Alguna vez le oí decir a Jonás Trueba (Madrid, 1981) que la literatura tenía mayor peso en su vida que el cine. En su segunda película, Los ilusos (2011), Francesco Carril leía en voz alta un texto que decía: «Existe un momento en la vida, solo un momento, en que somos conscientes de que somos genios o enamorados. La cuestión es sencilla, ridícula. O una cosa u otra, imposible ambas. Y cuando ese momento llega tenemos la vaga certeza de que arrastraremos nuestra carga, sea la que fuere, hasta el final de los días». El espectador comprobaba más tarde que el texto pertenecía a una contraportada, la de Todo sigue tranquilo, un libro editado en 1994 por Félix Romeo y Bizén Ibarra en Ediciones Libertarias, cuya primera, única y breve tirada se agotó al momento. Jonás ha decidido rescatar aquel texto como carta de presentación en la nueva línea de la editorial Caballo de Troya. Quien se acerque a la edición amarilla —el color de la vida, según Chusé— de Todo sigue tranquilo, encontrará el mismo texto en la contraportada. Chusé Izuel, su autor, lo dejó escrito en una hoja de sala de esas que antes se repartían en el cine, y nunca se ha podido comprobar si era un texto original o una traducción. Lo cierto es que resume a la perfección el tono del libro de relatos, así como la personalidad del suicida, diseccionada por Félix Romeo en Amarillo (PLOT, 2008, 2021).
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—Eres, por así decirlo, un outsider del mundo literario. A mucha gente le sorprendió la noticia. ¿Cómo te tomaste la propuesta editorial?
—Fue una propuesta de Miguel Aguilar, que luego me presentó a Carme Riera y Albert Puigdueta. Dentro de ese gran conglomerado que es Penguin y que a veces cuesta entender, son las personas con las que he tenido más contacto en esta aventura editorial. No sé muy bien cómo se les ocurre. El primer sorprendido fui yo y aún no sé si hice bien en aceptar este reto. Sigo teniendo la sensación de que me he metido un poco donde no me llaman. Inevitablemente me siento un poco extraño aquí, pero a la vez pienso que esa era justamente su apuesta. Creo que precisamente por eso me llamaron, porque podía aportar una visión no tan desde dentro del mundo literario. Sin embargo, tuve dudas, no sabía si podía publicar ensayo o poesía, y sobre todo si lo comercial era un factor importante, si iba a existir una presión por sacar libros con resultados comerciales inmediatos o cosas así, y también con eso me tranquilizaron. De alguna forma te dan carta blanca, aunque cueste creerlo al principio: dejan hacer y te acompañan. Me he sentido muy a gusto allí dentro.
—Y lo primero que haces es rescatar un libro escrito hace más de treinta años. El editor adquiere un compromiso con el tiempo, la cronología y la historia: es tanto alguien que rastrea en el pasado como alguien que trabaja sobre el presente.
—Una mañana de febrero de 2020, antes de la pandemia, me levanté como un resorte con la idea de recuperar el libro de Chusé Izuel, y pasé un día bastante nervioso. Luego me surgieron un montón de miedos y a partir de ahí vino un proceso de muchos meses, atravesado por muchas dudas, hasta poder hacer realidad esa idea. Surgen muchos problemas a la hora de afrontar la edición de un libro así. Efectivamente, es un libro publicado en el 94 por Félix Romeo y Bizén Ibarra que fue escrito entre finales de los 80 y el 92, cuando Chusé contaba entre 18 y 24 años; los dos últimos cuentos del libro los escribió recién cumplidos los 24, poco antes de morir. Cuando lo leí yo tenía 26 años y me impactó mucho. Desde entonces me ha acompañado todos estos años y tuvo mucha importancia en Los ilusos. Es un libro que he utilizado bastante en talleres de escritura de guion, en los que he podido comprobar que sus cuentos siguen vivos, que llaman la atención de los alumnos. Concretamente usaba mucho el cuento «Contándonos cosas», y casi siempre me preguntaban de dónde salía aquel cuento y quién era el autor. El libro estaba descatalogado, y pensé que era una oportunidad de oro. Luego resultó que había una editora en Zaragoza, Marina Heredia, que había tenido esa misma idea de publicarlo un poco antes, y que se había topado con varias dificultades. Ella me animó a que lo intentara, y yo logré contactar con Conchita, la madre de Chusé, que es una mujer maravillosa, con su hermana Esther y con Marian Pueyo, que era su pareja en esos años. Fue Marian la que encontró los últimos cuentos incorporados a la edición de ahora. Fue un proceso intenso, desde que lo pensé en febrero hasta finales del verano pasado, con las incomunicaciones propias de este año tan raro. De pronto, verlo ayer expuesto en una librería me produjo cierta emoción: no era nada evidente que ese libro volviera a estar en una mesa de novedades de una librería. La labor de un editor también es esa: las novedades están plagadas de redescubrimientos; los libros pueden tener varias vidas. Es verdad que los cuentos de Chusé son muy noventeros y ochenteros, y eso también me gusta, porque parece que se habla de ese tiempo de una manera muy concreta. En ese sentido es un ejercicio por mi parte de intentar contarle algo de esa época a los posibles lectores jóvenes de hoy.
—Yo, que no he vivido esa época, me he sentido bastante alejado de los ambientes que se tratan, como cuando leí a Loriga y Mañas. Ya Félix Romeo contaba en Amarillo que se lo imaginaba como parte de esa generación, en la que él no se encuadra. Añades novedades con respecto a la edición de 1994: un prólogo escrito por ti y tres cuentos nuevos. ¿Cómo recuperaste esos tres cuentos de los que hablas?
—La historia es curiosa: Marian se apuntó a un taller de escritura de guion con Joaquin Jordà, se ve que hacían ejercicios a partir de textos, y a ella se le ocurrió llevar tres o cuatro cuentos de Chusé que tenía en su casa. Por aquel entonces Chusé aún estaba vivo, y ella guardó los cuentos con los apuntes del curso, y por eso esos textos quedaron extraviados hasta ahora, que ella ha hecho una labor de búsqueda y han reaparecido.
—He leído el libro como una especie de novela inconclusa: hay repetición de personajes y temas. Algunos textos, como Enamorados, me recuerdan a Raymond Carver.
—Ese cuento es muy carveriano, todos lo son un poco, incluso algunos con los títulos. Quizás ahora Carver no esté tan presente en los escritores jóvenes, pero lo estaba mucho en esa generación. Una amiga me decía ayer que parecía que Chusé tenía un gran talento para trabajar lo que se dice en el diálogo y lo que se piensa como algo contradictorio. Casi todos los cuentos trabajan ese doble nivel de una manera brillante, sobre todo para ser un escritor muy joven, que es algo que hay que tener muy en cuenta.
—En cuanto a la romantización del malditismo, ya en Amarillo Félix Romeo planteaba un ajuste de cuentas con esa figura del escritor suicida. ¿Crees que es un escollo o un factor positivo para la recepción del libro?
—Creo que hay que saber leerlo. Ahora hay un debate general sobre esto, pero ya se había pensado antes: siempre nos han enseñado a leer los libros, los cuadros y las películas entendiendo el momento en el que fueron hechos. En parte por eso hago el prólogo, porque creo que necesita contextualización y claves. Yo sé que es un libro que coquetea con el malditismo juvenil, con ciertos clichés, pero al mismo tiempo creo que en el caso de Chusé no era una pose, que era verdaderamente un maldito, que él tenía eso: alguien que te cuenta las cosas como las siente y las respira. Su escritura era una forma de vivir y pensar, me parece que tiene mucha verdad.
—En cuanto a los demás libros, las elecciones autorales pertenecen a una generación más alejada a la mía. Luna Miguel y Antonio J. Rodríguez eligieron publicar a autoras jóvenes, que muchas de ellas debutaban en la literatura. En ese sentido, me parece interesante tu decisión de romper con la línea editorial. Si hay una línea editorial, en tu caso va más allá de la idea de generación.
—Es evidente que la apuesta de Luna y Antonio ha sido muy buena. Hay libros de los que han publicado que me han gustado muchísimo, pero aunque hubiera querido seguir su línea, no lo habría conseguido: no tengo esos referentes que tienen ellos. En mi apuesta no hay una idea determinada de línea, sino que me la he ido encontrando; sí que estaba la idea de autores de generaciones muy variadas: de nacidos en los 50 a nacidos en los 80. Veremos si el año que viene soy capaz de publicar a escritores nacidos en los 90 o en los dosmiles, gente con la que tengo mucha conexión por mis talleres y por el proyecto Quién lo impide.
—¿Te interesaba crear una especie de pluralidad homogénea?
—Si pretendiera decirte que todos los libros pasan por una idea previa mía estaría mintiendo. Son los libros que más me han gustado los que me apetecía publicar y defender. Es verdad que, si te pones a pensar, te das cuenta de que el lector que yo soy ha influido mucho, como siempre: hay elementos en los libros que se repiten o coinciden. Yo creo que hay un tono, una apuesta por la prosa poética, por libros que se piensan a sí mismos casi. Lo hablaba con Alejandro (Simón Partal) y con Julieta (Valero), que ambos vienen de la poesía y los dos se inician en la novela este año, y los dos hablan de España de una manera muy particular, que no es frecuente en el panorama actual. Los dos afrontan su herencia, su peso histórico, social y familiar, y hay lazos concomitantes. El libro de Socorro (Giménez) y el de Bárbara (Mingo) también dialogan muy bien. La elección cronológica obedece a que creo que hacen un eco a lo largo de los meses en posibles lectores. El libro de Andrés (Di Tella) sí es un libro distinto, un libro de cineasta, casi un manual para cualquier joven cineasta que quisiera trabajar con el cine de lo real, pero también es un libro para gente que no tiene por qué venir del cine ni estar interesada en ello. No hay muchos libros así, que pueda leer cualquier lector, pero escritos por alguien que te está hablando del cine de una manera poco común.
—Apuestas por dos poetas, Alejandro Simón Partal y Julieta Valero, que inician su aventura en la narrativa.
—Sí, en general creo que todos tienen algo así, incluso Chusé, que es un poeta, se va abriendo eso al final del libro: tiene mucha fuerza poética. Socorro Giménez y Bárbara Mingo, igual que Alejandro o Julieta, son escritoras que trabajan la musicalidad de las palabras y tampoco tienen miedo a lo cursi incluso. Eso me encanta.
—Alguna vez leí en una entrevista tuya que la literatura era lo que de verdad te había llenado, más que el cine. Pero ¿hay una influencia del cine en tu forma de leer?
—Cada vez soy más consciente de que la pintura, la literatura y la música, las artes que estaban antes del cine, lo prefiguraban. El cine recoge todas esas cosas y tarda más en inventarse por una cuestión meramente técnica. Nos cuesta encontrar el invento, pero estamos a vueltas con lo que el cine acaba siendo desde que empezamos a pintar en las cuevas. Yo creo que la literatura es más cine que el cine. Para mí, la literatura es un cine más exigente: cuando leemos un libro estamos haciendo una película en la cabeza mientras leemos, somos lectores y espectadores que trabajan. El cine hace todo eso, pero a veces de una manera demasiado evidente y fácil, donde el espectador tiene que trabajar menos, y eso me llega hasta a molestar. Por eso les digo a los jóvenes cineastas que lean más, porque hay ahí un cine desparramado, lleno de posibilidades. En cambio, en el mal cine parece que solo hay una película posible, que es la que estás viendo. Por eso se dice tanto lo de “voy al cine a olvidarme de mis problemas” y de la literatura no se dice tanto; le pido al cine un trabajo idealmente más parecido al que hacemos cuando leemos un libro.
—En relación con esto, es curioso cómo la literatura más comercial de los últimos años ha ido imitando la forma de imagen claudicada, que te lo da todo hecho, del cine comercial y la serie de televisión, una literatura que ha copiado esto y que en cierto sentido sustituye la imaginación del lector. Mientras que hay otro tipo de literatura que sí que juega con la imaginación de una forma más abierta.
—El cine en cierta manera liberó a la literatura de las cadenas de lo puramente narrativo. Se dice que las series son como las novelas del XIX por entregas, pero antes de las series las películas tomaron elementos muy narrativos de la literatura; cuando el cine se desarrolla narrativamente la literatura se rompe, se fragmenta, en el buen sentido, y nace otra literatura también ahí. De la misma manera, creo que las series ahora liberan al cine de esa obligación de lo narrativo-adictivo. Lo que le pasa a la literatura es que se ha empobrecido porque hay libros que se nota que se escriben pensando en la adaptación audiovisual, al cine o a la serie.
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Autor: Chusé Izuel. Título: Todo sigue tranquilo. Editorial: Caballo de Troya. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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