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Mi cultura del pelotazo

Muchos asocian la cultura del pelotazo con la etapa de Felipe González que media entre 1987 y la crisis económica de 1993. En mi opinión se equivocan porque, en un sentido amplio, puede afirmarse que alcanzó hasta 2010, cuando Rodríguez Zapatero hubo de bajarles el sueldo a los funcionarios para garantizar la liquidez bancaria. Más tarde, Rajoy les quitaría también la extra de Navidad de 2011, para evitar el rescate de la economía española por la Unión Europea, el cual finalmente resultó inevitable. La pervivencia de la cultura del pelotazo se debe a que, en realidad, no hay mucha diferencia entre la especulación financiera y la cultura del ladrillo impulsada por José María Aznar. Conclusión: se llamen del pelotazo, del ladrillo o de la burbuja tecnológica, las susodichas culturas vienen a encarnar una misma cosa: la ambición sin límite del ser humano.

Tengo un recuerdo nítido de cómo empezó para mí este dilatado periodo de más de dos décadas. Fue una tarde de primavera de 1988. Tenía dieciséis años y, como acostumbrábamos, mi padre y yo fuimos al cine una tarde de entresemana. Por aquel entonces las sesiones comenzaban religiosamente a las 5 y a las 7 y, como también acostumbraba, mi padre salió de su despacho a las siete menos diez, alegando que tenía que “terminar una cosa”. Me citaba en la rampa del garaje, que subía en primera a toda velocidad. Vestía traje, corbata y las sempiternas gafas Ray-Ban de piloto. Siempre tenía la firme convicción de que aparcaría en la puerta del cine. Esa era quizá la esencia de la época: todo era posible, solo había que intentarlo sin asomo de pereza o vacilación. Uno podía aparcar en pleno centro a las puertas del cine, no pasaba nada por comerse treinta centímetros de un badén permanente, o cuarenta de un paso de cebra… Y si no, siempre quedaba la opción de bajar en plan Fittipaldi las cuatro rampas de un parking y emerger del centro de la Tierra caminando a toda prisa para llegar al final de los títulos de crédito. La ventaja era que nunca hubo cola para sacar las entradas.

"Wall Street era una crítica feroz a la cultura del pelotazo impuesta por Ronald Reagan en los Estados Unidos, pero uno salía del cine amando a Gekko y deseando ser como él"

Aquella tarde de 1988 fuimos a ver Wall Street, de Oliver Stone, donde el multimillonario Gordon Gekko (Michael Douglas) aleccionaba a su pupilo en el mundo de la especulación bursátil, Bud Fox (Charlie Sheen), sobre el valor de la información privilegiada para hacerse millonario. Alegaba que su padre, en décadas de honrado trabajo, no había sido capaz de ahorrar ni un mísero dólar. Daba igual cómo conseguir la información y no había límites a la hora de utilizarla. Gekko concluía aconsejándole a Buddy que si quería un buen amigo, se comprara un perro.

La película era una crítica feroz a la cultura del pelotazo impuesta por Ronald Reagan en los Estados Unidos, pero uno salía del cine amando a Gekko y deseando ser como él. Gekko era el héroe byroniano, la versión anglosajona de nuestro Mario Conde, que acababa de ascender a la presidencia de Banesto y era el millonario pata negra, de piel cetrina olorosa a colonia cara, pelo negro zaíno y corbatas de seda Loewe.

Todavía recuerdo cuando mi profesor de literatura en los jesuitas de Zaragoza glosó la idiosincrasia de Conde, entrevistado el día anterior en televisión, en uno de esos programas con primeros planos, maquillaje abundante y fondos negros en cuya oscuridad brillaba la gomina. Mi profesor de literatura, con su trocito de papel en la mano, leyó: “Me gusta hacer las cosas bien”. Y repitió como si bramara: “¡BIEN… BIEN… BIEN…!”. Conde era para él un patrimonio jesuita porque había estudiado en la elitista Universidad de Deusto. Aunque, por aquel entonces, Deusto había pasado de moda y el mito entre mis compañeros era ICADE, otra universidad jesuita cuyo acceso exigía una media de 9, lo cual requería haber sacado todo sobresalientes en el bachillerato, sin un solo notable que restara unas centésimas, algo al alcance de muy pocos elegidos, que hacían que la palabra BIEN cobraba todo su sentido y adornara al alumno de ICADE con un aura de heroísmo similar a alcanzar la presidencia de Banesto.

"Peyró —como quien escribe— forma parte de esa pequeña burguesía que vivió los excesos romántico-patéticos del pelotazo, e incluso conoció a sus protagonistas"

Por aquel entonces, Carlos Solchaga acababa de pronunciar su reflexión más célebre. En un acto de la Asociación para el Progreso de la Dirección, el 4 de febrero de 1988, afirmo su archiconocida: «España es el país donde se puede ganar más dinero a corto plazo de toda Europa y quizás uno de los países donde se puede ganar más dinero de todo el mundo».

El periodista y escritor Ignacio Peyró no vivió aquella etapa, porque cuando se produjo tenía tan solo ocho años. Él pertenece a una generación posterior; sin embargo, continuando con mi reflexión acerca de la longevidad del pelotazo, sí que vivió en primera persona su agonía, que describe admirablemente en el reciente dietario: Ya sentarás cabeza: Cuando fuimos periodistas (2006-2011) (Libros del Asterioide, 2020).

Peyró —como quien escribe— forma parte de esa pequeña burguesía que vivió los excesos romántico-patéticos del pelotazo, e incluso conoció a sus protagonistas ejerciendo el periodismo. Actualmente reside en Londres, y en el prólogo a Ya sentarás cabeza se refiere en términos metafóricos a unos personajes decimonónicos que todavía surcan hoy las riberas del Támesis: los mudlarks, una suerte de chatarreros que buscaban en el río la quincalla de toda una sociedad: hierro, sogas, huesos, muebles…

Ignacio Peyro. Foto: Jeosm.

Parafraseando a T. S. Elliot, el Támesis es un “dios pardo y fuerte” que “recuerda / cuanto prefieren olvidar los humanos”. Sugiere lo anterior que Peyró, cual mudlark, desea en su dietario remover la conciencia colectiva de toda una época buscando “eso que brilla a lo lejos / que no será un diamante, sino un guijarro”, ya que “quienes fatigan las orillas saben que / a veces algo pincha, a veces nos hundimos en el barro, a veces algo huele mal”.

"El libro gana en singularidad para quienes nacimos tras el franquismo y estamos habituados a una cultura literaria de izquierdas"

La densidad turbia del Támesis se traslada al libro cuando el autor relata sus inicios en el periodismo, con sus alegrías y trabajos en La Gaceta del los Negocios, El Confidencial Digital o el semanario Alba, medios todos ellos conservadores. Desde esta óptica política, el libro gana en singularidad para quienes nacimos tras el franquismo y estamos habituados a una cultura literaria de izquierdas.

Pero Ya sentarás cabeza no es solo un diario, sino también un libro de memorias y, por qué no, una novela de formación donde el protagonista relata cómo llegó a ser quien es: sus padres, su familia, su paso por el colegio, sus amigos, sus viajes, sus lecturas… todos ellos henchidos de un romanticismo similar al de la famosa novela homónima de Manuel Longares. Surcan las páginas de la obra el distrito del Retiro, el barrio de Salamanca, una finca en Extremadura, los veranos en Inglaterra y, ya durante la juventud del autor, los ambientes pijos o dandis de la capital, como el primer VIPS desaparecido de la calle O’Donnell, o la famosa coctelería inglesa Balmoral, de la calle Hermosilla, que cerró sus puertas en 2006 para que abriera una tienda de Zara.

"Peyró sabe relatar con ironía y drama aquellos años en que Zapatero afirmó que el sistema financiero español era quizá el más sólido del mundo"

No dejó de pensar que tanto el dandismo del Balmoral como la vulgaridad de Zara formaban parte de esa cultura del pelotazo ampliada de la que escribo. Hoy lo que sucede es mucho peor, cierran las tiendas de Zara y ya nada las sustituye: solo quedan los locales vacíos. Y ese vacío sí que es el verdadero fin del pelotazo: la sustitución del comercio verdadero por el comercio virtual, a base de empresas de logística y repartidores a domicilio. Es la nada, el canto de cisne de los centros de las ciudades, que va sucediendo poco a poco, sin demasiado dolor ni demasiado drama, porque es como un goteo, aunque sus gotas sean al cabo como la tortura china, que a fuer de caer horadan la carne del condenado.

¡En fin, quizá me he puesto demasiado serio!, me he alejado de la sátira que llena las páginas de Ya sentarás cabeza, un libro que, además de ser literatura en estado puro, tiene la virtud de la fluidez, de leerse sin poder parar, sin apenas desmayos, porque Peyró sabe relatar con ironía y drama aquellos años en que Zapatero afirmó en Nueva York, ante un cenáculo de millonarios del Dow Jones, que “el sistema financiero español es quizá el más sólido del mundo”. Pocos años más tarde, cuando a comienzos de 2012 el Banco Central Europeo puso a disposición de España un fondo de 100.000 millones de euros para reflotar a las entidades financieras, el ministro De Guindos se vanaglorió de que se trataba de “un préstamo en condiciones muy ventajosas”.

Esa es la etapa que describe Ignacio Peyró. Y no es que hoy los políticos hayan dejado de decir tonterías, que las siguen diciendo, sino que ahora ya nadie se las cree. Es como si todos nosotros, de algún extraño modo, hubiéramos terminado por sentar cabeza.

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