Unas flores para Azaña
Dijo Miguel de Unamuno que Manuel Azaña era un escritor sin lectores que estaba dispuesto a promover una revolución para tenerlos. La afirmación, proferida en un momento en que el rector salmantino vivía uno de sus desencuentros más profundos con las autoridades de la II República, fue injusta por dos razones: en primer lugar, porque del sambenito de «escritor sin lectores» cabe deducir que sus libros no los merecían, lo cual en absoluto es cierto; en segundo término, porque si algo no entusiasmaba a Azaña eran las rebeliones literales de las masas, siendo como fue un hombre de ánimo reflexivo, modos pausados y hábitos burgueses. A Manuel Azaña, o más bien a sus últimos y aciagos días, le dedicó José María Ridao unas cuantas páginas lúcidas y emocionantes en el ensayo El pasajero de Montauban (Galaxia Gutenberg). Se trata de la crónica de un viaje que Ridao realiza a Montauban para dejar «unas flores de impotente y tardío desagravio» en la tumba de quien fue el último presidente de la España republicana. Su llegada a la pequeña localidad francesa, el paseo por unas calles cuyo vacío sólo puede inducir a la melancolía, le da pie para reivindicar el valor y la vigencia de una figura que, vilipendiada hasta la parodia por el franquismo y sus plumíferos más abnegados, aún no ha terminado de verse resarcida por la gracia de la posteridad. De ahí que resulte balsámica la lectura de Azaña: Los que le llamábamos don Manuel (Seix Barral), el libro en el que la periodista Josefina Carabias, cuya obra acaso merezca un rescate más exhaustivo en años venideros, evoca su propia visión de Azaña a partir de las vivencias que compartió con él y las noticias que le fueron llegando sobre sus andanzas en el trienio negro de la Guerra Civil. Con una prosa ágil y viva, y con encomiable soltura sintáctica, Carabias va trenzando sin pretenderlo un fresco exacto y poderoso de aquella España que transitó desde la euforia republicana hasta la barbarie, ofreciendo un testimonio en primera persona que destierra tópicos y aporta relieve a ciertos personajes que, de tanto aparecer en los libros de historia, casi han quedado reducidos a un simple nombre sobre el mármol. ¿Está España, en estos tiempos convulsos y pandémicos, preparada para enfrentarse al legado de Azaña y paliar así el desprecio olímpico, malintencionado y absolutamente falaz que se ha cernido sobre su vida, su obra y sus ideas? Quién sabe. Estremece hacer paralelismos entre el ayer al que se refiere Carabias en su texto memorialístico y el hoy que retratan los periódicos. Y aunque los tiempos no hayan cambiado mucho en lo malo y no hayan desaparecido del mapa, por mucho que a veces lo parezca, los mediocres que exorcizan sus frustraciones redactando en la soledad de su covacha informes insidiosos, infunde cierta esperanza el que también en estas fechas llegue a las librerías una nueva y cuidada edición de El jardín de los frailes (Nocturna). Fue su primera novela, una Bildungsroman inspirada en sus años de formación en San Lorenzo de El Escorial, periodo en el que germinaría su convicción de que era preciso limitar el poder que la Iglesia conservaba sobre los asuntos públicos en España. Cuando escribió su segunda y última obra narrativa, casi tres lustros más tarde, sus expectativas ya se habían derrumbado del peor modo posible. No sé si se lee mucho La velada en Benicarló, pero sin duda es uno de los libros más importantes a la hora de conocer lo que fue, y por qué fue, nuestra guerra civil. En sus páginas escribió Azaña, aún en 1937: «Si perdiésemos la guerra se enseñaría a los niños durante muchas generaciones que en 1937 fueron aniquilados o expulsados de España los enemigos de su «unidad». Como en 1492 o en 1610. Ya sé: ¿el móvil era unificar por la creencia?» Lo anoto aquí sólo para dejar constancia de su lucidez y su vigencia. Y como evidencia de lo importante que es conocer lo que fuimos para saber lo que somos, para preguntarnos lo que queremos, o no, llegar a ser.
Cuando Asturias fue independiente
A Azaña no le hizo ninguna gracia que en octubre de 1937, pocos meses después de que él pusiese el punto final a aquella novela que se iba a acabar convirtiendo en uno de sus más importantes testamentos políticos, el socialista Belarmino Tomás declarase la soberanía de lo que hasta aquel momento había sido el Consejo Interprovincial de Asturias y León y se pasó a denominar, a partir de ese instante, Consejo Soberano. El Gobierno de la República se lo tomó como una traición o, mejor dicho, una deserción en un momento en el que aún se soñaba con mantener prietas las filas. Tomás y sus consejeros argumentaron, por el contrario, que era la única forma de garantizar la lealtad republicana en aquel bastión norteño —en la práctica, el territorio que controlaban ocupaba tan sólo la parte central de Asturias y unos pocos enclaves leoneses situados en el límite entre ambas regiones, por contarlo de forma resumida— que se había quedado solo en la defensa de la legalidad y que, de hecho, no tardaría en caer en manos del ejército franquista. «Sola en mitad de la tierra», escribió en aquellos días el poeta Pedro Garfias cuando supo de la aciaga suerte que terminó corriendo Asturias. En la práctica, el Consejo Soberano —que tuvo sus dependencias gubernamentales en Gijón, en un edificio que aún existe en la plaza del Parchís— sólo fue capaz de ordenar la evacuación, y su fracaso y el recuerdo de la feroz represión que unos años atrás había comandado el mismísimo Franco contra los mineros sublevados en la Revolución de 1934 propiciaron que sobre aquel periodo se acabase echando un tupido velo. La derecha no tenía ninguna intención de recordarlo, no fuera a reavivar las llamas que tanto había costado apagar, y a la izquierda tampoco le apetecía airear una de sus decepciones recurrentes. Pero el paso del tiempo hace que broten preguntas donde antes se cultivaba el olvido. A finales del año pasado, el cineasta Ramón Lluís Bande presentó el documental Vaca mugiendo entre ruinas, que debía su título a un cuadro de Nicanor Piñole. Ahora publica Cuaderno de la guerra (Pez de Plata), que es a la vez un diario de rodaje de la película y un voluminoso repositorio donde se exhibe toda la documentación que le dio forma. Sería una pena que ambos, libro y película, no obtengan la resonancia que debieran, porque por primera vez se pone en ellos, negro sobre blanco, la verdad cruda de lo que fue aquel periodo. Belarmino Tomás, el presidente del Consejo, acabó embarcando a finales de octubre aguas adentro hacia el exilio. Terminó sus días vendiendo alpargatas en México. Sus restos reposan hoy en el cementerio de Pando, en Langreo. Cada año, en el aniversario de su muerte, aparecen flores frescas en su tumba.
Lo raro es escribir
Leo en El huerto de Emerson (Tusquets), el último libro de Luis Landero: «Confía en el lenguaje, me digo, ese sutil ejército capaz de descubrir y conquistar las más ignotas tierras, de hacer reales y tangibles hasta los mismos espejismos. Deja que las palabras fluyan, no las obligues ni aún menos las maltrates, haz con maña y dulzura tu oficio de pastor, y deja que ellas busquen los mejores pastos, que hagan sonar sus esquilas a su ritmo y manera. Tú cuida sólo de que no se desmanden. Guíalas y déjate guiar por ellas, porque eres su pastor y también su sirviente.» Unas cuantas páginas más adelante: «Pero uno sigue sentado a la mesa, escribiendo y tachando, escribiendo y tachando, dándose de cabezadas contra una frase, esperando a que, como otras veces, vuelva el calor vital a las heladas galerías del alma. Es el momento de hacer sobre uno mismo una enmienda a la totalidad. «Tú no sirves para escribir», me digo. «Pues llevas escribiendo más de cincuenta años», me contesta el hombre, el buen amigo, que siempre va conmigo. «Sí, pero con astucia y tozudez, no con talento, no con inspiración. Robando lechugas en los huertos ajenos. Y además tampoco sabes hacer novelas». «Ya has hecho unas cuantas.» «Sí, pero no sabes cómo las hiciste, no te acuerdas. Debió de ser cosa de la casualidad, y claro, así salieron, dificultosas y confusas. O quizá es que ya has vendimiado toda tu viña y no te queda nada que contar. Ya nunca lograrás escribir una página que tenga vida propia.»» Dice el refrán que el mal de muchos es consuelo de tontos y no seré yo quien le quite la razón, pero cómo reconforta a veces reconocer las preocupaciones propias en las desazones ajenas.
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