les explicaban y mostraban las cosas de primera mano, o a museos, o a un parque, al campo a recoger especímenes botánicos o al mar a observar condiciones geológicas.
Como para Ferrer la educación era un proceso que no terminaba nunca, en la Escuela Moderna se animaba a los padres a tomar parte de su funcionamiento y se ofrecían clases nocturnas y «conferencias dominicales» impartidas por expertos en higiene, fisiología, geografía y ciencias naturales. Estas clases, abiertas al público para «trabajadores deseosos de aprender» tuvieron mucho éxito, «formando aquel auditorio de niños y adultos un bellísimo conjunto que […] fue calificado por un periodista de misa de la ciencia». A partir del segundo año de funcionamiento de la escuela, Ferrer consultó con catedráticos de la Universidad de Barcelona la posibilidad de crear una universidad popular —sin ánimo de lucro y abierta al proletariado, los campesinos, los emigrantes y las mujeres— ya que la ciencia «es el producto de los observadores, sabios y trabajadores de todas las épocas y de todos los países» y «todo ser humano tiene derecho a saber», no solo una juventud privilegiada. Esta universidad, en conjunción con la Escuela Moderna, no se llegó a materializar en Barcelona, pero Ferrer sí consiguió crear una escuela racionalista donde se formaron profesores libertarios.
En el mismo edificio, además, creó su propia biblioteca y editorial, habiendo inaugurado la escuela sin encontrar un solo libro que fuera adecuado, pues con una educación tradicional «destinada a hacer obedientes y sumisos, es evidente que nada de lo escrito a tal fin podía ser utilizable». Para remediar esta carencia, empleó a escritores y traductores y obtuvo la colaboración de intelectuales de toda Europa para la elaboración de libros de texto con los descubrimientos científicos de última hora adaptados a un lenguaje de divulgación adecuado. Editó más de cuarenta libros de texto, desde aritmética y gramática a ciencias naturales y sociales, con tratados serios sobre geografía, sociología y antropología. Entre ellos, Cuaderno manuscrito y Patriotismo y colonización, dos colecciones de «pensamientos de escritores de todos los países presentando las injusticias del patriotismo, los horrores de la guerra y las iniquidades de la conquista», fueron denunciados en la prensa conservadora y supusieron una amenaza a «los cangrejos del Parlamento». El más popular entre los niños era Las aventuras de Nono, de Juan Grave, un cuento anarquista y utópico que, según una reseña en Amazon, hay que leer con mucho cuidado, pues se compara al país Autonomía —donde todos trabajan para uno y uno para todos, y no hay dinero, ni ladrones ni leyes ni armas y donde se fomenta la ciencia y el arte— con los horrores del reino Argirocracia, que representa la triste realidad de la sociedad de la época de Ferrer.
Ferrer publicó también un Boletín mensual con sus propios artículos y los de otros escritores libertarios y famosos como Kropotkin, Tolstoy y Robin. Con la Escuela Moderna, tenía la esperanza de que la educación racional liberaría no solo a los españoles sino a los niños de todo el mundo. Soñaba con que España estuviera a la vanguardia de un movimiento que seguiría todo el mundo. Pero si estas ideas parecen aún hoy radicales, no cuesta imaginar las ampollas que levantaban en los «eternos apaga-luces» de la España de principios del siglo XX, una España que en Europa se tildaba de inquisitorial y atrasada, aunque para Miguel de Unamuno fuera «el país más libre del mundo».
Tras su ejecución, se desencadenó un movimiento de protesta en el extranjero que lo catapultó a la fama como el mártir de la educación racional. Hubo manifestaciones en ambos lados del Atlántico, se erigieron estatuas y se bautizaron calles con su nombre en varias ciudades europeas. Anarquistas y librepensadores famosos de la época dijeron de él que su único crimen había sido educar. En todo el mundo, y en especial en Estados Unidos y Sudamérica, se fundaron «escuelas modernas» siguiendo su ejemplo, donde los niños estudiaban en un ambiente de libertad y autonomía y cuyo objetivo era abolir todo tipo de autoridad, política, económica y educativa, para crear una sociedad donde los ciudadanos cooperarían de forma voluntaria y libre. En Nueva York se fundó una asociación con su nombre con el objetivo de perpetuar su trabajo, y Emma Goldman, la anarquista más famosa e influyente de la época, dedicó años y esfuerzos a mantener su memoria viva. Sin embargo, pocas de esas escuelas sobrevivieron más de un par de décadas. Y yo me pregunto: ¿por qué no existen hoy escuelas Ferrer pero sí hay Montessori, Waldorf-Steiner o Summerhill? ¿Por qué no ha sobrevivido su fama?
No he encontrado la respuesta, así que si la respondiera, me la estaría inventando. ¿Quizá porque la anarquía, como el comunismo, es inviable? ¿Quizá por su faceta revolucionaria y posiblemente violenta?
Según Juan Avilés, autor del libro más reciente sobre Ferrer que he encontrado, Ferrer no fue un gran pedagogo, ya que no aportó ninguna idea original al pensamiento educativo, a pesar de que su escuela era algo nuevo en la España de la época. En realidad, tampoco fue así; quizá lo único nuevo de la escuela fuera el nombre. Miguel de Unamuno escribió en una carta que «se fusiló con perfecta justicia al mamarracho de Ferrer, mezcla de loco, tonto y criminal cobarde, a aquel monomaniaco con delirios de grandezas y erostratismo», y en otra ocasión dijo que era «de inteligencia mediocre, un obrero y un fanático». Incluso la Fundación que lleva su nombre en Barcelona lo califica de personaje extraño, por haberse dedicado a la pedagogía sin ningún tipo de formación y habiendo cursado estudios solo hasta los doce años. A mí no me parece extraño en absoluto: era autodidacta y esa era precisamente su filosofía.
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Referencias:
1. La Escuela Moderna, Francisco Ferrer Guardia, 1908.
2. Las aventuras de Nono, Juan Grave, 1901.
3. Francisco Ferrer y Guardia: Pedagogo, anarquista y mártir. Juan Avilés Farré. Marcial Pons Historia, 2006.
4. The Escuela Moderna Movement of Francisco Ferrer: “Por la Verdad y la Justicia”. Geoffrey C. Fidler.
5. The Martyrdom of Ferrer. The Modern School Movement: Anarchism and Education in the United States, Paul Avrich, 1980.
6. Homo Deus: A Brief History of Tomorrow. Yuval Noah Harari, 2015.
7. Fundació Ferrer i Guàrdia: https://www.ferrerguardia.org/es/biografia-ferrer-guardia
8. https://elpais.com/diario/2009/08/11/opinion/1249941611_850215.html
Que articulo tan bueno. Gracias Carmen.